sexto capitulo

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  Una tarde en que sentada junto junto a laventana abierta acababa de ver a Lestiboudis, elsacristán, que estaba podando el boj, oyó depronto tocar al Ángelus. Era a principios de abril, cuando abren lasprimaveras; un aire tibio circulaba sobre losbancales labrados, y los jardines, como mujeres,parecían componerse para las fiestas de verano.Por los barrotes del cenador y más allá todoalrededor se veía el río en la pradera dibujandosobre la hierba sinuosidades vagabundas. Elvapor de la tarde pasaba entre los álamos sinhojas, difuminando sus contornos con un tuestevioleta, más pálido y más transparente que unagasa sutil, prendida de sus ramas. A lo lejos,caminaban unas reses, no se oían ni sus pasos,ni sus mugidos; y la campana, que seguía sonando,propagaba por los aires su lamentopacífico.Ante aquel tañido repetido, el pensamientode la joven se perdía en sus viejos recuerdos dejuventud y de internado. Recordó los grandescandelabros que se destacaban en el altar sobrelos jarrones llenos de flores, y el sagrario decolumnitas. Hubiera querido, como antaño,confundirse en la larga fila de velos blancos, que marcaban de negro acá y allá las tocas rígidasde las hermanitas inclinadas en sus reclintorios;los domingos, en la misa, cuando levantabala cabeza, percibía el dulce rostro de laVirgen entre los remolinos azulados del inciensoque subía. Entonces la sobrecogió unsentimiento de ternura; se sintió languidecer ycompletamente abandonada, como una plumade ave que gira en la tormenta; a instintivamentese encaminó hacia la iglesia, dispuesta acualquier devoción, con tal de entregarse a ellacon toda el alma y de olvidarse por completode su existencia.Encontró en la plaza a Lestiboudis que volvíade la iglesia, pues, para no perder el tiempo,prefería interrumpir su tarea, después continuarla,de modo que tocaba al Ángelus cuandole convenía. Además, adelantando el toque,recordaba a los chiquillos la hora del catecismo.Algunos que ya habían llegado jugaban a lasbolas sobre las losas del cementerio. Otros, acaballo sobre la tapia, movían sus piernas, se-gando con sus zuecos las grandes ortigas quecrecían entre el pequeño recinto y las últimastumbas. Era el único lugar verde; todo to demásno era más que piedras, y estaba siemprecubierto de un polvo fino, a pesar de la escobade la sacristía.Los niños en zapatillas corrían a11í como sobreun entarimado hecho para ellos, y se oíansus gritos a través del resonar de las campanas.Su eco disminuía con las oscilaciones de lagruesa cuerda que, cayendo de las alturas delcampanario, arrastraba su punta por el suelo.Pasaban unas golondrinas dando pequeñosgritos, cortando el aire con su vuelo, y volvíanraudas a sus nidos amarillos bajo las tejas delalero. En el fondo de la iglesia ardía una lámpara,es decir, una mecha de mariposa en un vasocolgado. Su luz, de lejos, parecía una manchablanquecina que temblaba en el aceite. Un largorayo de sol atravesaba toda la nave y oscurecíamás las naves laterales y los rincones. -¿Dónde está el cura? -preguntó Madame Bovarya un chiquillo que se entretenía en sacudirel torniquete de la puerta en su agujero demasiadoholgado.-Vendrá enseguida -respondió.En efecto, la puerta de la casa rectoral rechinó,apareció el padre Bournisien, los niñosescaparon en pelotón a la iglesia.-¡Esos granujas! -murmuró el eclesiástico-,siempre igual.Y recogiendo un catecismo todo hecho trizasque acababa de pisar:-¡Ésos no respetan nada!Pero, tan pronto vio a Madame Bovary, dijo.-Perdón, no la reconocía.Metió el catecismo en el bolsillo y se parómientras seguía moviendo entre dos dedos lapesada llave de la sacristía.El resplandor del sol poniente que le daba delleno en la cara palidecía la tela de su sotana,brillante en los codos, deshilachada por abajo.Manchas de grasa y de tabaco seguían sobre su ancho pecho la línea de los pequeños botones, yaumentaban al alejarse de su alzacuello, en elque descansaban los pliegues abundantes de supiel roja; estaba salpicada de manchas amarillasque desaparecían entre los nudos de la barbaentrecana. Acababa de cenar y respiraba ruidosamente.-¿Cómo está usted? -le preguntó él.-Mal -contesto Emma ; no me encuentro bien.-Bueno, yo tampoco -replicó el eclesiástico-.Estos primeros calores, ¿verdad?, le dejan a unoaplanado de una manera extraña. ¿En fin, quéquiere usted? Hemos nacido para sufrir, comodice San Pablo. Pero, ¿qué piensa de esto elseñor Bovary?-¡El! -exclamó Emma con un gesto de desdén.-¡Cómo! -replicó el buen hombre muy extra-ñado-, ¿no le receta algo?-¡Ah!, no son las medicinas de la tierra lo quenecesitaría.Pero el cura, de vez en cuando, echaba unaojeada a la iglesia donde todos los chiquillos arrodillados se empujaban con el hombro ycaían como castillos de naipes.-Quisiera saber... -continuó Emma.-¡Aguarda, aguarda, Riboudet -gritó el eclesiásticocon voz enfadada-, te voy a calentar lasorejas, tunante!Después, volviéndose a Emma:-Es el hijo de Boudet, el encofrador; sus padresson acomodados y le consienten hacer suscaprichos. Sin embargo, aprendería pronto siquisiera, porque es muy inteligente. Y yo a veces,de broma, le llamo Riboudet, como la cuestaque se toma para ir a Maromme, a incluso ledigo: mont Riboudet. ¡Ah! ¡Ah! ¡Mont Riboudet!El otro día le conté esto a monseñor, y se rió...se dignó reírse. Y el señor Bovary, ¿cómo está?Ella parecía no oír. El cura continuó:-Sigue muy ocupado, sin duda. Porque él yyo somos ciertamente las dos personas de laparroquia que más trabajo tenemos. Pero él esel médico de los cuerpos, añadió con una risotada,y yo lo soy de las almas. -Sí... -dijo-, usted alivia todas las penas.-¡Ah, no me hable, Madame Bovary! Estamisma mañana, tuve que it a Bas-Dauvillepara una vaca que tenía la hinchazón; creíanque era un maleficio. Todas sus vacas, no sécómo... Pero, ¡perdón! ¡Longuemarre y Bondet!,¡demonios! Haced el favor de terminar.¿Queréis estaros quietos de una vez? Y, deun salto, se presentó en la iglesia.Los chiquillos, entonces, se apretaban alrededordel gran atril, se subían al entarimado delchantre, abrían el misal; y otros, de puntillasiban a meterse en el confesonario. Pero el cura,de pronto, repartió entre todos una granizadade bofetadas. Agarrándolos por el cuello de lachaqueta, los levantaba del suelo y los volvía aponer de rodillas sobre el pavimento del coro,con fuerza, como si hubiera querido plantarlosa11í.-Mire usted -dijo volviendo junto a Emma, ydesdoblando su gran pañuelo de algodón, una de cuyas puntas metió entre sus dientes-, ¡loslabradores son dignos de lástima!-Hay otros -replicó ella.-Sin duda, los de las ciudades, por ejemplo.-No son ellos...-¡Perdóneme!, he conocido a11í a pobres madresde familia, mujeres virtuosas, se lo aseguro,verdaderas santas, que ni siquiera teníanpara pan.-Pero, señor cura -replicó Emma, retorciendolas comisuras de los labios al hablar-, de las quetienen pan, y no tienen...-Para calentarse en invierno -dijo el cura.-¡Bah!, ¿qué importa eso?-¿Cómo qué importa? A mí me parece quecuando se está bien caliente, bien alimentado,pues en fin...-¡Dios mío! ¡Dios mío! -suspiraba Emma.-¿Se encuentra mal¿ -dijo el cura, adelantándosecon aire preocupado-; ¿la digestión, talvez? Tiene que volver a casa, Madame Bovary, tomar un poco de té; eso la pondrá bien, o unvaso de agua fresca con azúcar terciado.-¿Por qué?Y Emma parecía que se despertaba de unsueño.-Como se pasaba la mano por la frente, creíque le daba un mareo.Luego cambiando de tema:-Pero ¿me preguntaba usted algo? ¿Qué era?Ya no me acuerdo.-¿Yo? Nada..., nada... -repetía Emma.Y su mirada, que dirigía a todo su alrededor,se paró lentamente en el anciano de sotana. Losdos se miraban, frente a frente, sin hablar.-Entonces, Madame Bovary -dijo por fin elcura-, discúlpeme, pero ante todo, el deber, yasabe usted; tengo que atender a mis granujillas.Ya se acercan las primeras comuniones. ¡Noscogerán otra vez de sorpresa, me lo estoy temiendo!¡Por eso, a partir de la Ascensión, lostengo aquí puntuales una hora más! ¡Pobresniños!, nunca sería demasiado pronto para lle-varlos por el camino del Señor, como ademásnos lo recomendó El mismo por boca de su divinoHijo... Usted lo pase bien, señora; ¡saludosa su marido!Y entró en la iglesia, haciendo una genuflexióndesde la puerta.Emma lo vio desaparecer entre la doble filade bancos, con pesado andar, la cabeza un pocotorcida, y con las dos grandes manos entreabiertashacia afuera.Después, giró rápidamente sobre sus talones,rígido como una estatua sobre su soporte, y seencaminó hacia su casa. Pero le llegaban todav-ía al oído y le seguían la gruesa voz del cura ylas claras voces de los chiquillos.-¿Sois cristianos?-Sí, soy cristiano.-¿Qué es un cristiano?-Es aquel que, estando bautizado..., bautizado...,bautizado. Emma subió los peldaños de la escalera, ycuando llegó a su habitación, se dejó caer en unsillón.La luz blanquecina de los cristales bajabasuavemente con ondulaciones. Los muebles ensu sitio parecían haberse vuelto más inmóvilesy perdidos en la sombra como en un océano tenebroso.La chimenea estaba , pagada, elpéndulo seguía oscilando, y Emma se quedabapasmada ante la calma de las cosas, mientrasque dentro de ella se producían tantas conmociones.Pero entre la ventana y la mesa de laborestaba la pequeña Berta, tambaleándose sobresus botines de punto y tratando de acercarse asu madre para cogerle las cintas de su delantal.-¡Déjame! -le dijo apartándola con la mano.La niña se acercó todavía más a sus rodillas yapoyando en ellas sus brazos, la miraba con susgrandes ojos azules mientras que un hilo desaliva pura caía de su labio sobre el delantal deseda.-¡Déjame! -repitió Emma muy enfadada. Su cara asustó a la niña, que empezó a gritar.-Bueno, ¡déjame ya! -le dijo, empujándola conel codo.Berta fue a caer al pie de la cómoda contra lapercha de cobre; se hizo un corte en la mejilla, yempezó a sangrar. Madame Bovary corrió alevantarla, rompió el cordón de la campana,llamó a la criada con todas sus fuerzas, a iba aempezar a maldecirse cuando apareció Carlos.Era la hora de la cena, él regresaba.-Mira, querido -le dijo Emma con voz tranquila-:ahí tienes a la niña que, jugando, acabade lastimarse en el suelo.Carlos la tranquilizó, la cosa no era grave, yfue a buscar diaquilón.Madame Bovary no bajó al comedor; quisoquedarse sola cuidando a su hija. Entonces,mirando cómo dormía, la preocupación que lequedaba fue poco a poco desapareciendo, y lepareció que era muy tonta y muy buena porhaberse alterado hacía poco, por tan poca cosa.En efecto, Berta ya no sollozaba. Su respiración ahora levantaba insensiblemente la colcha dealgodón.Unos lagrimones quedaban en los bordes desus párpados entreabiertos, que dejaban verentre las pestañas dos pupilas pálidas, hundidas;el esparadrapo, pegado en su mejilla, estirabaoblicuamente su piel tensa.-¡Es una cosa extraña! -pensaba Emma-, ¡quéfea es esta niña!Cuando Carlos, a las once de la noche, volvióde la farmacia adonde había ido después de lacena, para devolver lo que sobraba del diaquilón,encontró a su mujer de pie al lado dela cuna.-Te digo que esto no es nada -le dijo besándolaen la frente-; ¡no te preocupes, querida, tepondrás enferma!Se había quedadó mucho tiempo en la botica.Aunque no se hubiese mostrado muy afectado,el señor Homais, sin embargo, se había esforzadoen darle ánimos y subirle la moral. Hablaronentonces de los peligros diversos que amenazaban a la infancia y del descuido de lascriadas. La señora Homais sabía algo de eso,pues aún conservaba sobre el pecho las huellasde una escudilla de brasas que una cocinerahacía tiempo le había dejado caer sobre la blusa.Por eso, estos buenos padres tomaban tantasprecauciones. Los cuchillos nunca estaban afiladosni los pisos encerados. En las ventanashabía rejas de hierro y en los marcos, fuertesbarras. Los pequeños Homais, a pesar de suindependencia, no podían moverse sin un vigilantedetrás de ellos; al menor catarro, su padreles atiborraba de jarabes, y hasta que teníanmás de cuatro años llevaban todos inexorablementeunas chichoneras acolchadas. Era, escierto, una manía de la- señora Homais; su esposoestaba interiormente preocupado por esto,temiendo los efectos que semejante opresiónpodría tener sobre los órganos del intelecto, yllegó a decirle:-¿Pretendes hacer de ellos unos Caribes ounos Bocotudos? Carlos, por su parte, había intentado variasveces interrumpir la conversación.-Tengo que hablar con usted -le dijo al oído alpasante, que empezó a caminar delante de élpor la escalera.-¿Se sospechará algo? -se preguntaba León. Elcorazón le latía apresuradamente y se perdía enconjeturas.Por fin, Carlos, habiendo cerrado la puerta, lerogó que se enterase en Rouen de lo que podíacostar un buen daguerrotipo(1); era una sorpresasentimental que reservaba a su mujer, unaatención fina, su retrato en traje negro. Peroantes quería saber a qué atenerse; estas gestionesno debían de molestar a León, puesto queiba a la ciudad casi todas las semanas.1. Un procedimiento primitivo de obteneruna fotografía. Fue el francés Daguerre(1787-1851.) el que consiguió Fijar la imagen deun objeto en una placa metálica, expuesta a laluz unos minutos. ¿A qué iba? Homais sospechaba a este propó-sito alguna aventura de joven, una intriga. Perose equivocaba; León no buscaba ningún amor-ío. Estaba más triste que nunca, y la señora Lefrancoisse daba bien cuenta de ello por la cantidadde comida que ahora dejaba en el plato.Para saber algo más, preguntó al recaudador;Binet contestó en tono altanero, que él no estabapagado por la policía.Su compañero, sin embargo, le parecía muyraro, pues a menudo León se tumbaba en susilla abriendo los brazos, y se quejaba vagamentede la existencia.-Es que usted no se distrae suficientemente-decía el recaudador.-¿Y cómo?-Yo, en su lugar, tendría un torno.-Pero yo no sé tornear -respondía el pasante.-¡Oh!, ¡es cierto! -decía el otro acariciando lamandíbula, con un aire de desdén mezclado desatisfacción. León estaba cansado de amar sin resultado;después comenzaba a sentir ese agobio quecausa la repetición de la misma vida, cuandoningún interés la dirige ni la sostiene ningunaesperanza. Estaba tan harto de Yonville y desus habitantes, que ver a cierta gente, ciertascasas, le irritaba hasta más no poder; y el farmacéutico,con lo buena persona que era, se lehacía totalmente insoportable. Sin embargo, laperspectiva de una situación nueva le asustabatanto como le seducía.Esta aprensión se convirtió pronto en impaciencia,y París entonces agitó para él, en la lejanía,la fanfarria de sus bailes de máscaras conla risa de sus modistillas. Puesto que debíaterminar sus estudios de Derecho, ¿por qué nose iba?, ¿quién se lo impedía? Empezó a hacermentalmente los preparativos: dispuso de antemanosus ocupaciones. Se amuebló, en sucabeza, un piso. Allí llevaría una vida de artista.¡Tomaría lecciones de guitarra! ¡Tendría unabata de casa, una boina vasca, zapatillas de ter-ciopelo azul! E incluso contemplaba en su chimeneados floretes en forma de aspa, con calaveray la guitarra por encima.Lo difícil era el consentimiento de su madre;sin embargo, nada parecía más razonable. Sumismo patrón le aconsejaba visitar otro estudiode notario donde pudiese completar su formación.Tomando, pues, una decisión intermedia,León buscó un empleo de oficial segundoen Rouen, pero no lo encontró, y por fin escribióa su madre una larga carta detallada, en laque le exponía las razones de ir a vivir a Parísinmediatamente. Ella dio su consentimiento.León no se dio prisa. Cada día, durance todoun mes, Hivert le transportó de Yonville a Rouen,de Rouen a Yonville, baúles, maletas, paquetes;y, cuando León hubo repuesto su guardarropa,rellenado sus tres butacas, compradouna provisión de pañuelos de cuello, en unapalabra, hecho más preparativos que para unviaje alrededor del mundo, fue aplazándolo deuna semana para otra, hasta que recibió una segunda carta de su madre en la que le dabaprisa para marchar, puesto que él deseaba pasarsu examen antes de las vacaciones.Cuando llegó el momento de las despedidas,la señora Homais lloró; Justino sollozaba;Homais, como hombre fuerte, disimuló suemoción, quiso él mismo llevar el abrigo de suamigo hasta la verja del notario, quien llevaba aLeón a Rouen en su coche.Éste último tenía el tiempo justo de deciradiós al señor Bovary.Cuando llegó a lo alto de la escalera, se paróporque le faltaba el aliento. Al verle entrar,Madame Bovary se levantó con presteza.-¡Soy yo otra vez! -dijo León.-¡Estaba segura!Emma se mordió los labios, y una oleada desangre le corrió bajo la piel, que se volvió completamentesonrosada, desde la raíz de los cabelloshasta el borde de su cuello de encaje. Permanecíade pie, apoyando el hombro en elzócalo de madera. -¿No está el señor? -dijo él.-Está ausente.-Está ausente -repitió.Entonces hubo un silencio. Se miraron; y suspensamientos, confundidos en la misma angustia,se apretaban estrechamente, como dos pechospalpitantes.-Me gustaría besar a Berta -dijo León.Emma bajó algunos escalones y llamó a Felicidad.Él echó rápidamente una amplia ojeada a sualrededor, que se extendió a las paredes, a lasestanterías, a la chimenea, como para penetrarlotodo, llevarlo todo.Pero ella volvió, y la criada trajo a Berta, queagitaba un molinillo de viento atado a un hilo,con la cabeza abajo.León la besó en el cuello varias veces.-¡Adiós!, ¡pobre niña!, ¡adiós, nuerida peque-ña, adiós!Y se la devolvió a su madre.-Llévesela -dijo ésta. Se quedaron solos, Madame Bovary, de espaldas,con la cara pegada a un cristal de laventana; León tenía su gorra en la mano y lagolpeaba suavemente a lo largo de su muslo.-Va a llover -dijo Emma.-¡Ah!, tengo un abrigo -dijo él.Ella se volvió, barbilla baja y la frente haciaadelante. La luz le resbalaba como sobre unmármol, hasta la curva de las cejas, sin que sepudiese saber to que miraba. Emma miraba enel horizonte sin saber lo que pensaba en el fondode sí misma.-¡Adiós! -suspiró él.Emma levantó la cabeza con un movimientobrusco:-Sí, adiós..., ¡márchese!Se adelantaron el uno hacia el otro; él tendióla mano, ella vaciló.-A la inglesa, pues -dijo Emma ábandonandola suya, y esforzándose por reír. León la sintió entre sus dedos, y la sustanciamisma de todo su ser le parecía concentrarse enaquella palma de la mano húmeda.Después abrió la mano; sus miradas volvierona encontrarse, y desapareció.Cuando llegó a la plaza del mercado, se detuvo,y se escondió detrás de un pilar, a fin decontemplar por última vez aquella casa blancacon sus cuatro celosías verdes. Creyó ver unasombra detrás de la ventana, en la habitación;pero la cortina, separándose del alzapaño comosi nadie la tocara, movió lentamente sus largospliegues oblicuos, que de un solo salto, se extendierontodos y quedó recta, más inmóvil queuna pared de yeso. León echó a correr.Percibió de lejos, en la carretera, el cabriolé desu patrón y, al lado, a un hombre con delantalque sostenía el caballo. Homais y el señor Guillaumincharlaban entre sí.-Abráceme -dijo el boticario con lágrimas enlos ojos-. Tome su abrigo, mi buen amigo; tenga cuidado con el frío. ¡Cuídese, mire por su salud!-¡Vamos, León, al coche! -dijo el notario.Homais se inclinó sobre el guardabarros ycon una voz entrecortada por los sollozos, dejócaer estas dos palabras tristes:-¡Buen viaje!-Buenas tardes, respondió el señor Guillaumin.¡Afloje las riendas!Arrancaron y Homais se volvió.Madame Bovary había abierto la ventana quedaba al jardín, y miraba las nubes.Se amontonaban al poniente del lado de Rouen,y rodaban rápidas sus voluras negras, de lasque se destacaban por detrás las grandes líneasdel sol como las flechas de oro de un trofeosuspendido, mientras que el resto del cielo vac-ío tenía la blancura de una porcelana. Pero unaráfaga de viento hizo doblegarse a los álamos, yde pronto empezó a llover; las gotas crepitabansobre las hojas verdes. Después, reapareció elsol, cantaron las gallinas, los gorriones batían sus alas en los matorrales húmedos y los charcosde agua sobre la arena arrastraban en sucurso las flores rosa de ,una acacia.-¡Ah!, ¡qué lejos debe estar ya! -pensó ella.El señor Homais, como de costumbre, vino alas seis y media, durante la cena.-Bueno -dijo sentándose--, ¿así es que acabamosde embarcar a nuestro joven?-¡Eso parece! -respondió el médico.Después, volviéndose en su silla:-¿Y qué hay de nuevo por su casa?-Poca cosa. Unicamente que mi mujer estatarde ha estado un poco emocionada. Ya sabe, alas mujeres cualquier cosa les impresiona, ¡y ala mía sobre todo!, y no deberíamos ir en contrade ello, ya que su organización nerviosa es muchomás maleable que la nuestra.-¡Ese pobre León! -decía Carlos-. ¿Cómo va avivir a París? ¿Se acostumbrará a11í?Madame Bovary suspiró.-Ya lo creo -dijo el farmacéutico, chasqueandola lengua-, los platos finos en los restaurantes, los bailes de máscaras, el champán, todo eso vaa rodar, se lo aseguro.-No creo que se eche a perder -objetó Bovary.-¡Ni yo! -replicó vivamcnte el señor Homais-,aunque tendrá, no obstante, que alternar conlos demás, si no quiere pasar por un jesuita; yno sabe usted la vida que llevan aquellos juerguistasen el barrio latino con las actrices. Por lodemás, los estudiantes están muy bien vistos enParís. Por poco simpáticos que sean, los recibenen los círculos a incluso hay señoras del FaubourgSaint Germain que se enamoran de ellos,lo cual les proporciona luego ocasiones dehacer muy buenas bodas.-Pero -dijo el médico-, temo que él... allá...-Tiene usted razón -interrumpió el boticario-;es el reverso de la medalla y es preciso tenercontinuamente la mano puesta sobre la cartera.Así, por ejemplo, está usted en un jardín público,supongamos que se le presenta un individuo,bien puesto, incluso condecorado, a quienpodría tomar por un diplomático; le aborda; empiezan a hablar; se le insinúa, le invita a unatoma de rapé o le recoge su sombrero. Luegointiman más, le lleva al café, le invita a su casade campo, entre dos copas le presenta a todaclase de conocidos, y las tres cuartas partes delas veces no es más que para robarle su bolsa opara llevarle por malos pasos.-Es cierto -respondió Carlos-; pero yo pensabasobre todo en las enfermedades, en la fiebretifoidea, por ejemplo, que ataca a los estudiantesde provincias.Emma se estremeció.-A causa del cambio de régimen de vida-continuó el farmacéutico-, y del trastorno resultanteen la economía general. Y además, elagua de París, ¿cómprende usted?, las comidasde los restaurantes, todos esos alimentos condimentadosacaban por calentar la sangre y novalen, digan lo que digan, un buen puchero.Por mi parte, siempre he preferido la cocinacasera: ¡es más sana! Por eso, cuando estudiaba farmacia en Rouen, vivía en una pensión; comíacon los profesores.Y continuó exponiendo sus opiniones generalesy sus simpatías personales, hasta el momentoen que Justino vino a buscarlo para una yemamejida que había que preparar.-¡Ni un instante de descanso! -exclamó-,siempre en el tajo. ¡No puedo salir un minuto!¡Como un caballo de tiro, hay que sudar tinta!¡Qué calvario!Después, ya en el umbral, dijo:-A propósito, ¿saben la noticia?-¿Qué noticia?-Que es muy probable -replicó Homais levantandosus cejas y adoptando un tono muy serio-,que la exposición agrícola del Sena Inferiorse celebre este año en Yonville l'Abbaye. Almenos circula el rumor. Esta mañana el perió-dico insinuaba algo de esto. Sería muy importantepara nuestro distrito. Pero ya hablaremosde esto. Muchas gracias, ya veo; Justino tiene elfarol.  

Madame BovaryDonde viven las historias. Descúbrelo ahora