Capítulo 30: Destrozada

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—Deja de cubrirte —Cedric pateó el brazo de la chica, con el que intentaba ocultar su torso desnudo—, no hay nada sorprendente que ocultar y lo poco que ofreces ya lo conozco. —Sus frías palabras resonaron en su alma, haciéndola sentir humillada.

En ese punto creía que pocas cosas podrían hacerla sentir todavía peor y se sorprendía del dominio que ese demonio tenia sobre ella. Cedric sabia exactamente como hacerla sentir que no valía nada y eso lo volvía el demonio más aterrador con el que se hubiera topado.

Cedric la rodeó, obligándola a arrodillarse para tomar sus muñecas y atarlas a su espalda, sin importarle la hinchazón de la que estaba rota.

Elizabeth se quejó por el dolor de la cuerda presionando su piel, pero no opuso resistencia, sabiendo que de hacerlo le iría peor. Sentía la mano adormecida y le preocupaba que el demonio le hubiera dañado no solo el hueso. Si salía de eso estaba casi segura de que le quedaría alguna secuela, aparte de la psicológica.

Su estómago rugió, como había hecho en las últimas horas. Pasaron días desde que Cedric la dejó en ese lugar y agradecía que la dejara en paz, hasta que su cuerpo le recordó que no se alimentaba de aire. Estaba segura de que, si no comía pronto, vomitaría su propio jugo gástrico. Relamió sus labios intentando calmar la resequedad en ellos mientras imaginaba un vaso de agua fresca.

—Llevaba tanto que no tenía una humana que olvidé que debía alimentarte —sonrió al decirlo. Mentía, no lo había olvidado.

Elizabeth pensó que la mataba de hambre a propósito. Empezaba a conocerlo y no le sorprendería que esperara que ella le rogara por un poco de comida. Esa era una nueva forma de doblegarla.

Mientras la chica seguía hundida en sus pensamientos Cedric arrojó al suelo, cerca de ella, el plato de comida de Isis. La chica brincó del susto. No esperaba le tiraran un tazón de perro. Miró el recipiente con recelo, sin atreverse a levantar la mirada. Sus ojos estaban llenos de lagrimas por el coraje. Deseaba levantarse, romper sus ataduras y salir corriendo de ahí, pero nada de eso se haría realidad.

El demonio sonrió al verla consternada, divirtiéndose con la situación. Del bolsillo de su pantalón sacó un sobre de comida de gato y desde lo alto dejó caer el contenido en el plato, haciendo que solo la mitad quedara dentro de él, mientras el resto se esparcía en las baldosas.

Elizabeth aguantó el impulso de arrojarse al plato, comiendo con desesperación. La escena cruzó tan rápido por su mente que por un momento pensó que lo había hecho, hasta que parpadeó, perpleja todavía en su lugar, arrodillada a unos cuantos centímetros del plato. Descubrió que, a pesar de su situación, su voluntad se conservaba fuerte, pese a los reclamos de su subconsciente por querer doblegarse para evitarse problemas.

Bon Appetit —se burló el demonio, recargándose en los barrotes de la celda con un aire despreocupado, esperando para verla comer y ante la nula respuesta, solo sonrió—. Come antes de que retire tu plato y puedas comer solo lo que cayó al suelo.

La humana no dejaba de ver la comida con un nudo formado en su garganta. Quería resistirse y no darle la satisfacción de reírse aun mas de ella, pero su estómago rugía exigiéndole comida, traicionándola. No aguantaría más tiempo así. Pensó en su bebé y en que no quería hacerle más daño. Le parecía un verdadero milagro que después de todo el hijo de Gabriel siguiera aferrándose a la vida. Se sintió culpable por no poder protegerlo y cuidarlo.

Las lágrimas resbalaron por su cara cuando soltó un suspiro de resignación. Cerró los ojos lo mas fuerte que pudo y tragándose su orgullo y la poca dignidad que le quedaba, bajó su cabeza hasta el plato, comiendo directo de él al tener las manos atadas. Así era justo como Cedric quería verla, rebajándose a comer directo con la boca, como si fuera un animal. Su cuerpo temblaba y ya no sabía bien el por qué. Sentía enojo, tristeza y una extraña sensación que mezclaba incomodidad, pena y ansiedad, que oprimía su pecho cada vez más. No recordaba un día en el que se hubiera sentido tan humillada. Su llanto caía al plato, que devoraba con desesperación, hasta que lo terminó y tomando una fuerte aspiración, buscó la comida que reposaba sobre las sucias baldosas. Intentó imaginar que se trataba de cualquier otro platillo y que estaba sentada en su casa, comiendo con su familia. Recordó el delicioso pastel de chocolate que Gabriel le llevaba de vez en cuando y sintió como su corazón volvía a romperse. Era una estúpida. Ahora más que nunca entendía lo que significaba que no se valora lo que se tiene hasta que se pierde.

Cautivada por el ángelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora