Tercera Parte: EL SUJETADOR DE DEMONIOS - CAPÍTULO 116

185 25 0
                                    

CAPÍTULO 116

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

CAPÍTULO 116

—¿Qué he hecho?— repitió Ana, desconcertada ante la reacción de Digar—. Te he sanado. Puedo sanarlos a todos, y luego podremos ir a casa— trató de explicar.

Ahora no era solo Digar el que miraba en todas direcciones lleno de miedo, sus hombres también paseaban sus ojos temerosos por las colinas que rodeaban la ciudadela y comenzaron lentamente a retroceder, tratando de alejarse de Ana.

—Aten a Lug, llévenlo adentro— ordenó Digar con voz fuerte.

Dos pescadores enfermos se acercaron a Lug con sogas. Randall les cortó el paso con la espada en alto.

—Está bien, Randall, deja que lo hagan— dijo Lug.

—¿Qué?— exclamó Randall sin comprender.

—Dije que está bien— insistió Lug.

Randall apretó los dientes, furioso y se movió del camino de los pescadores con reticencia.

—Lug...— intentó Ana con la mano apoyada en el hombro de él.

—Debo ir con ellos, confía en mí— le respondió Lug, envainando su espada.

Los pescadores le ataron las manos a la espalda sin que él se resistiera en lo más mínimo.

—¿Para qué se lo llevan? ¿Qué van a hacer con él?— preguntó Ana, angustiada.

—Debemos prepararlo— respondió Digar.

—¿Prepararlo? ¿Qué significa eso?

Digar no contestó.

—¿Qué significa?— insistió Ana.

—Debemos ponerlo en un estado mental más receptivo para obedecer— explicó Digar.

—¿Qué? ¡No! ¡No! ¡No van a llevárselo para torturarlo!— les gritó Ana.

Lug no se inmutó ante la mención de la tortura. Los dos pescadores lo tomaron de los brazos y comenzaron a guiarlo hacia la puerta.

—Digar, ¡Por la inmensidad del mar! ¿Qué es lo que pasa? ¿Por qué tienes tanto miedo?— inquirió Verles—. Ya te dije que Wonur ya no tiene ningún poder.

—No es a Wonur a quién temen— murmuró Lug.

—¿Qué? ¿Entonces a qué?— preguntó Verles.

—Fomores— murmuró Lug.

—¿Qué...?

—Están al acecho, vigilándonos— explicó Digar en un susurro apenas audible—. Wonur les ordenó que se aseguraran de que cumpliéramos con nuestra parte. Están hambrientos. Deben escapar antes de que bajen de las colinas y los devoren a todos.

—¿Qué evitará que los devoren a ustedes también?— preguntó Verles.

—Wonur nos enfermó con esta plaga para evitar que los fomores nos devoraran antes de cumplir con nuestra misión. Son brutos y salvajes, pero poseen inteligencia suficiente para saber que se infectarán y morirán si nos comen— respondió Digar. Luego volvió su mirada hacia Ana : —Al sanarme, me has condenado a una muerte horrible, más horrible que esta peste.

Ana tragó saliva y miró en derredor, tratando de descubrir a los fomores, no vio nada.

—Podemos luchar contra ellos, podemos llamar al resto de mi gente y...— comenzó Verles, pero Lug negó enfáticamente con la cabeza.

—Son demasiados.

—Mi gente es más fuerte e inteligente...— insistió Verles.

—Son miles, nos superan en número diez a uno, incluso teniendo en cuenta a la gente de Aros— dijo Lug.

—Yo no veo nada— intervino Ana.

—Están ahí— aseguró Lug—. Están ocultos, pero los percibo claramente.

—Entonces estamos perdidos— dijo Colib, angustiado.

—No, no todavía— dijo Lug—. Solo están vigilando. Si seguimos con el plan de Digar de llevarme cautivo a la ciudadela, ustedes podrán volver a la barca y salvarse.

—No vamos a dejarlo— dijo Ana con firmeza.

—No hay opción— respondió Lug.

—¿No puede hacer algo? ¿Usar su habilidad?— preguntó Colib.

—Son demasiados, inclusive para mi habilidad— respondió Lug.

—Debemos movernos— los apremió Digar.

Un coro de alaridos salvajes coronó sus palabras. En segundos, todos vieron entre fascinados y horrorizados el hormigueante movimiento en las colinas. Lug tenía razón, eran miles y miles, todos avanzando torpe pero vertiginosamente colina abajo. Su fortaleza física y su determinación compensaban su falta de inteligencia. Sería cuestión de minutos para que llegaran hasta las puertas de la ciudadela, arrasando con todo y con todos a su paso, sembrando destrucción y muerte.

Todos se quedaron momentáneamente helados de terror. Fue Lug el que reaccionó primero:

—¡Ana! ¡Desátame! ¡Rápido!

Ana sacó el puñal escondido en su vestido azul y cortó las sogas que maniataban a Lug. Una vez liberado, Lug se dirigió a Digar:

—Digar, cambio de planes, métanse adentro todos y cierren las puertas— ordenó.

—Los fomores derribarán las puertas y entrarán de todas formas— protestó Digar.

—Trataré de detenerlos, pero necesito que estén a salvo— explicó Lug.

—Creí que había dicho que eran demasiados para su habilidad— intervino Colib.

—Tengo una idea que tal vez funcione— dijo Lug.

—¿Qué idea?— preguntó Ana, suspicaz.

—No tengo tiempo de explicártelo ahora, Ana. Por favor, por una vez, hazme caso sin cuestionamientos. Vamos, todos vayan adentro, pónganse a salvo. ¡Ahora!— les gritó Lug con urgencia. Verles y los demás comenzaron a seguir a Digar y a los suyos hacia las puertas, pero Ana se plantó frente a Lug:

—No voy a dejarlo solo aquí afuera a merced de esas bestias— declaró.

—Ana, éste no es el momento para demostrar tu valentía y tu lealtad. ¡Vete adentro! ¡Ya!

—Eso no va a suceder.

Lug echó una mirada a los fomores que avanzaban con gritos que erizaban la piel, y resopló, exasperado.

—No tengo tiempo para esto— gruñó—. ¡Randall! ¡Sácala de aquí!

Sin dudar ni un segundo, Randall tomó a Ana del brazo y la arrastró pateando y gritando hasta las puertas. Los demás ya habían cruzado el umbral, y cuando Ana y Randall entraron en el patio interno, Digar y su gente cerraron las pesadas puertas de madera, dejando a Lug afuera, a merced de una horda de fomores enloquecidos.    

LA PROFECÍA ROTA - Libro III de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora