capitulo trece

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  Apenas llegó a casa, Rodolfo se sentó bruscamentea su mesa de despacho, bajo la cabezade ciervo que, como trofeo, colgaba de la pared.Pero, ya con la pluma entre los dedos, no se leocurrió nada, de modo que, apoyándose en losdos codos, se puso a reflexionar. Emma le parecíaalejada en un pasado remoto, como si laresolución que él había tomado acabase de ponerentre los dos, de pronto, una inmensa distancia.A fin de volver a tener en sus manos algo deella, fue a buscar al armario, en la cabecera desu cama, una vieja caja de galletas de Reimsdonde solía guardar sus cartas de mujeres, y salióde ella un olor a polvo húmedo y a rosasmarchitas. Primero vio un pañuelo de bolsillo,cubierto de gotitas pálidas. Era un pañuelo deella, de una vez que había sangrado por la nariz,yendo de paseo; él ya no se acordaba. Cerca,tropezando en todas las esquinas, estaba laminiatura que le había dado Emma; su atavío le pareció pretencioso y su mirada de soslayo, delmás lastimoso efecto; después, a fuerza de contemplaraquella imagen y de evocar el recuerdodel modelo, los rasgos de Emma se confundieronpoco a poco en su memoria, como si el rostrovivo y el rostro pintado, frotándose el unocontra el otro, se hubieran borrado recíprocamente.Por fin leyó cartas suyas; estaban llenasde explicaciones relativas a su viaje, cortas,técnicas y apremiantes como cartas de negocios.Quiso ver de nuevo las largas, las de antes;para encontrarlas en el fondo de la caja, Rodolforevolvió todas las demás; y maquinalmentese puso a buscar en aquel montón de papeles yde cosas, y encontró mezclados ramilletes, unaliga, un antifaz negro, alfileres y mechones depelo, castaños, rubios; algunos, incluso, enredándoseen el herraje de la caja, se rompíancuando se abría.Vagando ast entre sus recuerdos, examinabala letra y el estilo de las cartas, tan variadascomo sus ortografías. Eran tiernas o joviales, chistosas, melancólicas; las había que pedíanamor y otras que pedían dinero. A propósito deuna palabra, recordaba caras, ciertos gestos, untono de voz; algunas veces, sin embargo, norecordaba nada.En efecto, aquellas mujeres, que acudían a lavez a su pensamiento, se estorbaban las unas alas otras y se empequeñecían, como bajo unmismo nivel de amor que las igualaba. Cogiendo,pues, a puñados las cartas mezcladas, sedivirtió durante unos minutos dejándolas caeren cascadas, de la mano derecha a la mano izquierda.Finalmente, aburrido, cansado, Rodolfofue a colocar de nuevo la caja en el armariodiciéndose:-¡Qué cantidad de cuentos!Lo cual resumía su opinión; porque los placerescomo escolares en el patio de un colegio,habían pisoteado de tal modo su corazón, queen él no crecía nada tierno, y lo que pasaba pora11í, más distraído que los niños, ni siquiera dejaba, como ellos, su nombre grabado en lapared.-¡Bueno --se dijo-, empecemos!Escribió:«¡Ánimo, Emma!, ¡ánimo! Yo no quiero causarla desgracia de su existencia...»«Después de todo, es cierto, pensó Rodolfo;actúo por su bien; soy honrado.»«¿Ha sopesado detenidamente su determinación?¿Sabe el abismo al que la arrastraba, ángelmío? No, ¿verdad? Iba confiada y loca, creyendoen la felicidad, en el porvenir... ¡ah!, ¡quédesgraciados somos!, ¡qué insensatos!»Rodolfo se paró aquí buscando una buenadisculpa.«¿Si le dijera que toda mi fortuna está perdida?...¡Ah!, no, y además, esto no impediríanada. Esto serviría para volver a empezar. ¡Esque se puede hacer entrar en razón a tales mujeres!»Reflexionó, luego añadió: «No la olvidaré, puede estar segura, y siemprele profesaré un profundo afecto; pero undia, tarde o temprano, este ardor, tal es el destinode las cosas humanas, habría disminuido,sin duda. Nos habríamos hastiado, y quién sabeincluso si yo no hubiera tenido el tremendodolor de asistir a sus remordimientos y de participaryo mismo en ellos, pues habría sido elresponsable. Sólo pensar en sus sufrimientosme tortura. ¡Emma! ¡Olvídeme! ¿Por qué tuveque conocerla? ¿Es culpa mía? ¡Oh, Dios mío!,¡no, no, no culpe de ello más que a la fatalidad!»«He aquí una palabra que siempre hace efecto-se dijo.»«¡Ah!, si hubiera sido una de esas mujeres decorazón frívolo como tantas se ven, yo habríapodido, por egoísmo, intentar una experienciaentonces sin peligro para usted. Pero esta exaltacióndeliciosa, que es a la vez su encanto y sutormento, le ha impedido comprender, adorablemujer, la falsedad de nuestra posición futu-ra. Yo tampoco había reflexionado al principio,y descansaba a la sombra de esa felicidad ideal,como a la del manzanillo, sin prever las consecuencias.»Va quizá a sospechar-se dijo-que es mi avaricialo que me hace renunciar... ¡Ah!, ¡no importa!,¡lo siento, hay que terminar!:«El mundo es cruel, Emma. Donde quiera queestuviésemos nos habría perseguido. Tendríaque soportar las preguntas indiscretas, la calumnia,el desdén, el ultraje tal vez. ¡Usted ultrajada!,¡oh!... ¡Y yo que la quería sentar en untrono!, ¡yo que llevo su imagen como un talismán!Porque yo me castigo con el destierropor todo el mal que le he hecho. Me marcho.¿Adónde? No lo sé, ¡estoy loco! ¡Adiós! ¡Seasiempre buena! Guarde el recuerdo del desgraciadoque la ha perdido. Enseñe mi nombre asu hija para que lo invoque en sus oraciones.»El pábilo de las dos velas temblaba. Rodolfose levantó para ir a cerrar la ventana, y cuandovolvió a sentarse: -Me parece que está todo. ¡Ah! Añadiré, paraque no venga a reanimarme: «Estaré lejoscuando lea estas tristes líneas; pues he queridoescaparme lo más pronto posible a fin de evitarla tentación de volver a verla. ¡No es debilidad!Volveré, y puede que más adelante hablemosjuntos muy fríamente de nuestros antiguosamores. ¡Adiós!»Y había un último adiós, separado en dos palabras:«¡A Dios!», lo cual juzgaba de muy buengusto.-¿Cómo voy a firmar, ahora? -se dijo-. ¿Susiempre fíel? ¿Su amigo? Sí, eso es: «Su amigo.»Rodolfo releyó la carta. la encontró bien.«¡Pobrecilla chica! -pensó enternecido-. Va acreerse más insensible que una roca; habríanhecho falta aquí unas lágrimas; pero no puedollorar; no es mía la culpa.» Y echando agua enun vaso, Rodolfo mojó en ella su dedo y dejócaer desde arriba una gruesa gota, que hizo unamancha pálida sobre la tinta; después, tratandode cerrar la carta, encontró el sello Amor nel cor. -Esto no pega en este momento... ¡Bah!, ¡noimporta!Después de lo cual, fumó tres pipas y fuea acostarse.Al día siguiente, cuando se levantó, alrededorde las dos (se había quedado dormido muytarde), Rodolfo fue a recoger una cestilla dealbaricoques, puso la carta en el fondo debajode hojas de parra, y ordenó enseguida a Girard,su gañán, que la llevase delicadamente.Se servía de este medio para correspondercon ella, enviándole, según la temporada, frutao caza.-Si le pide noticias mías -le dijo-, contestarásque he salido de viaje. Hay que entregarle elcestillo a ella misma, en sus propias manos...¡Vete con cuidado!Girard se puso su blusa nueva, ató su pañueloalrededor de los albaricoques, y caminando agrandes pasos con sus grandes zuecos herrados,tomó tranquilamente el camino de Yonville.Madame Bovary, cuando él llegó a casa, estabapreparando con Felicidad, en la mesa de lacocina, un paquete de ropa.-Aquí tiene -dijo el gañán- lo que le mandanuestro amo.Ella fue presa de una corazonada, y, al tiempoque buscaba una moneda en su bolsillo, mirabaal campesino con ojos huraños, mientrasque él mismo la miraba con estupefacción, nocomprendiendo que semejante regalo pudieseconmocionar tanto a alguien. Por fin se marchó.Felicidad quedaba a11í. Emma no aguantabamás, corrió a la sala como para dejar a11í losalbaricoques, vació el cestillo, arrancó las hojas,encontró la carta, la abrió y, como si hubierahabido detrás de ella un terrible incendio, Emmaempezó a escapar hacia su habitación, todaasustada.Carlos estaba allí, ella se dio cuenta; él lehabló, Emma no oía nada, y siguió deprisa subiendolas escaleras, jadeante, loca, y manteniendoaquella horrible hoja de papel, que le crujía entre los dedos como si fuese de hojalata.En el segundo piso se paró ante la puerta deldesván que estaba cerrada.Entonces quiso calmarse; se acordó de la carta,había que terminarla, no se atrevió. Además,¿dónde?, ¿cómo?, la verían.«¡Ah!, no, aquí-pensó ella-estaré bien.»Emma empujó la puerta y entró.Las pizarras del tejado dejaban caer a plomoun calor pesado, que le apretaba las sienes y laahogaba; se arrastró hasta la buhardilla cerrada,corrió el cerrojo y de golpe brotó una luz deslumbrante.Enfrente, por encima de los tejados, se extendíael campo libre hasta perderse de vista,las piedras de la acera brillaban, las veletas delas casas se mantenían inmóviles; en la esquinade la calle salía de un piso inferior una especiede ronquido con modulaciones estridentes. EraBinet que trabajaba con el torno. Emma, apoyadaen el vano de la buhardilla, releía la cartacon risas de cólera. Pero cuanta mayor atención ponía en ello, más se confundían sus ideas. Levolvía a ver, le escuchaba, le estrechaba con losdos brazos; y los latidos del corazón, que la golpeabanbajo el pecho como grandes golpes deariete, se aceleraban sin parar, a intervalos desiguales.Miraba a su alrededor con el deseo deque se abriese la tierra. ¿Por qué no acabar deuna vez? ¿Quién se lo impedía? Era libre. Y seadelantó, miró al pavimento diciéndose:-¡Vamos!, ¡vamos!El rayo de luz que subía directamente arrastrabahacia el abismo el peso de su cuerpo. Leparecía que el suelo de la plaza, oscilante, seelevaba a lo largo de las paredes, y que el techode la buhardilla se inclinaba por la punta, a lamanera de un barco que cabecea. Ella se manteníajusto a la orilla, casi colgada, rodeada deun gran espacio. El azul del cielo la invadía, elaire circulaba en su cabeza hueca, sólo le faltabaceder, dejarse llevar, y el ronquido del tornono cesaba, como una voz furiosa que la llamaba.-¡Mujer!, ¡mujer! -gritó Carlos.Emma se paró.-Pero ¿dónde estás? ¡Vente!La idea de que acababa de escapar a la muerteestuvo a punto de hacerle desvanecerse deterror; cerró los ojos; después se estremeció alcontacto de una mano en su manga; era Felicidad.-El señor la espera, señora; la sopa está servida.¡Y hubo que bajar!, ¡y hubo que sentarse a lamesa!Intentó comer. Los bocados le ahogaban. Entoncesdesplegó su servilleta como para examinarlos zurcidos, y quiso realmente aplicarse aese trabajo, contar los hilos de la tela. De pronto,le asaltó el recuerdo de la carta. ¿La habíaperdido? ¿Dónde encontrarla? Pero ella sentíatal cansancio en su espíritu que no fue capaz deinventar un pretexto para levantarse de la mesa.Además se había vuelto cobarde; tenía miedoa Carlos; él lo sabía todo, seguramente. En efecto, pronunció estas palabras, de un modoespecial:-Según parece, tardaremos en volver a ver alseñor Rodolfo.--¿Quién te lo ha dicho? -dijo ella sobresaltada.--¿Quién me lo ha dicho? -replicó él, un pocosorprendido por este tono brusco-; Girard, aquien he encontrado hace un momento a lapuerta del «Café Francés». Ha salido de viaje ova a salir. Ella dejó escapar un sollozo.-¿Qué es lo que te extraña? Se ausenta así devez en cuando para distraerse, y, ¡a fe mía!, yolo apruebo. ¡Cuando se tiene fortuna y se estásoltero!... Por lo demás, nuestro amigo se diviertea sus anchas, es un bromista. El señorLanglois me ha contado...Él se calló por discreción, pues entraba lacriada.Felicidad volvió a poner en el cesto los albaricoquesesparcidos por el aparador; Carlos, sin notar el color rojo de la cara de su mujer, pidióque se los trajeran, tomó uno y to mordió.-¡Oh!, ¡perfecto!-exclamó-. Toma, prueba.Y le tendió la canastilla, que ella rechazó suavemente.-Huele: ¡qué olor! -dijo él pasándosela delantede la nariz varias veces.-¡Me ahogo! --exclamó ella levantándose deun salto.Pero, por un esfuerzo de voluntad, aquel espasmodesapareció; y después.-¡No es nada! -dijo ella-, ¡no es nada!, ¡son losnervios! ¡Siéntate, come!Porque ella temía que fuesen a interrogarla, acuidarla, a no dejarla en paz.Carlos, por obedecer, se había vuelto a sentar,y echaba en su mano los huesos de los albaricoquesque depositaba inmediatamente en suplato.De pronto, un tilburi azul pasó a trote ligeropor la plaza. Emma lanzó un grito y cayó rígidaal suelo, de espalda. En efecto, Rodolfo, después de muchas reflexiones,se había decidido a marcharse paraRouen. Ahora bien, como no hay, desde la Muchettea Buchy, otro camino que el de Yonville,había tenido que atravesar el pueblo, y Emmalo había reconocido a la luz de los faroles, quecortaban el crepúsculo como un relámpago.El farmacéutico, al oír el barullo que había encasa, salió corriendo hacia ella. La mesa, contodos los platos, se había volcado; salsa, carne,los cuchillos, el salero y la aceitera llenaban lasala; Carlos pedía socorro; Berta, asustada, gritaba;y Felicidad cuyas manos temblaban, desabrochabaa la señora, que tenía convulsionespor todo el cuerpo.-Voy corriendo -dijo el boticario- a buscar ami laboratorio un poco de vinagre aromático.Después, viendo que Emma volvía a abrir losojos al respirar el frasco, dijo el boticario:-Estaba seguro; esto resucitaría a un muerto. -¡Háblanos! -decía Carlos-, ¡háblanos! ¡Vuelveen ti! ¡Soy yo, tu Carlos que te quiere! ¿Me reconoces?Mira, aquí tienes a tu hijita: ¡bésala!La niña tendía los brazos hacia su madre paracolgarse a su cuello. Pero, volviendo la cabeza,Emma dijo con una voz entrecortada:-No, no... ¡nadie!Y volvió a desvanecerse. La llevaron a su cama.Allí seguía tendida, con la boca abierta, lospárpados cerrados, las palmas de las manosextendidas, inmóvil, y blanca como una estatuade cera. De sus ojos salían dos amagos de lá-grimas que corrían lentamente hacia la almohada.Carlos permanecía en el fondo de la alcoba, yel.farmacéutico, a su lado, guardaba ese silenciomeditativo que conviene tener en las ocasionesserias de la vida.-Tranquilícese -le dijo dándole con el codo-,creo que el paroxismo ha pasado. -Sí, ahora descansa un poco -respondió Carlos,que miraba cómo dormía-. ¡Pobre mujer!...¡Pobre mujerl, ha recaído.Entonces Homais preguntó cómo había sobrevenidoeste accidente. Carlos respondió quele había dado de repente, mientras comía unosalbaricoques.-¡Qué raro!. -replicó el farmacéutico-. Pero esposible que los albaricoques fuesen la causa deeste síncope ¡Hay naturalezas tan sensiblesfrente a ciertos olores!, a incluso sería un buentema de estudio, tanto en el plano patológicocomo en el fisiológico. Los sacerdotes conocíansu importancia, ellos que siempre han mezcladoaromas a sus ceremonias. Es para entorpecerel entendimiento y provocar éxtasis, cosa porotro lado fácil de obtener en las personas delsexo débil, que son más delicadas. Se habla dequienes se desmayan al olor del cuero quemado,del pan tierno...-¡Cuidado, que no se despierte! -dijo en vozbaja Bovary. -Y no sólo -continuó el boticario- los humanosestán expuestos a estas anomalías, sino tambiénlos animales. Así, usted no ignora el efecto singularmenteafrodisiaco que produce la nepetacataria, vulgarmente llamada hierba de gato, enlos felinos; y por otra parte, para citar un ejemplocuya autenticidad garantizo, Bridoux (unode mis antiguos compañeros, actualmente establecidoen la calle Malpalu) posee un perro alque le dan convulsiones cuando le presentanuna tabaquera. Incluso hace la experiencia delantede sus amigos, en su pabellón del bosqueGuillaume. ¿Se podría creer que un simple estornutariopudiese ejercer tales efectos en elorganismo de un cuadrúpedo? Es sumamentecurioso, ¿no es cierto?-Sí -dijo Carlos, que no escuchaba.-Esto nos prueba -replicó el otro, sonriendocon un aire de suficiencia- las innumerablesirregularidades del sistema nervioso. En cuantoa la señora, siempre me ha parecido, lo confieso,una verdadera sensitiva. Por tanto, no le aconsejaré, mi buen amigo, ninguno de esospretendidos remedios que, bajo pretexto decurar los síntomas, atacan el temperamento.No, ¡nada de medicación ociosa!, ¡régimen nadamás!, sedantes, emolientes, dulcificantes.Además, ¿no piensa usted que quizás habríaque impresionar la imaginación?-¿En qué?, ¿cómo? -dijo Bovary.-¡Ah!, ¡esta es la cuestión! Efectivamente, esaes la cuestión: That it the question, como leía yohace poco en el periódico.Pero Emma, despertándose, exclamó.---¿Y la carta?, ¿y la carta?Creyeron que deliraba; deliró a partir de medianoche:se le había declarado una fiebre cerebral.Durante cuarenta y tres días Carlos no seapartó de su lado. Abandonó a todos sus enfermos;ya no se acostaba, estaba continuamentetomándole el pulso, poniéndole sinapismos,compresas de agua fría. Enviaba a Justino hastaNeufchátel a buscar hielo; el hielo se derretía en el camino; volvía a enviarlo. Llamó al señorCanivet para consulta; hizo venir de Rouen aldoctor Larivière, su antiguo maestro; estabadesesperado. Lo que más le asustaba era el abatimientode Emmá; porque no hablaba, no oíanada a incluso parecía no sufrir, como si sucuerpo y su alma hubiesen descansado juntosde todas sus agitaciones.Hacia mediados de octubre pudo sentarse enla cama con unas almohadas detrás. Carloslloró cuando le vio comer su primera rebanadade pan con mermelada. Las fuerzas le volvieron;se levantaba unas horas por la tarde, y, undía que se sentía mejor, él trató de hacerle darun paseo por el jardín, apoyada en su brazo. Laarena de los paseos desaparecía bajo las hojascaídas; caminaba paso a paso, arrastrando suszapatillas, y, apoyándose en el hombro de Carlos,continuaba sonriendo.Fueron así hasta el fondo, cerca de la terraza.Ella se enderezó lentamente, se puso la manodelante de los ojos para mirar; miró a lo lejos, muy a to lejos; pero no había en el horizontemás que grandes hogueras de hierba quehumeaban sobre las colinas.-Vas a cansarte, amor mío-dijo Bovary.Y empujándola suavemente para hacerle entrarbajo el cenador:-Siéntate en ese banco, ahí estarás bien.-¡Oh, no, ahí no! -dijo ella con una voz desfallecida.Tuvo un mareo, y a partir del anochecervolvió a enfermar, con unos síntomas más indefinidosciertamente, y con caracteres más complejos.Ya le dolía el corazón, ya el pecho, lacabeza, las extremidades; le sobrevinieronvómitos en que Carlos creyó ver los primerossíntomas de un cáncer.Y, por si fuera poco, Bovary tenía apuros dedinero.  

Madame BovaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora