Septimo capitulo

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  El día siguiente fue para Emma un día fúnebre.Todo le pareció envuelto en una atmósferanegra que flotaba confusamente sobre el exteriorde las cosas, y la pena se hundía en su almacon aullidos suaves, como hace el viento en loscastillos abandonados. Era ese ensueño que noshacemos sobre lo que ya no volverá, el cansancioque nos invade después de cada tarea realizada,ese dolor, en fin, que nos causa la interrupciónde todo movimiento habitual, el cesebrusco de una vibración prolongada.Como al regreso de la Vaubyessard, cuandolas contradanzas le daban vueltas en la cabeza,tenía una melancolía taciturna, una desesperaciónadormecida. León se le volvía a aparecermás alto, más guapo, más suave, más difuso;aunque estuviese separado de ella, no la habíaabandonado, estaba a11í, y las paredes de lacasa parecían su sombra. Emma no podía apar-tar su vista de aquella alfombra que él habíapisado, de aquellos muebles vacíos donde sehabía sentado. El río seguía corriendo y hacíaavanzar lentamente sus pequeñas olas a lo largode la ribera resbaladiza. Por ella se habíanpaseado muchas veces, con aquel mismo murmullodel agua, sobre las piedras cubiertas demusgo. ¡Qué buenas jornadas de sol habíantenido!, ¡qué tardes más buenas, solos, a lasombra, al fondo del jardín! El leía en voz alta,descubierto, sentado en un taburete de palossecos; el viento fresco de la pradera hacía temblarlas páginas del libro y las capuchinas delcenador... ¡Ah!, ¡se había ido el único encantode su vida, la única esperanza posible de unafelicidad! ¿Cómo no se había apoderado deaquella ventura cuando se le presentó? ¿Porqué no lo había retenido con las dos manos, conlas dos rodillas, cuando quería escaparse? Y semaldijo por no haber amado a León; tuvo sedde sus labios. Le entraron ganas de correr aunirse con él, de echarse en sus brazos, de de-cirle: «¡Soy yo, soy tuya!» Pero las dificultadesde la empresa la contenían, y sus deseos, aumentadoscon el disgusto, no hacían sino avivarsemás.Desde entonces aquel recuerdo de León fuecomo el centro de su hastío; chisporroteaba enél con más fuerza que, en una estepa de Rusia,un fuego de viajeros abandonado sobre la nieve.Se precipitaba sobre él, se acurrucaba contraél, removía delicadamente aquel fuego próximoa extinguirse, iba buscando en torno a ella toque podía avivarlo más; y las reminiscenciasmás lejanas como las más inmediatas ocasiones,lo que ella experimentaba con lo que se imaginaba,sus deseos de voluptuosidad que se dispersaban,sus proyectos de felicidad que estallabanal viento como ramas secas, su virtudestéril, sus esperanzas muertas, ella lo recogíatodo y lo utilizaba todo para aumentar su tristeza.Sin embargo, las llamas se apaciguaron, bienporque la provisión se agotase por sí misma, o porque su acumulación fuese excesiva. El amor,poco a poco, se fue apagando por la ausencia, lapena se ahogó por la costumbre; y aquel brillode incendio que teñía de púrpura su cielo pálidofue llenándose de sombra y se borró gradualmente.En su conciencia adormecida, llegóa confundir las repugnancias hacia su maridocon aspiraciones hacia el amante, los ardoresdel odio con los calores de la ternura; pero, comoel huracán seguía soplando, y la pasión seconsumió hasta las cenizas, y no acudió ningúnsocorro, no apareció ningún sol, se hizo nocheoscura por todas partes, y Emma permanecióperdida en un frío horrible que la traspasaba.Entonces volvieron los malos días de Tostes.Se creía ahora mucho más desgraciada, puestenía la experiencia del sufrimiento, con la certezade que no acabaría nunca.Una mujer que se había impuesto tan grandessacrificios, bien podía prescindir de caprichos.Se compró un reclinatorio gótico, y se gastó enun mes catorce francos en limones para lim-piarse las uñas; escribió a Rouen para encargarun vestido de cachemir azul; escogió en casa deLheureux el más bonito de sus echarpes; se loataba a la cintura por encima de su bata de casa;y, con los postigos cerrados, con un libro enla mano, permanecía tendida sobre un sofá conesta vestimenta.A menudo variaba su peinado; se ponía a lachina, en bucles flojos, en trenzas; se hizo unaraya al lado y recogió el pelo por debajo, comoun hombre.Quiso aprender italiano: compró diccionarios,una gramática, una provisión de papel blanco.Ensayó lecturas serias, historia y filosofía. Denoche, alguna vez, Carlos despertaba sobresaltado,creyendo que venían a buscarle para unenfermo:-Ya voy -balbuceaba.Y era el ruido de una cerilla que Emma frotabapara encender de nuevo la lámpara. Peroocurrió con sus lecturas lo mismo que con suslabores, que, una vez comenzadas todas, iban a parar al armario; las tomaba, las dejaba, pasabaa otras.Tenía arrebatos que la hubiesen llevadofácilmente a extravagancias. Un día sostuvocontra su marido que era capaz de beber la mitadde un gran vaso de aguardiente, y, comoCarlos cometió la torpeza de retarla, ella setragó el aguardiente hasta la última gota.A pesar de sus aires evaporados (ésta era lapalabra de las señoras de Yonville), Emma, sinembargo, no parecía contenta, y habitualmenteconservaba en las comisuras de sus labios esainmóvil contracción que arruga la cara de lassolteronas y la de las ambiciosas venidas a menos.Se la veía toda pálida, blanca como unasábana; la piel de la nariz se le estiraba hacia lasaletas, sus ojos miraban de una manera vaga.Por haberse descubierto tres cabellos grisessobre las sienes habló mucho de su vejez.Frecuentemente le daban desmayos. Un díaincluso escupió sangre, y, como Carlos se alarmaradejando ver su preocupación: -¡Bah! -respondió ella-, ¿qué importa eso?Carlos fue a refugiarse a su despacho; y a11ílloró, de codos sobre la mesa, sentado en susillón, debajo de la cabeza frenológica.Entonces escribió a su madre para rogarle queviniese, y mantuvieron juntos largas conversacionesa propósito de Emma.¿Qué decidir?, ¿qué hacer, puesto que ella rechazabatodo tratamiento?-¿Sabes lo que necesitaría tu mujer? -decíamamá Bovary-. ¡Serían unas obligaciones queatender, trabajos manuales! Si tuviera, comotantas otras, que ganarse la vida, no tendríaesos trastornos, que le proceden de un montónde ideas que se mete en la cabeza y de la ociosidaden que vive.-Sin embargo, trabaja -decía Carlos.-¡Ah!, ¡trabaja! ¿Qué hace? Lee muchas novelas,libros, obras que van contra la religión, enlas que se hace burla de los sacerdotes con discursossacados de Voltaire. Pero todo esto trae sus consecuencias, ¡pobre hijo mío!, y el que notiene religión acaba siempre mal.Así pues, se tomó la resolución de impedir aEmma la lectura de novelas. El empeño no parecíanada fácil. La buena señora se encargó deello: al pasar por Rouen, iría personalmente aver al que alquilaba libros y le diría que Emmase daba de baja en sus suscripciones. No tendr-ía derecho a denunciar a la policía si el libreropersistía a pesar de todo en su oficio de envenenador.La despedida de suegra y nuera fue seca. Durantelas tres semanas que habían estado juntasno habían intercambiado cuatro palabras, apartede las novedades y de los cumplidos cuandose encontraban en la mesa, y por la noche antesde irse a la cama.La señora Bovary madre marchó un miércoles,que era día de mercado en Yonville. La plaza,desde la mañana, estaba ocupada por unafila de carretas que, todas aculadas y con losvarales al aire, se alineaban a lo largo de las casas desde la iglesia hasta la fonda. Al otrolado, había barracas de lona donde se vendíantelas de algodón, mantas y medias de lana,además de ronzales para los caballos y paquetesde cintas azules cuyas puntas se agitaban alviento.Por el suelo se extendía tosca chatarra entrelas pirámides de huevos y las canastillas dequesos, de donde salían unas pajas pegajosas;cerca de las trilladoras del trigo, unas gallinasque cloqueaban en jaulas planas asomaban suscuellos por los barrotes. La gente, apelotonándoseen el mismo sitio sin querer moverse dea11í, amenazaba a veces con romper el escaparatede la farmacia. Los miércoles estaba siempreabarrotada de gente y se apretaban en ella,más para consultar que por comprar medicamentos,tanta fama tenía el señor Homais en lospueblos del contorno. Su sólido aplomo teníafascinados a los campesinos. Le miraban comoa un médico mejor que todos los médicos. Emma estaba asomada a la ventana (se asomabaa menudo: la ventana, en provincias, sustituyea los teatros y al paseo) y se entretenía enobservar el barullo de los patanes, cuando vio aun señor vestido de levita de terciopelo verde.Llevaba guantes amarillos, aunque iba calzadocon fuertes polainas, y se dirigía a la casa delmédico, seguido de un campesino que caminabacabizbajo y pensativo.--¿Puedo ver al señor? -preguntó a Justino,que hablaba en la puerta con Felicidad.Y tomándole por el criado de la casa:-Dígale que es el señor Rodolfo Boulanger dela Huchette.No era por vanidad de terrateniente por loque el recién llegado había añadido a su apellidola partícula, sino para darse mejor a conocer.La Huchette, en efecto, era una propiedad cercade Yonville, cuyo castillo acababa de adquirir,con dos fincas que él mismo cultivaba personalmente,aunque sin esforzarse mucho. Era soltero, y pasaba por tener al menos quince millibras de renta.Carlos entró en la sala. El señor Boulanger lepresentó a su criado, que quería que lo sangrasenporque sentía hormigas en todo el cuerpo.-Esto me limpiará -objetaba a todos los razonamientos.Bovary pidió, pues, que le trajeran una venday una palangana, y rogó a Justino que la sostuviese.Después, dirigiéndose al aldeano, yalívido:-¡No tenga miedo, amigo!-No, no -respondió el otro-, ¡siga adelante!Y con un aire fanfarrón, tendió su grueso brazo.Al pinchazo de la lanceta, la sangre brotó yfue a salpicar el espejo.-¡Acerca el recipiente! --exclamó Carlos.-¡Recontra! -decía el paisano-, ¡parece unafuentecica que corre! ¡Qué sangre roja tengo!,debe de ser buena señal, ¿verdad?-A veces -replicó el practicante-, no se sientenada al principio, después viene el desvaneci-miento, y más particularmente en las personasbien constituidas, como éste.El campesino, a estas palabras, soltó el estucheque hacía girar entre sus dedos. Una sacudidade sus hombros hizo estallar el respaldode la silla. Se le cayó el sombrero.-Me lo sospechaba -dijo Bovary, aplicando sudedo sobre la vena.La palangana empezaba a temblar en las manosde Justino; sus rodillas vacilaron, se volviópálido.-¡Mi mujer!, ¡mi mujer! -llamó Carlos.De un salto Emma bajó la escalera.-¡Vinagre! -gritó él-. ¡Ah! ¡Dios mío, dos a lavez!Y, con el susto, no acertaba a poner la compresa.-No es nada -decía muy tranquilamente el se-ñor Boulanger, mientras sostenía a Justino enbrazos.Y lo sentó en la mesa, apoyándole la espaldaen la pared. Madame Bovary empezó a quitarle la corbata.Había un nudo en los cordones de la camisa;tardó algunos minutos en mover sus ligerosdedos en el cuello del joven; después echó vinagreen su pañuelo de batista; le mojaba con éllas sienes a golpecitos y soplaba encima, delicadamente.El carretero se despertó; pero Justino seguíadesmayado y sus pupilas desaparecían en suesclerótica pálida, como flores azules en leche.-Habría que ocultarle esto -dijo Carlos.Madame Bovary tomó la palangana. En elmovimiento que hizo al inclinarse para ponerlabajo la mesa, su vestido (era un vestido de veranode cuatro volantes, de color amarillo, detalle bajo y ancho de falda) se extendió alrededorde ella sobre los baldosas de la sala; y comoEmma, agachada, se tambaleaba un pocoabriendo los brazos, los bullones de la tela sequebraban de trecho en trecho, según las inflexionesde su corpiño. Después se fue a cogeruna botella de agua, y estaba disolviendo tro-zos de azúcar cuando llegó el farmaceútico. Lacriada había ido a buscarlo durante la algarada;al ver a su alumno con los ojos abiertos, respiró.Después, dando vueltas alrededor de él, lo mirabade arriba abajo:-¡Tonto! -decía-; ¡pedazo de tonto en cinco letras!IUna gran cosa, después de todo una flebotomía!,¡y un mocetón que no tiene miedo anada!, una especie de ardilla, tal como lo ve,que sube a sacudir nueces a alturas de vértigo.¡Ah!, ¡sí, habla, presume! iVaya una disposiciónpara ejercer luego la farmacia; pues puede ocurrirque lo llamen en circunstancias graves, antelos tribunales, para ilustrar la conciencia de losmagistrados; y tendrás que conservar to sangrefría, razonar, portarte como un hombre, o bienpasar por un imbécil!Justino no respondía. El boticario continuaba:-¿Quién to mandó venir?, ¡siempre estás importunandoal señor y a la señora! Además, losmiércoles tu presencia me es indispensable.Hay ahora veinte personas en casa. He dejado todo por el interés que me tomo por ti. ¡Vamos!,¡vete!, ¡corre!, ¡espérame, y vigila los botes!Cuando Justino, que estaba vistiéndose, semarchó hablaron un poco de los desvanecimientos.Madame nunca había tenido.-¡Es extraordinario para una señora! -dijo elseñor Boulanger-. Por lo demás, hay gente muydelicada. Así, yo he visto, en un duelo, a untestigo perder el conocimiento, nada más que alruido de las pistolas que estaban cargando.-A mí -dijo el boticario- ver la sangre de losdemás no me impresiona nada; pero sólo elimaginarme que la mía corre bastaría para causarmedesmayos, si pensara demasiado en ello.Entretanto el señor Boulanger despidió a sucriado aconsejándole que se tranquilizase,puesto que su capricho había sido satisfecho.-Me ha dado ocasión de conocerles a ustedes-añadió.Y miraba a Emma al pronunciar esta frase.Después depositó tres francos en la esquinade la mesa, se despidió fríamente y se fue. Pronto llegó al otro lado del río (era su caminopara volver a la Huchette); y Emma lo vio enla pradera, caminando bajo los álamos, moderandola marcha, como alguien que reflexiona.-¡Es muy guapa! -se decía ; es muy guapa esamujer del médico. ¡Hermosos dientes, ojos negros,lindo pie, y el porte de una parisina! ¿Dedónde diablos habrá salido? ¿Dónde la habráencontrado ese patán?El señor Rodolfo Boulanger tenía treinta ycuatro años; era de temperamento impetuoso yde inteligencia perspicaz; habiendo tratadomucho a las mujeres, conocía bien el paño.Aquélla le había parecido bonita; por eso pensabaen ella y en su marido.-Me parece muy tonto. Ella está cansada de élsin duda. Lleva unas uñas muy sucias y unabarba de tres días. Mientras él va a visitar a susenfermos, ella se queda zurciendo calcetines. Yse aburre, ¡quisiera vivir en la ciudad, bailar lapolka todas las noches! ¡Pobre mujercita! Sueñacon el amor, como una carpa con el agua en una mesa de cocina. Con tres palabritas galantes,se conquistaría, estoy seguro, ¡sería tierna,encantadora!... Sí, pero ¿cómo deshacerse deella después?Entonces las contrapartidas del placer, entrevistasen perspectiva, le hicieron, por contraste,pensar en su amante. Era una actriz de Rouen ala que él sostenía; y cuando se detuvo en estaimagen, de la que hasta en el recuerdo estabahastiado, pensó:-¡Ahl, Madame Bovary es mucho más bonitaque ella, más fresca sobre todo. Virginia, decididamente,empieza a engordar demasiado. Sepone tan pesada con sus diversiones. Y,además, ¡qué manía con los camarones!El campo estaba desierto, y Rodolfo no oía asu alrededor más que el leve temblor de lashierbas que rozaban su calzado junto con elcanto de los grillos agazapados bajo las avenas;volvía a ver a Emma en la sala, vestida como lahabía visto, y la desnudaba. -¡Oh! -exclamó, aplastando de un bastonazoun terrón que había delante de él.Y enseguida examinó la parte política de laempresa. Se preguntaba:-¿Dónde encontrarse? ¿Por qué medio? Tendremoscontinuamente al crío sobre los hombros,y a la criada, los vecinos, el marido, todaclase de estorbos considerables. ¡Ah, bah! -dijo-,¡se pierde demasiado tiempo!Después volvió a empezar:-«¡Es que tiene unos ojos que penetran en elcorazón como barrenas! ¡Y ese cutis pálido!...¡Yo, que adoro las mujeres pálidas!»En lo alto de la cuesta de Argueil, su resoluciónestaba tomada-No hay más que buscar las ocasiones. Bueno,pasaré por a11í alguna vez, les mandaré caza,aves; me haré sangrar si es preciso; nos haremosamigos, los invitaré a mi casa... ¡Ah!   

Madame BovaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora