capitulo 15

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  EL público esperaba a lo largo de la pared,colocado simétricamente entre unas barandillas.En la esquina de las calles vecinas, gigantescoscarteles anunciaban en caracteres barrocos:Lucía de Lammermoor.. Lagardy... Ópera...,etc. Hacía buen tiempo; tenían calor; el sudorcorría entre los rizos, todo el mundo sacaba lospañuelos para secarse las frentes enrojecidas; ya veces un viento tibio, que soplaba del río, agitabasuavemente los rebordes de los toldos decutí(1) que colgaban a la puerta de los cafetines.Un poco más abajo, sin embargo, se notaba elfrescor de una corriente de aire glacial que olía a sebo, a cuero y a aceite. Era la emanación dela calle de las Charrettes, llena de grandes almacenesnegros donde hacen rodar barricas.1. Tela gruesa de algodón, de tejido compacto,asargada, que se emplea para almohadas,colchones, etc.Por miedo a parecer ridícula, Emma quiso antesde entrar dar un paseo por el puerto, y Bovary,por prudencia, guardó los billetes en sumano en el bolsillo del pantalón, apretándolacontra su vientre.Ya en el vestíbulo Emma sintió latir fuertementesu corazón. Sonrió involuntariamente,por vanidad, viendo a la muchedumbre que seprecipitaba a la derecha por otro corredor,mientras que ella subía a la escalera del entresuelo.Se divirtió como un niño empujando consu dedo las amplias puertas tapizadas; aspirócon todo su pecho el olor a polvo de los pasillos,y una vez sentada en su palco echó el bus-to hacia atrás con una desenvoltura de duquesa.La sala empezaba a llenarse, la gente sacabalos gemelos de los estuches, y los abonados sesaludaban de lejos. Venían a distraerse con lasbellas artes de las preocupaciones del comercio;pero, sin olvidar los «negocios», seguíanhablando de algodones, de alcohol de ochenta ycinco grados o de añil. Allí se veían cabezas deviejos, inexpresivas y pacíficas, y que, blanquecinasde cabellos y de cutis, parecían medallasde plata empañadas por un vapor de plomo.Los jóvenes elegantes se pavoneaban en elpatio de butacas, luciendo en la abertura de suchaleco su corbata rosa o verde manzana; yMadame Bovary los contemplaba desde arribaapoyando sobre junquillos de empuñaduradorada la palma tensa de sus guantes amarillos.Entretanto, se encendieron las luces de la orquesta;la lárnpara bajó del techo derramandocon la irradiación de sus luces una alegría repentinaen la sala; después entraron los músi-cos unos detrás de otros, y hubo un prolongadoguirigay de bajos que roncaban, violines quechirriaban, trompetas que sonaban, flautas yflautines que piaban. Pero se oyeron tres golpesen el escenario; comenzó un redoble de timbales,los instrumentos de cobre tocaron acordessimultáneos, y al levantarse el telón apareció unpaisaje.Era la encrucijada de un bosque, con unafuente a la izquierda, a la sombra de un roble.Campesinos y señores, con la manta al hombro,cantaban todos juntos una canción de caza;luego apareció un capitán que invocaba alángel del mal elevando sus brazos al cielo; aparecióotro; se fueron y los cazadores volvieron aempezar.Emma volvía a encontrarse en las lecturas desu juventud, en pleno Walter Scott. Le parecíaoír a través de la niebla el sonido de las gaitasescocesas que se extendía por los brezos. Porotra parte, como el recuerdo de la novela facilitabala inteligencia del libreto, seguía la intriga frase a frase, mientras que los vagos pensamientosque volvían a su mente se dispersabaninmediatamente bajo las ráfagas de la música.Se dejaba mecer por las melodías y se sentía a símisma vibrar con todo su ser como si los arcosde los violines se pasearan por sus nervios, notenía bastantes ojos para contemplar los trajes,los decorados, los personajes los árboles pintadosque temblaban cuando los actores caminaban,y las tocas de terciopelo, los abrigos, lasespadas, todas eran imaginaciones que se agitabanen la armonía como en la atmósfera deotro mundo. Pero una joven se adelantó arrojandouna bolsa a un gallardo escudero. Sequedó sola, y entonces se oyó una flauta quehacía como un murmullo de fuente o comogorjeo de pájaro. Lucía atacó con aire decididosu cavatina en sol mayor; se quejaba de amor,pedía alas. Emma, igualmente, hubiera queridohuir de la vida, echándose a volar en un abrazo.De pronto apareció Edgar Lagardy. Tenía una de esas palideces espléndidas quedan algo de la majestad de los mármoles a lasrazas ardientes del mediodía. Su recio bustoestaba ceñido por un jubón de color pardo; unpequeño puñal cincelado golpeaba el musloizquierdo, echaba unas miradas lánguidas a sualrededor descubriendo sus blaneos dientes. Sedecía que una princesa polaca, escuchándoleuna noche cantar en la playa de Biarritz, dondecarenaba chalupas, se había enamorado de él.Se arruinó por él. La había dejado plantada a11ípor otras mujeres, y esta resonancia sentimentalno hacía sino aumentar su fama artística. Elfino comediante se preocupaba incluso de deslizaren los anuncios una frase poética sobre lafascinación de su persona y la sensibilidad desu alma. Una bella voz, un imperturbableaplomo, más temperamento que inteligencia ymás énfasis que lirismo acababan de realzaraquella admirable naturaleza de charlatán, enla que había algo de barbero y de torero. Desde la primera escena entusiasmó. Estrechabaa Lucía entre sus brazos, la dejaba, volvíaa estrecharla, parecía desesperado: tenía arrebatosde cólera, después estertores elegiacos deuna dulzura infinita, y de su garganta desnudase escapaban las notas llenas de sollozos y debesos. Emma se inclinaba para verlo arañandocon sus uñas el terciopelo de su palco. Se llenabael corazón con aquellas lamentaciones melodiosasque se arrastraban en el acompañamientode los contrabajos, como gritos de naú-fragos en el tumulto de una tempestad. Reconocíatodas las embriagueces y todas las angustiasde las que había estado a punto de morir. Lavoz de la cantante no le parecía sino el eco desu conciencia, y aquella ilusión que la encantaba,algo incluso de su propia vida. Pero nadieen la tierra la había amado con un amor semejante.Él no lloraba como Edgar la última noche,a la luz de la luna, cuando se decían: «Hastamañana; hasta mañana...» La sala reventabacon los bravos; repitieron la strette(2) entera. Los enamorados hablaban de las flores de sutumba, de juramentos, de exilio, de fatalidad,de esperanzas, y cuando se dijeron el adiós final,Emma lanzó un grito agudo que se confundiócon la vibración de los últimosacordes.2. Parte de una fuga que precede a la conclusióny en la que el tema y la respuesta se acercancon entradas cada vez más próximas entresí.-¿Por qué -preguntó Bovary- ese señor estápersiguiéndola?-Que no -respondió ella-; es su amante.-Sin embargo, él jura vengarse de su familia,mientras que el otro, el que ha venido ahora,decía: «Amo a Lucía y me creo amado por ella.»Por otra parte, él marchó con su padre, cogidosdel brazo. ¿Porque es su padre, verdad, esepequeño feo que lleva una pluma de gallo en susombrero?A pesar de las explicaciones de Emma,desde el dúo recitativo en el que Gilberto expone a su amo Ashton sus abominablesmaniobras, Carlos, al ver el falso anillo deprometida que ha de engañar a Lucía, creyóque era un recuerdo de amor enviado porEdgardo. Confesaba, por lo demás, no comprenderla historia a causa de la música queno dejaba oír bien las palabras.-¿Qué importa? -dijo Emma-; ¡cállate!-Es que a mí me gusta enterarme -replicó élinclinándose sobre su hombro-, ya lo sabes.-¡Cállate!, ¡cállate! -dijo ella impacientada.Lucía se adelantaba, medio sostenida por suscompañeras, con una corona de azahar en elpelo, y más pálida que el raso blanco de su vestido.Emma pensaba en el día de su boda; y sevolvía a ver a11á, en medio de los trigos, en elpequeño sendero, cuando iba hacia la iglesia.¿Por qué no había resistido y suplicado comoésta? Iba, por el contrario, contenta, sin darsecuenta del abismo en que se precipitaba... ¡Ah,sí!, en la frescura de su belleza, antes de lashuellas del matrimonio y la desilusión del adul-terio hubiera podido consagrar su vida a ungran corazón fuerte; entonces la virtud la ternura,las voluptuosidades y el deber se habríanconfundido y jamás habría descendido de unatan alta felicidad. Pero aquella felicidad, sinduda, era una mentira imaginada por la desesperaciónde todo deseo. Ahora conocía la pequeñezde las pasiones que el arte exageraba.Esforzándose por desviar su pensamiento,Emma quería no ver en esta reproducción desus dolores más que una fantasía plástica buenapara distraer la vista, a incluso sonreía interiormentecon una compasión desdeñosa cuando,en el fondo del teatro, bajo la puerta de terciopelo,apareció un hombre con una capa negra.En un gesto que hizo cayó su gran chambergoespañol; y enseguida los instrumentos y loscantores entonaron el sexteto. Edgardo, centelleantede furia, dominaba a todos los demáscon su voz clara. Ashton le lanzaba en notasgraves provocaciones homicidas. Lucía dejaba escapar su aguda queja. Arturo modulaba apartesonidos, medios, y el bajo profundo del ministrozumbaba como un órgano, deliciosamente.Todos coincidían en los gestos; y la cólera, lavenganza, los celos, el terror, la misericordia yla estupefacción salían a la vez de sus bocasentreabiertas. El enamorado ultrajado blandíasu espada desnuda; su gorguera de encaje selevantaba por sacudidas, según los movimientosde su pecho, a iba de derecha a izquierda, agrandes pasos, haciendo sonar contra las tablaslas espuelas doradas de sus botas flexibles quese enganchaban en el tobillo. Tenía que haber,pensaba ella, un inagotable amor para derramarlosobre la muchedumbre en tan ampliosefluvios. Todas sus veleidades de denigraciónse desvanecían bajo la poesía del papel que lainvadía, y arrastrada hacia el hombre por lailusión del personaje trató de imaginarse suvida, aquella vida estrepitosa, extraordinaria,espléndida, que ella habría podido llevar, sinembargo, si el azar lo hubiera querido. Se habr-ían conocido, se habrían amado. Con él portodos los reinos de Europa, ella habría viajadode capital en capital, compartiendo sus fatigasy su orgullo, recogiendo las flores que le arrojaban,bordando ella misma sus trajes; después,cada noche, en el fondo de un palco, detrás dela reja con barrotes de oro, habría recogido,boquiabierta, las expansiones de aquella almaque no habría cantado más que para ella sola;desde la escena, al tiempo que representaba, lahabría mirado. Pero se volvió loca; ¡él la miraba,estaba claro! Le entraron ganas de correr asus brazos para refugiarse en su fuerza, comoen la encarnación del amor mismo, y de decirle,de gritarle: «Ráptame, llévame, marchemos!¡Para ti, para ti!, todos mis ardores y todos missueños.»Cayó el telón.El olor del gas se mezclaba con los alientos; elaire de los abanicos hacía la atmósfera más sofocante.Emma quiso salir; el público llenabalos pasillos, y se volvió a echar en su butaca con palpitaciones que la sofocaban. Carlos, temiendoque se desmayara, corrió a la cantina a buscarun vaso de horchata.Le costó trabajo volver a su sitio , pues portodas partes le daban codazos por el vaso quellevaba entre sus manos, y hasta llegó a derramarlas tres cuartas partes sobre los hombrosde una ruanesa de manga corta quien, sintiendollegar el líquido frío a los riñones, gritó despavorida,como si la hubieran asesinado. Sumarido, que era hilandero, se enfureció conaquel torpe, y mientras ella se limpiaba con supañuelo las manchas de su hermoso vestido detafetán cereza, é1 murmuraba con tono desabridolas palabras de indemnización, gastos,reembolso. Por fin, Carlos llegó al lado de sumujer, diciéndole todo sofocado:-Creí, en verdad, que no volvía. ¡Hay tantagente... tanta gente!Y añadió:-¿A que no adivinas a quién he encontradoa11á arriba? ¡Al señor León! -¿A León?-¡El mismo! Va a venir a saludarte.Y al terminar estas palabras el antiguo pasantede Yonville entró en el palco.Le tendió su mano con una desenvoltura dehombre de mundo: y Madame Bovary adelantómaquinalmente la suya, sin duda obedeciendoa la atracción de una voluntad más fuerte. Nola había sentido, desde aquella tarde de primaveraen la que llovía sobre las hojas verdes,cuando se dijeron adiós, de pie al borde de laventana. Pero pronto, dándose cuenta de lasituación, sacudió en un esfuerzo aquella neblinade sus recuerdos y empezó a balbucear frasesrápidas:-¡Ah! Hola... ¡Cómo! ¿Usted por aquí?-¡Silencio! -gritó una voz del patio de butacas,pues empezaba el tercer acto.--¿Así que está usted en Rouen?-Sí.--¿Y desde cuando?-¡Fuera, fuera! -El público se volvía hacia ellos; se callaron.Pero a partir de aquel momento ella no escuchómás; y el coro de los invitados, la escenade Ashton y su criado, el gran dúo en re mayor,todo pasó para ella en la lejanía, como si losinstrumentos se hubieran vuelto menos sonorosy los personajes más alejados; recordaba laspartidas de cartas en casa del farmacéutico, y elpaseo a casa de la nodriza, las lecturas bajo laglorieta del jardín, las charlas a solas al lado delfuego, todo aquel pobre amor tan tranquilo ytan largo, tan discreto, tan tierno, y que ella, sinembargo, había olvidado. ¿Por qué entoncesvolvía él? ¿qué combinación de aventuras volv-ía a ponerlo en su vida? El se mantenía detrásde ella, apoyando su hombro en el tabique; y devez en cuando, ella se sentía estremecer bajo elsoplo tibio de su respiración que le bajaba hastala cabellera.-¿Le gusta esto? -dijo él inclinándose haciaella tanto que la punta de su bigote le rozó lamejilla. Emma contestó indolentemente:-¡Oh, Dios mío, no!, no mucho.Entonces le propuso salir del teatro para ir atomar unos helados a algún sitio.-¡Ah!, todavía no, quedémonos -dijo Bovary-.Lucía se ha soltado el pelo: esto promete undesenlace trágico.Pero la escena de la locura no interesaba aEmma, y la actuación de la cantante le parecióexagerada.-Grita mucho -dijo Emma volviéndose haciaCarlos, que escuchaba:-Sí... quizás... un poco -replicó él, indeciso entrela franqueza de su placer y el respeto quetenía a las opiniones de su mujer.Después León dijo suspirando:-¡Hace un calor!-¡Insoportable!, es cierto.-¿Estás incómoda? -preguntó Bovary.-Sí; vámonos.El señor León puso delicadamente sobre loshombros de Emma su largo chal de encaje, y se fueron los tres a sentarse al puerto, al aire libre,delante de la cristalera de un café.Primero hablaron de la enfermedad de Emma,aunque ella interrumpía a Carlos de vez encuando, por temor, decía, de aburrir a1 señorLeón; y éste les contó que venía a Rouen a pasardos años en un gran despacho para adquirirpráctica en los asuntos, que en Normandía erandiferentes de los que se trataban en París. Despuéspreguntó por Berta, por la familia Homais,por la tía Lefrançois; y como en presenciadel marido no tenían nada más que decirse,pronto se detuvo la conversación.Gente que salía del espectáculo pasó por laacera, tarareando o cantando a voz en grito: Oh,ángel bello, Lucía mía. Entonces León, paradárselas de aficionado, se puso a hablar de mú-sica. Había visto a Tamburini, a Rubini, a Persiani,a Grisi; y al lado de ellos, a pesar de susgrandes momentos de esplendor, Lagardy novalía nada. -Sin embargo -interrumpió Carlos, que dabapequeños mordiscos a su sorbete de ron-, dicenque en el último acto está absolutamente admirable;siento haber salido antes del final, puesempezaba a divertirme.-De todos modos -replicó el pasante-, prontodará otra representación.Pero Carlos respondió que se iban al día siguiente.-A menos -añadió, volviéndose a su mujerquetú quieras quedarte sola, cariño.Y cambiando de maniobra ante aquella situacióninesperada que se le presentaba, el jovencomenzó a hacer el elogio de Lagardy en eltrozo final. Era algo soberbio, ¡sublime! EntoncesCarlos insistió:-Volverás el domingo. ¡Vamos, decídete!Haces mal en no venir si sientes que te hacebien, por poco que sea.Entretanto, las mesas a su alrededor se ibandespoblando; vino un camarero a apostarsediscretamente cerca de ellos; Carlos, que com-prendió, sacó su cartera; el pasante le retuvo elbrazo, a incluso no se olvidó de dejar, además,de propina dos monedas de plata, que hizosonar contra el mármol.-Verdaderamente -murmuró Bovary-, no megusta que usted haya pagado.El otro tuvo un gesto desdeñoso lleno de cordialidad,y tomando su sombrero:---Queda convenido, ¿verdad?, ¿mañana, alas seis?Carlos dijo de nuevo que no podía ausentarsepor más tiempo; pero que nada impedía queEmma...-Es que... -balbuceó ella con una sonrisa especial-,no sé si...-¿Bueno!, ya lo pensarás, ya veremos, consultacon la almohada.Después, a León, que les acompañaba:-Ahora que está usted en nuestras tierras, esperoque venga de vez en cuando a comer connosotros. El pasante dijo que iría, puesto que ademásnecesitaba ir a Yonville para un asunto de sudespacho. Y se separaron delante del pasajeSaint-Herbland en el momento en que dabanlas once y media en la catedral  

Madame BovaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora