Enseguida León empezó a adoptar un aire desuperioridad ante sus camaradas, prescindió desu compañía, y descuidó por completo los legajos.Esperaba las cartas de Emma; las releía. Lecontestaba. La evocaba con toda la fuerza de sudeseo y de sus recuerdos. En vez de disminuircon la ausencia, aquel deseo de volver a verlase acrecentó de tal modo que un sábado por lamañana se escapó de su despacho.Cuando desde lo alto de la cuesta divisó en elvalle el campanario de la iglesia con su banderade hojalata que giraba al viento, sintió ese deleitemezcla de vanidad triunfante y de enternecimientoegoísta que deben de experimentarlos millonarios cuando vuelven a visitar supueblo.Fue a rondar alrededor de su casa. En la cocinabrillaba una luz. Espió su sombra detrás delas cortinas. No apareció nada. La tía Lefrançois al verle hizo grandes exclamaciones,y lo encontró «alto y delgado», mientrasque Artemisa, por el contrario, lo encontró«más fuerte y más moreno».Cenó, como en otro tiempo, en la salita, perosolo, sin el recaudador; pues Binet, «cansado»de esperar «La Golondrina», había decididocenar una hora antes, y ahora cenaba a las cincoen punto, y aún decía que la vieja carraca seretrasaba.Sin embargo, León se decidió; fue a llamar acasa del médico. La señora estaba en su habitación,de donde no bajó hasta un cuarto de horadespués. El señor pareció encantado de volvera verle; pero no se movió de casa en toda lanoche ni en todo el día siguiente.León la vio a solas, muy tarde, por la noche,detrás de la huerta, en la callejuela; ¡en la callejuela,como con el otro! Había tormenta y conversabanbajo un paraguas a la luz de los relámpagos.La separación se les hacía insoportable. -¡Antes morir! -decía Emma.Y se retorcía en sus brazos bañada en lágrimas.-¡Adiós!..., ¡adiós!... ¿Cuándo lo volveré a ver?Volvieron sobre sus pasos para besarse otravez; y entonces Emma le hizo la promesa deencontrar muy pronto, como fuese, la ocasiónpermanente para verse en libertad, al menosuna vez por semana. Emma no lo dudaba. Estaba,además, llena de esperanza. Iba a recibirdinero.Y así compró para su habitación un par decortinas amariIlas de rayas anchas que el señorLheureux le había ofrecido baratas; pensó enuna alfombra, y Lheureux, diciendo que «aquellono era pedir la luna», se comprometió amablementea proporcionarle una. Emma no podíaprescindir de sus servicios. Mandaba a buscarleveinte veces al día, y él se presentaba en el actocon sus artículos sin rechistar una palabra. Noacertaba a comprender por qué la tía Rolet al-morzaba todos los días en casa de Emma, aincluso le hacía visitas particulares.Fue por aquella época, es decir hacia comienzosdel invierno, cuando le entró una gran fiebremusical.Una noche que Carlos la escuchaba volvió aempezar cuatro veces seguidas el mismo trozo,dejándolo siempre con despecho, insatisfecha,mientras que Carlos, sin notar la diferencia,exclamaba:-¡Bravo!..., ¡muy bien!... ¿Por qué te incomodas?¡Adelante!-¡Pues no! ¡Me sale muy mal!, tengo los dedosentumecidos.Al día siguiente Carlos le pidió que le volvieraa tocar algo.-¡Vaya, para darte gusto!Y Carlos confesó que había perdido un poco.Se equivocaba de pentagrama, se embarullaba;después, parando en seco:-¡Ea, se acabó!, tendría que tomar unas lecciones;pero... Se mordió los labios y añadió:-Veinte francos por lección es demasiado caro.-Sí, en efecto..., un poco... -dijo Carlos con unarisita boba-. Sin embargo, creo que quizás seconseguiría por menos, pues hay artistas desconocidosque muchas veces valen más quecelebridades.-Búscalos -dijo Emma.Al día siguiente, al regresar a casa, la contemplócon una mirada pícara, y por fin no pudodejar de escapar esta frase:-¡Qué tozuda eres a veces! Hoy he estado enBarfeuchères. Bueno, pues la señora Liégeardme ha asegurado que sus tres hijas, que estánen la Misericordia, tomaban lecciones por cincuentasueldos la sesión, y, además, ¡de unafamosa profesora!Emma se encogió de hombros y no volvió aabrir su instrumento. Pero cuando pasaba cercade él, si Bovary estaba allí, suspiraba:-¡Ah!, ¡pobre piano mío! Y cuando iban a verla no dejaba de explicarque había abandonado la música y que ahorano podía ponerse de nuevo a ella por razonesde fuerza mayor. Entonces la compadecían.¡Qué lástima!, ¡ella que tenía tan buenas disposiciones!Incluso se lo decían a Bovary. Se loechaban en cara, y sobre todo el farmacéutico.-¡Hace usted mal!, nunca se deben dejar abarbecho las dotes naturales. Además, piense,amigo mío, que animando a la señora a estudiar,usted economiza para más adelante en laeducación musical de su hija. Yo soy partidariode que las madres eduquen personalmente asus hijos. Es una idea de Rousseau, quizás todavíaun poco nueva, pero que acabará imponiéndose,estoy seguro, como la lactancia maternay la vacuna.Carlos volvió a insistir sobre aquella cuestióndel piano, Emma respondió con acritud que eramejor venderlo. Ver marchar aquel piano, quele había proporcionado tantas vanidosas satis-facciones, era para Madame Bovary como elindefinible suicidio de una parte de ella misma.-Si quisieras... -decía él-, de vez en cuando,una lección no sería, después de todo, extremadamenteruinoso.-Pero las lecciones -replicaba ella- sólo resultanprovechosas si son seguidas.Y fue así como se las arregló para conseguirde su esposo el permiso para ir a la ciudad unavez por semana a ver a su amante. Y al cabo deun mes reconocieron incluso que había hechoprogresos considerables.
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Madame Bovary
De TodoMadame Bovary es una novela escrita por Gustave Flaubert. Se publicó por entregas en La Revue de Paris desde el 1 de octubre de 1856 hasta el 15 de diciembre del mismo año; en forma de libro, en 1857