Al llegar a la posada, Madame Bovary se extrañóde no ver la diligencia. Hivert, que la hab-ía esperado cincuenta y tres minutos, habíaterminado por marcharse.Sin embargo, nada la obligaba a marchar; perohabía dado su palabra de regresar la mismanoche. Además, Carlos la esperaba; y ella sentíaen su corazón esa cobarde docilidad que es,para muchas mujeres, como el castigo y almismo tiempo el tributo del adulterio.Rápidamente hizo el equipaje, pagó la factura,tomó en el patio un cabriolé, y dando prisaal cochero, animándolo, preguntando a cadainstante la hora y los kilómetros recorridos,llegó a alcanzar a «La Golondrina» hacia lasprimeras casas de Quincampoix.Apenas sentada en su rincón, cerró los ojos ylos volvió a abrir al pie de la cuesta, donde reconocióde lejos a Felicidad que estaba en primerplano delante de la casa del herrador. Hivertfrenó los caballos, y la cocinera, alzándosehasta la ventanilla, dijo misteriosamente:-Señora, tiene que ir inmediatamente a casadel señor Homais. Es algo urgente. El pueblo estaba en silencio como de costumbre.En las esquinas de las calles había montoncitosde color rosa que humeaban al aire, puesera el tiempo de hacer las mermeladas, y todoel mundo en Yonville preparaba su provisión elmismo día. Pero delante de la botica se veía unmontón mucho mayor, y que sobrepasaba a losdemás con la superioridad que un laboratoriode farmacia debe tener sobre los hornillos familiares,una necesidad general sobre unos caprichosindividuales.Entró. El gran sillón estaba caído, a incluso ElFanal de Rouen yacía en el suelo, extendidoentre las dos manos del mortero. Empujó lapuerta del pasillo, y en medio de la cocina, entrelas tinajas oscuras llenas de grosellas desgranadas,de azúcar en terrones, balanzas sobrela mesa, barreños al fuego, vio a todos losHomais, grandes y pequeños, con delantalesque les llegaban a la barbilla y con sendos tenedoresen la mano. Justino, de pie, bajaba la cabeza,mientras el farmacéutico gritaba: ¿Quién te dijo que fueras a buscarlo a la leonera?¿Qué es? ¿Qué pasa?¿Que qué pasa? -respondió el boticario-. Estamoshaciendo mermeladas: están cociendo;pero iban a salirse a causa del caldo demasiadofuerte, le pido otro barreño. Entonces él, porpereza, fue a coger la llave del la leonera, queestaba colgada en mi laboratorio.El boticario llamaba así a una especie de gabinete,en el desván, lleno de utensilios y mercancíasde su profesión. Con frecuencia pasabaallí largas horas, solo, poniendo etiquetas, empaquetando,y lo consideraba no como simplealmacén, sino como un verdadero santuario, dedonde salían después, elaboradas por sus manos,toda clase de píldoras, bolos, tisanas, locionesy pociones, que iban a extender su celebridadpor los alrededores. Nadie en el mundoponía allí los pies; y él lo respetaba tanto, que lobarría él mismo. En fin, si la farmacia abierta alprimero que llegaba, era el lugar donde mos-traba su orguIlo, el la leonera era el refugio endonde, concentrándose egoístamente, Homaisse recreaba en el ejercicio de sus predilecciones;por eso el atolondramiento de Justino le parecíauna monstruosa irreverencia, y más rubicundoque las grosellas, repetía:-Sí, de la leonera. ¡La llave que encierra losácidos y los álcalis cáusticos! ¡Haber ido a cogerun barreño de reserva!, ¡un barreño con tapa! yque quizá no usaré ya nunca más. Todo tienesu importancia en las delicadas operaciones denuestro arte. Pero ¡demonios!, ¡hay que hacerdistinciones y no emplear para usos casidomésticos lo que está destinado para los farmacéuticos!Es como si se trinchase un capóncon un escalpelo, como si un magistrado...-¡Pero cálmate! -decía la señora Homais.Y Atalía, tirándole de la levita:-¡Papá!, ¡papá! -repetía.-¡No, dejadme! -repetía el boticario-, ¡dejadme!,¡caramba! Es como si esto fuera abrir unatienda de comestibles, ¡palabra de honor! ¡An-da!, ¡no respetes nada!, ¡rompe, haz añicos!,¡suelta las sanguijuelas!, ¡quema el malvavisco!,¡escabecha pepinillos en los tarros!, ¡rompevendas!-Pero usted tenía... -dijo Emma.-Perdone un momento. ¿Sabes a qué te exponías?¿No has visto nada, en el rincón, a laizquierda, en el tercer estante? ¡habla, contesta,di algo!-Yo no... sé -balbució el chico.-¡Ah!, ¡no sabes! ¡Pues bien, yo sí que lo sé!Has visto una botella de cristal azul, lacrada,con cera amarilla, que contiene un polvo blanco,sobre el cual yo había escrito ¡PELIGROSO!¿y sabes lo que había dentro?, ¡arsénico!, ¡y túvas a tocar esto!, ¡a tomar un barreño que estabaal lado!-¡Al lado! -exclamó la señora Homais juntandolas manos-. ¡Arsénico! ¡Podías envenenarnosa todos! Y los niños comenzaron a gritar, como sihubiesen ya sentido en sus entrañas atrocesdolores.-¡O bien envenenar a un enfermo! -continuóel boticario-. ¿Querías que yo fuese al banquillode los criminales a la Audiencia? ¿Verme conducidoal patíbulo? Ignoras el cuidado quepongo en las manipulaciones, a pesar de quetengo una habilidad extraordinaria. Frecuentementeme asusto a mí mismo cuando piensoen mi responsabilidad, pues el gobierno nospersigue, y la absurda legislación que nos rigees como una verdadera espada de Damoclesque cuelga sobre nuestra cabeza.Emma no pensaba ya en preguntar para quéla llamaban, y el farmacéutico proseguía enfrases entrecortadas:-¡Mira cómo agradeces las bondades que setienen contigo!¡Mira cómo me pagas los cuidados totalmentepaternales que te prodigo! Porque sin mí,¿dónde estarías?, ¿qué harías? Quién te da de comer, educación, vestido y todos los mediospara que un día puedas figurar con honor enlas filas de la sociedad? Pero para esto hay queremar duro, y hacer lo que se dice callos en lasmanos. Fabricando fit faber, age guod agis(1).1. Trabajando es como se aprende, atiende alo que haces. Las citas latinas, frecuentes, pruebanla formación clásica de los estudios de laépoca.Hacía citas en latín de exasperado que estaba.Lo mismo habría citado chino o groenlandés sihubiese conocido estas dos lenguas, pues seencontraba en una de esas crisis en que el almaentera muestra indistintamente lo que encierra,como el océano que en las tempestades se entreabredesde las algas de su orilla hasta la arenade sus abismos.Y añadió:-¡Comienzo a arrepentirme terriblemente dehaberme hecho cargo de tu persona! ¡Sin dudahabría hecho mejor dejándote pudrir en tu mi-seria y en la mugre en que naciste! ¡Nunca servirásmás que para guardar vacas! ¡No tienesninguna disposición para el estudio, apenassabes pegar una etiqueta! Y vives aquí, en micasa, como un canónigo, a cuerpo de rey, gozandoa tus anchas.Pero Emma, volviéndose a la señora Homais:-Me habían llamado...-¡Ah! ¡Dios mío -interrumpió con aire triste labuena señora-, ¿cómo se lo diría?... ¡Es una desgracia!Y no terminó. El boticario tronaba:-¡Vacíala!, ¡límpiala!, ¡vuelve a ponerla en susitio!, ¡pero date prisa!Y sacudiendo a Justino por el cuello de sublusa, le hizo caer un libro de su bolsillo.El chico se bajó. Homais fue más rápido, yhabiendo recogido el volumen, lo contemplócon los ojos desorbitados y la boca abierta.-El amor conyugal(2) -dijo separando lentamenteestas dos palabras-. iAh!, ¡muy bien!, ¡muy bien!, ¡muy bonito!, ¡y grabados!... ¡Ah!,¡esto es demasiado fuerte!2. Era una obra de «iniciación sexual» publicadaen 1688 por el doctor Venette, muy conocidaen aquella época. Flaubert, en su Correspondance,la calica de «obra tonta».La señora Homais se acercó.-¡No!, ¡no toques!Los niños quisieron ver las imágenes.Dijo imperiosamente:-¡Fuera de aquí!Y salieron.Él se puso a caminar primeramente de un ladopara otro a grandes pasos, teniendo el volumenabierto entre sus dedos, haciendo girarsus ojos, sofocado, tumefacto, apoplético. Despuésse fue derecho a su discípulo, y plantándosedelante de él con los brazos cruzados:-¡Pero es que tú tienes todos los vicios, pequeñodesgraciado. Ten cuidado, estás en unapendiente...! ¡No has pensado que este libro infame podia caer en manos de mis hijos, encenderla chispa en su cerebro, empañar la purezade Atalía, corromper a Napoleón! Ya estáhecho un hombre. ¿Estás seguro, al menos, deque no lo han leído? ¿Puedes certificármelo?...-Pero bueno, señor -dijo Emma-, ¿qué teníausted que decirme?-Es verdad, señora... Ha muerto su suegro.En efecto, el señor Bovary padre había fallecidola antevíspera, de repente, de un ataque deapoplejía, al levantarse de la mesa y, por excesode precaución para la sensibilidad de Emma,Carlos había rogado al señor Homais que lediera con cuidado esta horrible noticia.Él había meditado la frase, la había redondeado,pulido, puesto ritmo, era una obra maestrade prudencia y de transiciones, de girosfinos y de delicadezas; pero la cólera había vencidoa la retórica.Emma, sin querer conocer ningún detalle,abandonó la farmacia, pues el señor Homaishabía reanudado sus vituperios. Sin embargo, se calmaba, y ahora refunfuñaba con aire paternal,al tiempo que se abanicaba con su bonetegriego:-No es que desapruebe totalmente la obra. Elautor era médico. Hay en e11a algunos aspectoscientíficos que no está mal que un hombre losconozca, y me atrevería a decir que es precisoque los conozca. Pero ¡más adelante, más adelante!Aguarda al menos a que tú mismo seasun hombre y a que tu carácter esté formado.Al oír el aldabonazo de Emma, Carlos, que laesperaba, se adelantó con los brazos abiertos yle dijo con voz llorosa:-¡Ah!, ¡mi querida amiga!Entretanto ella respondió:-Sí, ya sé..., ya sé...Le enseñó la carta en la que su madre contabala noticia, sin ninguna hipocresía sentimental.Únicamente sentía que su marido no hubieserecibido los auxilios de la religión, habiendomuerto en Doudeville, en la calle, a la puerta de un café, después de una comida patriótica conantiguos oficiales.Emma le devolvió la carta; luego, en la cena,por quedar bien, fingió alguna repugnancia.Pero como él la animaba, decidió ponerse acenar, mientras que Carlos, frente a ella, permanecíainmóvil, en una actitud de tristeza.De vez en cuando, levantando la cabeza, ledirigía una mirada prolongada, toda llena deangustia. Una vez suspiró.-¡Hubiera querido volver a verle!Ella se callaba. Por fin, comprendiendo quehabía que romper el silencio:--¿Qué edad tenía to padre?-¡Cincuenta y ocho años!-¡Ah!Y no dijo nada más.Un cuarto de hora después, Carlos añadió.-¿Y mi pobre madre?..., ¿qué va a ser de ellaahora?Emma hizo un gesto de ignorancia. Viéndola tan taciturna, Carlos la suponía afligiday se esforzaba por no decirle nada para noavivar aquel dolor que la conmovía. Sin embargo,olvidándose del suyo propio:-¿Te divertiste mucho ayer? -le preguntó.-Sí.Cuando quitaron el mantel, Bovary no se levantó,Emma tampoco; y a medida que ella lomiraba, la monotonía de aquel espectáculo desterrabapoco a poco de su corazón todo sentimientode compasión. Carlos le parecía endeble,flaco, nulo, en fin un pobre hombre en todoslos aspectos. ¿Cómo deshacerse de él? ¡Quéinterminable noche! Algo la dejaba estupefactacomo si un vapor de opio la abotargara.Oyeron en el vestíbulo el ruido seco de un palosobre las tablas. Era Hipólito que traía elequipaje de la señora. Para descargarlo, describiópenosamente un cuarto de círculo con supierna de madera. -¡Ya ni siquiera piensa! -se decía ella mirandoal pobre diablo de cuya roja pelambrera chorreabael sudor.Bovary buscaba un ochavo en el fondo de subolsa sin parecer comprender todo lo que habíapara él de humillación sólo con la presencia deeste hombre que permanecía a11í, como el reprochepersonificado de su incurable ireptitud.-¡Vaya!, ¡qué bonito ramillete tienes! -dijo alver en la chimenea las violetas de León.-Sí -dijo Emma con indiferencia-; se lo hecomprado hace un rato a una mendiga.Carlos cogió las violetas, y refrescando enellas sus ojos completamente enrojecidos detanto llorar las olía delicadamente. Ella se lasquitó bruscamente de la mano y fue a ponerlasen un vaso de agua.A1 día siguiente la señora Bovary madre, ellay su hijo lloraron mucho. Emma, con el pretextode que tenía que dar órdenes, desapareció.Pasado ese día, tuvieron que tratar juntos delos problemas del luto. Se fueron a sentar, con los cestillos de la labor, a oriIla del agua, bajo elcenador.Carlos pensaba en su padre, y se extrañaba desentir tanto afecto por este hombre a quien hastaentonces había creído no querer sino medianamente.La viuda pensaba en su marido. Lospeores días de antaño le parecían ahora envidiables.Todo se borraba bajo la instintiva añoranzade una tan larga convivencia; y de vez encuando, mientras empujaba la aguja, una gruesalágrima se deslizaba por su nariz y se manteníasuspendida un momento. Emma pensabaque hacía apenas cuarenta y ocho horas estabanjuntos, lejos del mundo, completamente ebrios,no teniendo bastantes ojos para contemplarse.Trataba de volver a captar los más imperceptiblesdetalles de aquella jornada desaparecida.Pero la presencia de la suegra y del marido lamolestaba. Habría querido no oír nada, no vernada, a fin de no perturbar la intimidad de suamor que se iba perdiendo, por más que ellahiciera, bajo las sensaciones exteriores. Estaba descosiendo el forro de un vestido,cuyos retales se esparcían a su alrededor; laseñora Bovary madre, sin levantar los ojos, hac-ía crujir sus tijeras, y Carlos, con sus zapatillasde orillo y su vieja levita oscura que le servía debata de casa, permanecía con las dos manos enlos bolsillos y tampoco hablaba; al lado de ellos,Berta, con delantal blanco, rastrillaba con supala la arena de los paseos.De pronto vieron entrar por la barrera al se-ñor Lheureux, el comerciante de telas.Venía a ofrecer sus servicios teniendo encuenta la fatal circunstancia. Emma respondióque creía no necesitarlos. El comerciante no sedio por vencido.-Mil disculpas --dijo-; desearía tener una conversaciónparticular, privada.Dcspués en voz baja:-Es con relación a aquel asunto..., ¿sabe?Carlos enrojeció hasta las orejas.-¡Ah!, sí..., efectivamente.Y en su confusión, volviéndose a su mujer. -¿No podrías..., querida?Ella pareció comprenderle, pues se levantó, yCarlos dijo a su madre:-¡No es nada! Alguna menudencia doméstica.No quería de ninguna manera que su madreconociese la historia del pagaré, pues temía susobservaciones.Cuando estuvieron solos, el señor Lheureuxempezó a felicitar, con palabras bastante claras,a Emma por la herencia, después a hablar decosas indiferentes, de los árboles en espaldera,de la cosecha y de su propia salud, que seguíaasí así. En efecto, trabajaba como un condenado,aunque no ganaba más que para ir viviendo,a pesar de lo que decía la gente.Emma le dejaba hablar. ¡Le aburría tanto desdehacía dos días!-¿Y ya está totalmente restablecida?-continuaba-. Mi palabra, que he visto a su pobremarido muy preocupado. Es un buen chico,aunque los dos hayamos tenido nuestras diferencias.Ella preguntó cuáles, pues Carlos le habíaocultado la disputa a propósito de las mercanc-ías suministradas.-¡Pero usted lo sabe bien! -dijo Lheureux-. Erapor aquellos caprichos de usted, los artículos deviaje.Se había echado el sombrero sobre los ojos, ycon las dos manos detrás de la espalda, sonriendoy silbando ligeramente, la miraba defrente, de una manera insoportable. ¿Sospechabaalgo? Ella seguía hundida en un mar de conjeturas.Sin embargo, al final Lheureux continuó.-Nos hemos reconciliado ahora y venía a proponerleun arreglo.Era la renovación del pagaré firmado por Bovary.El señor, por lo demás, iría pagando comopudiera; no debía atormentarse, sobre todoahora que iba a tener encima una serie de problemas.-E incluso haría mejor descargando esa preocupaciónen alguien, en usted, por ejemplo; con un poder sería más cómodo, y entoncesusted y yo juntos haríamos pequeños negocios.Emma no comprendía. Él se calló. Después,pasando a su negocio, Lheureux declaró que laseñora no podía dejar de comprarle algo. Leenviaría un barège(3) negro, doce metros, parahacerse un vestido.3. Tela de lana ligera y no cruzada, primitivamentefabricada en Barèges (Altos Pirineos),que sirve para hacer chales, vestidos, etc.-El que lleva usted ahora está bien para andarpor casa. Necesita otro para las visitas. Lo heobservado a primera vista al entrar. Tengo muchavista.No envió la tela, la llevó él mismo. Despuésvolvió para ver la que necesitaba; regresócon otros pretextos tratando cada vezde hacerse amable, servicial, enfeudándose,como habría dicho Homais, y siempre insinuandoalgunos consejos a Emma sobre elpoder. No hablaba del pagaré. Emma no pensaba en eso. Carlos, al principio de suconvalecencia, le había dicho algo; pero tantascosas le habían pasado por la cabeza queella ya no se acordaba. Además, evitó provocartoda discusión de intereses; la señoraBovary madre quedó sorprendida, y atribuyósu cambio de humor a los sentimientosreligiosos que se le habían despertado durantesu enfermedad.Pero, cuando se marchó la suegra, Emma notardó en asombrar a su marido por su buensentido práctico. Habría que informarse, comprobarlas hipotecas, ver si había lugar a unasubasta o a una liquidación. Citaba términostécnicos, al azar, pronunciaba las grandes palabrasde orden, porvenir, previsión, y continuamenteexageraba los problemas de la sucesión;de tal modo que un día le mostró el modelo deuna autorización general para «regir y administrarsus negocios, hacer préstamos, firmar yendosar todos los pagarés, pagar toda clase decuentas, etc.». Había aprovechado las lecciones de Lheureux.Carlos, ingenuamente, le preguntó de dóndevenía aquel papel.-Del señor Guillaumin.Y con la mayor sangre fría del mundo, añadió:-No me fío demasiado. ¡Los notarios tienentan mala fama! Quizás habría que consultar...No conocemos más que.., ¡Oh!, nadie.-A no ser que León... -replicó Carlos, que reflexionaba.Pero era difícil entenderse por correspondencia.Entonces Emma se ofreció a hacer aquelviaje. Carlos se lo agradeció. Ella insistió. Fueun forcejeo de amabilidades mutuas. Por fin,ella exclamó en un tono de enfado ficticio:-Nó, por favor, yo iré.-¡Qué buena eres! -le dijo besándole en lafrente. Al día siguiente tomó «La Golondrina» parair a Rouen a consultar al señor León; y se quedóallí tres días.
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Madame Bovary
RandomMadame Bovary es una novela escrita por Gustave Flaubert. Se publicó por entregas en La Revue de Paris desde el 1 de octubre de 1856 hasta el 15 de diciembre del mismo año; en forma de libro, en 1857