Poco a poco, estos temores de Rodolfo seapoderaron también de ella. Al principio elamor la había embriagado y nunca había pensadomás allá. Pero ahora que le era indispensableen su vida, temía perder algo de esteamor, o incluso que se viese perturbado. Cuandovolvía de casa de Rodolfo echaba miradasinquietas alrededor, espiando cada forma quepasaba por el horizonte y cada buhardilla delpueblo desde donde pudieran verla. Escuchaba los pasos, los gritos, el ruido de los arados; y separaba más pálida y más trémula que las hojasde los álamos que se balanceaban sobre su cabeza.Una mañana que regresaba de esta manera,creyó distinguir de pronto el largo cañón deuna carabina que parecía apuntarle. Sobresalíaoblicuamente de un pequeño tonel, mediohundido entre la hierba a orilla de una cuneta.Emma, a punto de desfallecer de terror, siguióadelante a pesar de todo, y un hombre salió deltonel como esos diablos que salen del fondo delas cajitas disparados por un muelle. Llevabaunas polainas sujetas hasta las rodillas, la gorrahundida hasta los ojos, sus labios tiritaban defrío y tenía la nariz roja. Era el capitán Binet alacecho de los patos salvajes.-¡Tenía usted que haber hablado de lejos!-exclamó él-. Cuando se ve una escopeta siemprehay que avisar.El recaudador con esto trataba de disimular elmiedo que acababa de pasar; pues como una orden gubernativa prohibía cazar patos si noera en barca, el señor Binet, a pesar de su respetoa las leyes, se encontraba en infracción.Por eso a cada instante le parecía oír los pasosdel guarda rural. Pero esta preocupación excitabasu placer, y, completamente solo en sutonel, se congratulaba de su felicidad y de sumalicia.Al ver a Enmma, pareció aliviado de un granpeso, y enseguida entabló conversación:-No hace calor que digamos, ¡pica!Emma no contestó nada. Binet conrinuó:-¿Ha salido usted muy temprano?-Sí -dijo ella balbuceando-; vengo de casa dela nodriza que cría a mi hija.-¡Ah!, ¡muy bien!, ¡muy bien! Yo, tal como meve, desde el amanecer estoy aquí; pero el tiempoestá tan sucio que a menos de tener la cazajusto en la misma punta de la nariz...-Buenas noches, señor Binet -interrumpió elladando media vuelta.-Servidor, señora -respondió él en tono seco. -Y volvió a su tonel.Emma se arrepintió de haber dejado tan bruscamenteal recaudador. Sin duda, él iba a hacerconjeturas desfavorables. El cuento de la nodrizaera la peor excusa, pues todo el mundo sabíabien en Yonville que la pequeña Bovary desdehacía un año había vuelto a casa de sus padres.Además, nadie vivía en los alrededores; aquelcamino sólo llevaba a la Huchette; Binet habíaadivinado, pues, de dónde venía, y no callaría,hablaría, estaba segura. Ella permaneció hastala noche torturándose la mente con todos losproyectos de mentiras imaginables, y teniendosin cesar delante de sus ojos a aquel imbécil conmorral.Carlos, después de la cena, viéndola preocupada,quiso, para distraerla, llevarla a casa delfarmacéutico; y la primera persona que vio enla farmacia fue precisamente al recaudador. Estabade pie delante del mostrador, alumbradopor la luz del bocal rojo, y decía:-Déme, por favor, media onza de vitriolo. Justino -dijo el boticario-, tráenos el ácidosulfúrico.Después, a Emma, que quería subir al piso dela señora Homais:-No, quédese, no vale la pena, ella va a bajar.Caliéntese en la estufa entretanto...-Dispénseme... Buenas tardes, doctor -pues elfarmacéutico se complacía en pronunciar estapalabra «doctor», como si, dirigiéndose a otro,hubiese hecho recaer sobre sí mismo algo de lapompa que encontraba en ello-... Pero ¡cuidadocon volcar los morteros!, es mejor que vayas abuscar las sillas de la salita; ya sabes que hayque mover los sillones del salón.Y para volver a poner la butaca en su sitio,Homais se precipitaba fuera del mostrador,cuando Binet le pidió media onza de ácido deazúcar.-¿Ácido de azúcar? -dijo el farmacéutico desdeñosamente-.¡No conozco, no sé!-¿Usted quiere quizá ácido oxálico? ¿Es oxálico,no es cierto? Binet explicó que necesitaba un cáustico parapreparar él mismo un agua de cobre con quedesoxidar diversos utensilios de caza. Emma seestremeció.El farmacéutico empezó a decir.-En efecto, el tiempo no está propicio a causade la humedad.-Sin embargo -replicó el recaudador con airemaficioso-, hay quien no se asusta.Emma estaba sofocada.-Déme también.«¿No se marchará de una vez?, pensaba ella.»-Media onza de colofonia y de trementina ocuatro onzas de cera amarilla, y tres mediasonzas de negro animal, por favor, para limpiarlos cueros charolados de mi equipo.El boticario empezaba a cortar cera, cuando laseñora Homais apareció con Irma en brazos,Napoleón a su lado y Atalía detrás. Fue a sentarseen el banco de terciopelo, al lado de laventana, y el chico se acurrucó sobre un taburete,mientras que su hermana mayor rondaba la caja de azufaifas cerca de su papaíto. Éste llenabaembudos y tapaba frascos, pegaba etiquetas,hacía paquetes. Todos callaban a su alrededor;y se oía solamente de vez en cuando sonarlos pesos en las balanzas, con algunas palabrasen voz baja del farmacéutico dando consejos asu discípulo.-¿Cómo está su pequeña? -preguntó de prontola señora Homais.-¡Silencio! -exclamó su marido, que estabaanotando unas cifras en el cuaderno borrador.-¿Por qué no la ha traído? -replicó a mediavoz.-¡Chut!, ¡chut! -dijo Emma señalando con eldedo al boticario.Pero Binet, absorto por completo en la lecturade la suma, no había oído nada probablemente.Por fin, salió. Entonces Emma, ya liberada, suspiróhondamente.-¡Qué fuerte respira! -dijo la señora Homais.-¡Ah!, es que hace un poco de calor-respondióella. Al día siguiente pensaron en organizar sus citas;Emma quería sobornar a su criada con unregalo; pero habría sido mejor descubrir enYonville alguna casa discreta. Rodolfo prometióbuscar una.Durante todo el invierno, tres o cuatro vecespor semana, de noche cerrada, él llegaba a lahuerta. Emma, con toda intención, había retiradola llave de la barrera que Carlos creyó perdida.Para avisarla, Rodolfo tiraba a la persiana unpuñado de arena. Ella se levantaba sobresaltada;pero a veces tenía que esperar, pues Carlostenía la manía de charlar al lado del fuego y noacababa nunca. Ella se consumía de irnpaciencia;si sus ojos hubieran podido le habría hechosaltar por las ventanas. Por fin, comenzaba suaseo nocturno; después, tomaba un libro y seguíaleyendo muy tranquilamente, como si lalectura la entretuviese. Pero Carlos, que estabaen la cama, la llamaba para acostarse.-Emma, ven -le decía-, es hora. -¡Sí, ya voy! -respondía ella.Entretanto como las velas le deslumbraban, élse volvía hacia la pared y se quedaba dormido.Ella se escapaba conteniendo la respiración,sonriente, palpitante, sin vestirse.Rodolfo llevaba un gran abrigo; la envolvíapor completo, y, pasándole el brazo por la cintura,la llevaba sin hablar hasta el fondo deljardín.Era bajo el cenador, en el mismo banco de palospodridos donde antaño León la miraba tanenamorado en las noches de verano. Emmaahora apenas pensaba en él.Las estrellas brillaban a través de las ramasdel jazmín sin hojas. Detrás de ellos oían correrel río, y, de vez en cuando, en la orilla, el chasquidode las cañas secas. Masas de sombra,aquí y a11í, se ensanchaban en la oscuridad, y aveces, movidas todas al unísono, se levantabany se inclinaban como inmensas olas negras quese hubiesen adelantado para volver a cubrirlos.El frío de la noche les hacía juntarse más; los suspiros de sus labios les parecían más fuertes;sus ojos, que apenas entreveían, les parecíanmás grandes, y, en medio del silencio, habíapalabras pronunciadas tan bajo que caían sobresu alma con una sonoridad cristalina y que sereproducían, en vibraciones multiplicadas.Cuando la noche estaba lluviosa iban a refugiarseal consultorio, entre la cochera y la caballeriza.Ella encendía uno de los candelabros dela cocina que había escondido detrás de los libros.Rodolfo se instalaba a11í como en su casa.La vista de la biblioteca y del despacho, de todoel departamento finalmente, excitaba su alegría;y no podía contenerse sin bromear a costa deCarlos, lo cual molestaba a Emma. Ella hubiesedeseado verle más serio, a incluso más dramá-tico, llegado el caso, como aquella vez en quecreyó oír en el paseo de la huerta un ruido depasos que se acercaban.-Alguien viene -dijo ella.Rodolfo apagó la luz.-¿Tienes tus pistolas? -¿Para qué?-Pues... para defenderte -replicó Emma.-¿De tu marido? ¡Ah!, ¡pobre chico!Y Rodolfo remató la frase con un gesto quesignificaba: « Lo aplastaría de un papirotazo.»Emma se quedó pasmada de su valentía,aunque notara una especie de falta de delicadezay de grosería ingenua que le escandalizó.Rodolfo pensó mucho en aquella historia depistolas. Si Emma había hablado en serio, resultaríamuy ridículo, pensaba él, incluso odioso,pues no tenía ninguna razón para odiar al buenazode Carlos, no estando lo que se dice consumidopor los celos; y, a este propósito, Emmale había hecho un gran juramento que él noencontraba tampoco del mejor gusto.Por otra parte, se estaba poniendo muy sentimental.Habían tenido que intercambiarseretratos, se habían cortado mechones de cabello,y Emma pedía ahora un anillo, un verdaderoanillo de matrimonio en señal de alianzaeterna. A menudo le hablaba de las campanas del atardecer o de las «voces de la naturaleza»;después, de su madre y de la de él. Rodolfo lahabía perdido hacía veinte años. Emma, sinembargo, le consolaba con remilgos de lenguaje,como se hubiera hecho con un niño abandonado,a incluso le decía a veces, mirando la luna:-Estoy segura que desde a11á arriba, las dosjuntas aprueban nuestro amor.¡Pero era tan bonita!, ¡había poseído tan pocasmujeres con semejante candor! Este amor sindesenfreno era para él algo nuevo, y sacándolede sus costumbres fáciles, halagaba a la vez suorgullo y su sensualidad. La exaltación de Emma,que su buen sentido burgués desdeñaba, leparecía en el fondo del corazón encantadora,puesto que se dirigía a su persona. Entonces,seguro de ser amado, no se molestó, a insensiblementesus maneras cambiaron.Ya no empleaba como antes aquellas palabrastan dulces que la hacían llorar, ni aquellas vehementescaricias que la enloquecían; de modo que su gran amor en el que vivía inmersa lepareció que iba descendiendo bajo sus pies,como el agua de un río que se absorbiera en sucauce, y percibió el fango. No quería creerlo;redobló su ternura; y Rodolfo, cada vez menos,ocultó su indiferencia.Emma no sabía si le pesaba haber cedido o,por el contrario, si deseaba amarle más. Lahumillación de sentirse débil se tornaba en rencorque los placeres atemperaban. No era cari-ño, era como una seducción permanente. Rodolfola subyugaba. Ella casi le tenía miedo.Las apariencias, sin embargo, eran más tranquilasque nunca, pues Rodolfo había acertadoa llevar el adulterio según su capricho; y al cabode seis meses, cuando llegó la primavera, seencontraban, el uno frente al otro, como doscasados que mantienen tranquilamente unallama doméstica.Era la época en que el tío Rouault mandabasu pavo en recuerdo de su pierna recompuesta.El regalo llegaba siempre con una carta. Emma cortó la cuerda que la ataba al cesto, y leyó lassiguientes líneas:«Mis queridos hijos:Espero que la presente os encuentre con buenasalud y que éste resulte tan bueno como losotros; parece un poco más tiernecito, y me atrevoa decir que más lleno. Pero la próxima vez,para cambiar, os mandaré un gallo, a no ser queprefiráis pavos; y devolvedme la cesta, por favor,con las otras dos anteriores. He tenido unadesgracia en la carretería, cuya cubierta, unanoche de fuerte viento, se echó a volar entre losárboles. La cosecha tampoco ha sido muy buenaque digamos. En fin, no sé cuándo iré a veros.¡Me es tan difícil ahora dejar la casa, desdeque estoy solo, mi pobre Emma!»Y aquí había un intervalo entre líneas, comosi el buen hombre hubiese dejado caer su plumapara pensar un rato.«Yo estoy bien, salvo un catarro que atrapé elotro día en la feria de Yvetot, adonde había idopara apalabrar a un pastor, pues despedí al mío porque era de boca muy fina. ¡Cuánto noshacen sufrir todos estos bandidos! Además, noera honrado.He sabido por un vendedor ambulante que,viajando este invierno por vuestra tierra, tuvoque sacarse una muela, que Bovary seguía trabajandomucho. No me extrañó, y me enseñósu muela; tomamos café juntos. Le pregunté site había visto, me dijo que no, pero que habíavisto en la caballeriza dos animales, de dondededuzco que la cosa marcha bien. Mejor, queridoshijos, y que Dios os conceda toda la felicidadimaginable.Siento mucho no conocer todavía a mi queridanietecita Berta Bovary. He plantado paraella, en la huerta, debajo de tu cuarto, un ciruelode ciruelas de cascabelillo, y no quiero que lotoquen si no es para hacerle después compotas,que guardaré en el armario para cuando ellavenga. Adiós, queridos hijos. Un beso para ti, hijamía; otro para usted, mi yerno, y para la niñaen las dos mejillas:Con muchos recuerdos, vuestro amante padre.Teodoro Rouault.»Emma se quedó unos minutos con aquelgrueso papel entre sus dedos. Las faltas de ortografíaenlazaban unas con otras, y Emma estabaabsorbida por el dulce pensamiento quecacareaba por todas partes como una gallinamedio escondida en un seto de espinos. Habíansecado la tinta con las cenizas del las, pues unpoco de polvo gris resbaló de la carta a su vestidoy ella casi creyó ver a su padre inclinándosehacia el fogón para coger las tenazas. ¡Cuántotiempo hacía que ella no estaba a su lado, enel taburete, en la chimenea, quemando la puntade un palo en la gran llama de los juncos marinosque chisporroteaban!... Recordó las tardesde verano todas llenas de sol. Los potros relinchabancuando se pasaba junto a ellos, y galo-paban, galopaban... Bajo su ventana había unacolmena, y a veces las abejas, revoloteando alrededorde la luz, golpeaban contra los cristalescomo balas de oro que rebotaban. ¡Qué felicidaden aquellos tiempos!, ¡qué libertad!, ¡quéesperanza!, ¡cuántas ilusiones! ¡Ya no quedabanada de aquello ahora! Lo había gastado entodas las aventuras de su alma, en todas lassituaciones sucesivas, en la virginidad, en elmatrimonio y en el amor, habiéndolas perdidocontinuamente a lo largo de su vida, como unviajero que deja algo de su riqueza en todas lasposadas del camino.¿Pero quién la hacía tan desgraciada?, ¿dóndeestaba la catástrofe extraordinaria que la habíatrastornado? Y levantó la cabeza, mirando a sualrededor, como para buscar la causa de lo quele hacía sufrir.Un rayo de abril tornasolaba las porcelanasde la estantería; el fuego ardía; ella sentía bajosus zapatillas la suavidad de la alfombra; el día estaba claro, la atmósfera tibia, y oyó a su hijaque se reía a carcajadas.En efecto, la niña se estaba revolcando en elprado, en medio de la hierba que segaban. Estabaechada boca abajo, en lo alto de un almiar.Su muchacha la sostenía por la falda. Lestiboudisrastrillaba al lado, y cada vez que seacercaba, la niña se inclinaba haciendo esfuerzosinútiles con sus bracitos.-¡Tráigamela! -dijo su madre, precipitándosepara besarla-. ¡Cuánto te quiero, pobre hija mía!¡Cuánto te quiero!Después, dándose cuenta de que tenía la puntade las orejas un poco sucias, llamó enseguidapara que le trajesen agua caliente, y la limpió, lecambió de ropa interior, medias, zapatos, hizomil preguntas sobre su salud, como si regresarade viaje, y, por fin, volviendo a besarla y lloriqueando,la dejó en brazos de la criada, quepermanecía boquiabierta ante estos excesos deternura. Por la noche, Rodolfo la encontró más seriaque de costumbre.-Ya le pasará -pensó él-, es un capricho.Y faltó consecutivamente a tres citas.Cuando volvió, ella se mostró fría y casi desdeñosa.-¡Ah!, ¡pierdes el tiempo, rica!Y fingió no notar sus suspiros melancólicos,ni el pañuelo que sacaba.Fue entonces cuando Emma se arrepintió.Incluso se preguntó por qué detestaba a Carlos,y si no hubiera sido mejor poder amarle.Pero él no daba mucho pie a estos renuevossentimentales, de modo que ella no acababa dedecidirse por hacer un sacrificio, cuando el boticariovino muy a punto a proporcionarle unaocasión.
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Madame Bovary
RandomMadame Bovary es una novela escrita por Gustave Flaubert. Se publicó por entregas en La Revue de Paris desde el 1 de octubre de 1856 hasta el 15 de diciembre del mismo año; en forma de libro, en 1857