Fue un domingo de febrero, una tarde de nieve.Habían salido todos, el matrimonio Bovary,Homais y el señor León, a ver a una media leguade Yonville, en el valle, una hilatura de linoque estaban montando. El boticario había lle-vado consigo a Napoleón y a Atalía, para obligarlesa hacer ejercicio, y Justino les acompañaba,llevando los paraguas al hombro.Nada, sin embargo, menos curioso que aquellacuriosidad. Un gran espacio de terreno vac-ío, donde se encontraban revueltas, entre montonesde arena y de guijarros, algunas ruedasde engranaje ya oxidadas, rodeaba un largoedificio cuadrangular con muchas ventanitas.No estaba terminado de construir y se veía elcielo a través de las vigas de la techumbre.Atado a la vigueta del hastial un ramo de pajacon algunas espigas hacía restallar al viento suscintas tricolores.Homais hablaba. Explicaba a la «compañía»la importancia futura de este establecimiento,calculaba la resistencia de los pisos, el espesorde las paredes, y sentía no tener un bastónmétrico como el que tenía el señor Binet para suuse particular.Emma, que le daba el brazo, se apoyaba unpoco sobre su hombro, y miraba el disco del sol que irradiaba a lo lejos, en la bruma, su palidezdeslumbrante; pero volvió la cabeza: Carlosestaba allí. Llevaba la gorra hundida hasta lascejas, y sus gruesos labios temblequeaban, locual añadía a su cara algo de estúpido; su espaldaincluso, su espalda tranquila resultabairritante a la vista, y Emma veía aparecer sobrela levita toda la simpleza del personaje.Mientras que ella lo contemplaba, gozandoasí en su irritación de una especie de voluptuosidaddepravada, León se adelantó un paso. Elfrío que le palidecía parecía depositar sobre sucara una languidez más suave; el cuello de lacamisa, un poco flojo, dejaba ver la piel; unpedazo de oreja asomaba entre un mechón decabellos y sus grandes ojos azules, levantadoshacia las nubes, le parecieron a Emma máslímpidos y más bellos que esos lagos de lasmontañas en los que se refleja el cielo.-¡Desgraciado! -exclamó de pronto el boticario.Y corrió detrás de su hijo, que acababa deprecipitarse en un montón de cal para pintar deblanco sus zapatos. A los reproches con que leabrumaba, Napoleón comenzó a dar gritos,mientras que Justino le limpiaba los zapatoscon un puñado de paja. Pero hizo falta una navaja;Carlos le ofreció la suya.-¡Ah! -se dijo ella-, lleva una navaja en su bolsillocomo un campesino.Caía la escarcha, y se volvieron hacia Yonville.Aquella noche Madame Bovary no fue a casade sus vecinos, y, cuando se marchó Carlos yella se sintió sola, surgió de nuevo el paraleloentre la nitidez de una sensación casi inmediatay esa prolongación de perspectiva que el recuerdoda a los objetos. Mirando desde la camael fuego claro que ardía, seguía viendo comoallá lejos, a León de pie, doblando con una manosu junquillo y llevando de la otra a Atalía,que chupaba tranquilamente un trozo de hielo.Lo encontraba encantador; no podía dejar de pensar en él; recordó actitudes suyas en otrosdías, frases que le había dicho, el tono de suvoz, toda su persona; y se repetía, adelantandosus labios como para besar:-¡Sí, encantador!, ¡encantador!... ¿No estaráenamorado? -se preguntó-. ¿De quién?... ¡Puesde mí!Aparecieron a la vez todas las pruebas, su corazónle dio un vuelco. La llama de la chimeneahacía temblar en el techo una claridad alegre;ella se volvió de espalda estirando los brazos.Entonces comenzó la eterna lamentación: ¡Oh!,¡si el cielo lo hubiese querido! ¿Por qué no puedeser? ¿Quién lo impedía, pues?...Cuando Carlos volvió a casa a medianoche,Emma fingió despertarse, y, como él hizo ruidoal desnudarse, ella se quejó de jaqueca; despuéspreguntó con indiferencia cómo había transcurridola velada.-El señor León -dijo él- se marchó temprano.Ella no pudo evitar una sonrisa y se durmiócon el alma llena de un encanto nuevo. Al día siguiente, al caer la tarde, recibió la visitade un tal Lheureux, que tenía una tienda denovedades. Era un hombre hábil este tendero.Gascón de nacimiento, pero normando deadopción, unía su facundia meridional a la cautelade las gentes de Caux. Su cara gorda, blanday sin barba, parecía teñida por un cocimientode regaliz claro, y su pelo blanco avivabaaún más el brillo rudo de sus ojillos negros. Nose sabía lo que había sido antes: buhonero, decíanunos, banquero en Routot, afirmabanotros. Lo cierto es que hacía, mentalmente,unos cálculos complicados, que asustaban alpropio Binet. Amable hasta la obsequiosidad,permanecía siempre con la espalda inclinada,en la actitud de alguien que saluda o que invita.Después de haber dejado en la puerta susombrero adornado con un crespón, puso sobrela mesa una caja verde, y empezó a quejarse ala señora, con mucha cortesía, de no haber merecidohasta entonces su confianza. Una pobretienda como la suya no estaba hecha para atraer a una «elegante»; subrayó la palabra. Ella notenía, sin embargo, más que pedir, y él se encargaríade proporcionarle lo que quisiera, tantoen mercería como en ropa blanca, sombrerer-ía o novedades, pues iba a la ciudad cuatro vecesal mes, regularmente. Estaba en relacióncon las casas más fuertes. Podían dar referenciasde él en los «Trois Frères», en «La Barbed'Or» o en el «Grand Sauvage»; ¡todos estosseñores le conocían como a sus propios bolsillos!Hoy venía a enseñar a la señora, de paso,varios artículos de que disponía gracias a unaocasión excepcional, y sacó de la caja mediadocena de cuellos bordados.Madame Bovary los examinó.-No necesito nada -le dijo.Entonces el señor Lheureux le mostró delicadamentetres echarpes argelinos, varios paquetesde agujas inglesas, un par de zapatillas depaja, y, finalmente, cuatro hueveros de coco,cincelados a mano por presidiarios. Después,con las dos manos sobre la mesa, el cuello esti-rado, la cintura inclinada, seguía con la bocaabierta la mirada de Emma que se paseaba indecisaentre aquellas mercancías. De vez encuando, como para limpiar el polvo, daba ungolpe con la uña a la seda de los echarpes, quedesplegados en toda su longitud temblaban conun ruido ligero, haciendo centellear a la luzverdosa del crepúsculo, como pequeñas estrellas,las lentejuelas de oro del tejido.-¿Cuánto cuestan?-Una miseria -respondió él-, una miseria; peroya me pagará, sin prisa; cuando usted quiera;¡no somos judíos!Ella reflexionó unos instantes y acabó dandolas gracias al señor Lheureux, quien replicó sininmutarse:-Bueno, nos entenderemos más adelante; conlas señoras siempre me he entendido, siempre,menos con la mía.Emma sonrió.-Quiero decir -continuó en tono campechanodespués de su broma-, que no es el dinero lo que me preocupa. Yo le daría a usted si le hicierafalta.Ella hizo un gesto de sorpresa.-¡Ah! -dijo él vivamente y en voz baja-, notendría que ir lejos para encontrarlo; puedeestar segura. Y comenzó a pedirle noticias deltío Tellier, el dueño del «Café Francés», a quiénpor aquel entonces cuidaba el señor Bovary.---¿Qué es to que tiene el tío Tellier?... ¡Tosetanto que sacude toda la casa y me temo muchoque pronto necesite más bien un gabán de abetoque una camisola de franela. ¡Corrió tantasjuergas de joven! Esa gente, señora, no tenía elmenor orden, se ha quemado con el aguardiente.¡Pero, a pesar de todo, es triste ver marcharsea un conocido!Y, mientras que cerraba su caja, hablaba deeste modo sobre la clientela del médico.-Sin duda, es el tiempo -dijo mirando los cristalescon una cara de mal humor- la causa deestas enfermedades. Tampoco yo me encuentrobien del todo; tendré que venir un día de estos a consultar al señor por un dolor que tengo enla espalda. ¡Bueno, hasta la vista, Madame Bovary;a su disposición; su más humilde servidor!Y volvió a cerrar la puerta despacio.Emma mandó que le sirvieran la cena en suhabitación, junto al fuego, en una bandeja; comiódespacio; todo le pareció bueno.-¡Qué prudente he sido! -se decía pensandoen los echarpes. Oyó pasos en la escalera; eraLeón. Se levantó y tomó de encima de la cómoda,de entre los paños de dobladillo, el primerode la pila. Parecía muy ocupada cuando élentró.La conversación fue lánguida; Madame Bovaryla dejaba a cada minuto, mientras que élmismo permanecía como totalmente cohibido.Sentado en una silla baja, al lado de la chimenea,daba vueltas entre los dedos al estuche demarfil; Emma clavaba su aguja, o, de vez encuando, con su uña, fruncía los pliegues de latela. Ella no hablaba; él se callaba, cautivado por su silencio, corno si lo hubiese estado porsus palabras.-¡Pobre chico! -pensaba ella.-¿En qué la habré disgustado? --se preguntabaél.León, sin embargo, acabó por decir que unode aquellos días tenía que ir a Rouen para unasunto de su despacho.-Su suscripción de música ha terminado, ¿hede renovarla?-No -le contestó ella.-¿Por qué?-Porque...Y, apretando los labios, tiró lentamente deuna larga hebra de hilo gris. Esta labor irritabaa León. Los dedos de Emma parecían desollarsepor la punta; se le ocurrió una frase galante,pero no se arriesgó.-¿Es que la abandona? -repuso él.-¿Qué? -contestó ella vivamente-; ¿la música?¡Ah, Dios mío, sí!, tengo una casa que gobernar, marido que atender, y mil cosas más, ¡muchasotras obligaciones que están antes!Miró el reloj. Carlos se retrasaba. Entonces sehizo la preocupada. Dos o tres veces inclusorepitió:-¡Es tan bueno!El pasante le tenía afecto al señor Bovary, peroaquella ternura por él le sorprendió de unaforma desagradable; no obstante, continuó suelogio, un elogio que oía hacer a todo el mundo,y sobre todo al farmacéutico.-¡Ah, es una buena persona! -repuso Emma.-Ciertamente -dijo el pasante.Y comenzó a hablar de la señora Homais, cuyaindumentaria, muy descuidada, les movía arisa ordinariamente.-¿Qué importa eso? -interrumpió Emma-.Una buena madre de familia no se preocupapor su atavío.Después volvió a quedarse en silencio.Ocurrió lo mismo los días siguientes; sus discursos,sus maneras, todo cambió. Se la vio co-mo tomar a pecho el cuidado de su casa, volvera la iglesia regularmente y mostrarse más severacon su criada.Sacó a Berta de la nodriza. Felicidad se la tra-ía cuando había visitas, y Madame Bovary ladesnudaba para enseñarles sus miembros. Decíaque adoraba a los niños; era su consuelo, sualegría, su locura, y acompañaba sus cariciascon expansiones líricas, que a los que no fuerande Yonville les habría recordado a la Sachette(1)de Nuestra Señora de París.1. La Sachette, personaje de la novela deVictor Hugo Nuestra Señora de París.Cuando Carlos regresaba, encontraba sus zapatillascalentándose cerca del rescoldo. No lesfaltaba el forro a sus chalecos ni los botones asus camisas, a incluso daba gusto ver en el armariotodos sus gorros de algodón colocadosen pilas iguales. Emma no refunfuñaba, comoantes, por ir a pasear por el jardín; lo que élproponía era siempre aceptado, aunque ella no adivinase sus deseos, a los que se sometía sindecir palabra; y cuando León le vela al lado delfuego, después de cenar, con las dos manossobre el vientre, los dos pies sobre los morillosde la chimenea, las mejillas rosadas por la digestión,los ojos húmedos de felicidad, con laniña que se arrastraba sobre la alfombra, yaquella mujer de fina cintura que por encimadel respaldo del sillón venia a besarle en lafrente, se decia:-¡Qué locura!, y ¿cómo llegar hasta ella?Le pareció, pues, así tan virtuosa a inaccesible,que abandonó hasta la más remota esperanza.Pero con esta renuncia la colocaba en condicionesextraordinarias. Para él, Emma se desprendióde sus atractivos carnales de los cualesél nada podia conseguir; y en su corazón fuesubiendo más y más despegándose a la maneramagnífica de una apoteosis que alza su vuelo.Era uno de esos sentimientos puros que no estorbanel ejercicio de la vida, que se cultivan porque son raros y cuya pérdida afligiría másde lo que alegraría su posesión.Emma adelgazó, sus mejillas palidecieron, sucara se alargó. Con sus bandós negros, susgrandes ojos, su nariz recta, su andar de pájaro,y siempre silenciosa ahora, ¿no parecía atravesarla existencia, apenas sin rozarla, y llevar enla frente la señal de alguna predestinación sublime?Estaha tan triste y tan tranquila, tan dulcey a la vez tan reservada, que uno se sentía asu lado prendido por un encanto glacial, comose tiembla en las iglesias bajo el perfume de lasflores mezclado al frío de los mármoles. Tampocolos demás escapaban a esta seducción. Elfarmacéutico decía:-Es una mujer de grandes recursos y no desentonaríaen una subprefectura.Las señoras del pueblo admiraban su economía,los clientes su cortesía, los pobres sucaridad. Pero ella estaba llena de concupiscencia,de rabia, de odio. Aquel vestido de plieguesrectos escondía un corazón agitado, y aquellos labios tan púdicos no contaban su tormenta.Estaba enamorada de León, y buscaba la soledad,a fin de poder deleitarse más a gusto en suimagen. La presencia de su persona turbaba lavoluptuosidad de aquella meditación. Emmapalpitaba al ruido de sus pasos; después, en supresencia la emoción decaía, y luego no le quedabamás que un inmenso estupor que terminabaen tristeza.León no sabía, cuando salía desesperado decasa de Emma, que ella se levantaba detrás deél para verle en la calle. Se preocupaba por susidas y venidas; espiaba su rostro; inventó todauna historia a fin de encontrar un pretexto paravisitar su habitación. La mujer del farmacéuticole parecía muy feliz por dormir bajo el mismotecho; y sus pensamientos iban a abatirse continuamenteen aquella casa, como las palomasdel «León de Oro» que iban a mojar allí, en loscanalones, sus patas rosadas y sus alas blancas.Pero Emma, cuanto más se daba cuenta de suamor, más lo reprimía, para que no se notara y para disminuirlo. Hubiera querido que León losospechara; a imaginaba casualidades catástrofesque lo hubiesen facilitado. Lo que la retenía,sin duda, era la pereza o el miedo, y el pudortambién. Pensaba que lo había alejado demasiado,que ya no había tiempo, que todo estabaperdido. Después el orgullo, la satisfacción dedecirse a sí misma: «Soy virtuosa» y de mirarseal espejo adoptando posturas resignadas laconsolaba un poco del sacrificio que creíahacer.Entonces, los apetitos de la carne, las codiciasdel dinero y las melancolías de la pasión, todose confundía en un mismo sufrimiento; y, envez de desviar su pensamiento, lo fijaba más,excitándose al dolor y buscando para ello todaslas ocasiones. Se irritaba por un plato mal servidoo por una puerta entreabierta, se lamentabadel terciopelo que no tenía, de la felicidadque le faltaba, de sus sueños demasiado elevados,de su casa demasiado pequeña. Lo que la desesperaba era que Carlos no parecíani sospechar su suplicio. La convicciónque tenía el marido de que la hacía feliz le parecíaun insulto imbécil, y su seguridad al respecto,ingratitud. Pues ¿para quién era ellaformal?¿No era él el obstáculo a toda felicidad, lacausa de toda miseria, y como el hebijón puntiagudode aquel complejo cinturón que la atabapor todas partes?Así pues, cargó totalmente sobre él el enormeodio que resultaba de sus aburrimientos, y cadaesfuerzo para disminuirlo no servía más quepara aumentarlo, pues aquel empeño inútil seañadía a los otros motivos de desesperación ycontribuía más al alejamiento. Hasta su propiadulzura de carácter le rebelaba. La mediocridaddoméstica la impulsaba a fantasías lujosas, laternura matrimonial, a deseos adúlteros.Hubiera querido que Carlos le pegase, parapoder detestarlo con más razón, vengarse de él.A veces se extrañaba de las conjeturas atroces que le venían al pensamiento; y tenía que seguirsonriendo, oír cómo repetían que era feliz,fingir serlo, dejarlo creer.Sin embargo, estaba asqueada de esta hipocresía.Le daban tentaciones de escapar conLeón a alguna parte, muy lejos, para probaruna nueva vida; pero inmediatamente se abríaen su alma un abismo vago lleno de oscuridad.-Además, no me quiere -pensaba ella-; ¿quéva a ser de mí?, ¿qué ayuda esperar, qué consuelo,qué alivio?Se quedaba destrozada, jadeante, inerte, sollozandoen voz baja y bañada en lágrimas.-¿Por qué no se lo dice al señor? -le preguntóla muchacha, cuando la encontraba en esta crisis.-Son los nervios -respondía Emma-; no le digasnada, le alarmarías.-¡Ah!, sí -replicaba Felicidad-, usted es igualque la Guérine, la hija del señor Guérin, el pescadordel Pollet, que conocí en Dieppe antes devenir a casa de los señores. Estaba tan triste, tan triste, que viéndola de pie a la puerta de sucasa, hacía el efecto de un paño fúnebre extendidodelante de la puerta. Su enfermedad,según parece, era una especie de bruma quetenía en la cabeza, y los médicos no podíanhacer nada, ni el cura tampoco. Cuando le dabamuy fuerte, se iba completamente sola a la orilladel mar, de manera que el oficial de laaduana, al hacer la ronda, la encontraba a menudotendida boca abajo y llorando sobre laspiedras. Dicen que, después de casarse, se lepasó.-Pero a mí -replicaba Emma- es después delcasamiento cuando me ha venido.
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Madame Bovary
RandomMadame Bovary es una novela escrita por Gustave Flaubert. Se publicó por entregas en La Revue de Paris desde el 1 de octubre de 1856 hasta el 15 de diciembre del mismo año; en forma de libro, en 1857