Segunda Parte: EL FUGITIVO - CAPÍTULO 38

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CAPÍTULO  38

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CAPÍTULO 38

—Fynn— lo codeó Angus, su compañero de guardia, señalando con la cabeza hacia el norte.

—Sí, ya los vi— respondió Fynn.

Todavía estaban lejos para saber bien quiénes eran, pero no tanto como para que el ojo agudo de Fynn pudiera discernir que eran soldados armados.

—Da la alarma, que la guardia se prepare— ordenó Fynn a su compañero. Éste asintió y sonó el cuerno tres veces. Pronto, los demás Tuatha de Danann que custodiaban el palacio se acercaron, tomando la formación de defensa. Todos prepararon sus arcos.

—¿Quiénes crees que sean?— murmuró Angus, entrecerrando los ojos para enfocar mejor su vista.

—No lo sé, pero vienen armados, aunque no son suficientes para realizar un asalto al palacio— comentó Fynn. En efecto, aunque estaban lejos, Fynn había podido calcular que no eran más de cien. La mayoría venía de a pie, pero el que los comandaba venía al frente, montado en un caballo.

—¿Quieres que mande a avisar a Eltsen?

Fynn suspiró, en el estado que estaba Eltsen, no ayudaría mucho en la situación, pero si los Tuatha de Danann no podían repeler a los intrusos, necesitarían de la guardia interna del palacio.

—Ve a avisarle y vuelve enseguida— ordenó Fynn, reticente.

El otro asintió y se introdujo en el palacio.

Cuando estuvieron más cerca, Fynn reconoció los uniformes: eran soldados de Aros. ¿Pero qué hacían allí? ¿Serían la ayuda prometida por Calpar? No, Calpar sabía bien que cien soldados no podrían lograr nada excepto ser masacrados por la gente de Malcolm. Mil interrogantes invadían la mente de Fynn.

Cuando estuvieron lo bastante cerca, Fynn pudo ver que todos llevaban sus espadas envainadas, no parecían tener intenciones hostiles. Pero Fynn no bajó la guardia. Levantó una mano haciendo una seña a su gente, indicando que no dispararan sus arcos pero que se mantuvieran alertas.

El que comandaba la partida desmontó con un gruñido de cansancio y se acercó a Fynn con las manos a la vista, tratando de mostrarse amigable.

—¿Fynn? ¿Eres tú? ¿Qué haces aquí?— dijo el extraño.

Fynn arrugó el entrecejo. ¿Quién era este hombre? ¿Y cómo sabía su nombre? La mente de Fynn trabajaba a toda velocidad, tratando de recordar de dónde podía conocer a alguien de Aros. La única vez que había estado en contacto con gente de Aros había sido hacía diez años en Medionemeton, durante el Concilio. Fynn volvió a observar atentamente al soldado. Bajo todo el polvo y el cansancio del viaje lo reconoció al fin.

—¿Randall?

Randall sonrió.

—El mismo.

Fynn sonrió también. Randall era el capitán de la guardia personal de Althem y había sido parte de la delegación que había acompañado al príncipe de Aros al Concilio. Allí era dónde lo había conocido brevemente.

—Gusto en verte— dijo Randall, levantando una mano extendida para saludar a Fynn. Pero Fynn no se movió para tomar la mano.

—¿Qué sucede?— preguntó Randall, sorprendido.

Fynn echó una mirada rápida hacia atrás y vio a los guardias faberlandianos apostados en los balcones altos del palacio.

—¿Te envió Calpar? ¿Althem vendrá con un ejército?— le preguntó Fynn en un murmullo urgente.

—¿Calpar? No... yo...— comenzó Randall, confundido.

—¿Tienes más hombres?— lo cortó Fynn.

—No. Fynn, ¿qué es lo que sucede?

—Es muy largo de explicar. Debes irte ya mismo— le espetó Fynn, echando otra breve mirada hacia los balcones. El número de guardias apostados en lo alto se había duplicado en segundos.

—No puedo irme, necesito hablar con Eltsen, necesito información, necesito saber si...

—Randall, vete ahora— lo urgió Fynn.

—¡Asesinos! ¡Asesinos!— se escuchó el grito desde lo alto.

Randall levantó la vista y vio a un hombre con el cabello revuelto que apenas se podía sostener en pie.

—¡Asesinos!— volvió a gritar el hombre, apoyándose en la baranda del balcón para sostenerse.

—¿Quién es ese?— preguntó Randall.

—Eltsen. Randall, por lo que más quieras...

—¿Eltsen?— repitió Randall, sorprendido. La imagen que recordaba del Eltsen serio y retraído no coincidía con la de aquel hombre desarreglado y fuera de sí que gritaba desde uno de los balcones. Randall paseó la mirada por los demás balcones y vio a los guardias. Había cientos de ellos. Todos sujetaban unos extraños objetos negros. Randall no sabía qué eran exactamente o cómo funcionaban, pero no podían ser más que una cosa: armas.

Fynn volvió también la mirada hacia arriba y vio que Eltsen lo observaba. Ahora más que nunca, no podía mostrarse amigable con Randall. Cualquier gesto de amistad le costaría la cabeza. Fynn tomó una flecha y la colocó en su arco, estirando la cuerda hacia su mejilla, apuntando directamente a la cabeza de Randall. Automáticamente, los soldados que acompañaban a Randall desenvainaron sus espadas, pero Randall hizo un gesto con la mano en alto, indicando que volvieran a envainar las armas. Los soldados obedecieron, reacios.

—Lo lamento amigo— dijo Fynn—, pero Eltsen no puede ayudarte. Debes irte ahora antes de que sea tarde. Lleva a tu gente hacia el sur. Hay un pequeño bosque, encuentra el arroyo que corre de este a oeste y espérame allí. Iré lo antes posible y te ayudaré en lo que pueda, pero ahora debes irte.

Randall asintió con la cabeza y se volvió hacia sus soldados. Antes de que pudiera dar la orden de retirada, vio cómo los soldados de los flancos comenzaban a caer muertos a su alrededor. No había flechas clavadas en sus cuerpos, y sin embargo, la sangre brotaba de orificios que aparecían en sus pechos y en sus cabezas como de la nada. Randall se quedó paralizado por un momento, tratando de comprender lo que sucedía a su alrededor. Se volvió hacia Fynn con los ojos llenos de horror.

—¡Vete!— le gritó Fynn, aun con la flecha preparada en su arco.

Randall vio que los Tuatha de Danann no estaban disparando, solo tenían los arcos preparados, pero no estaban disparando. Las heridas eran causadas por extraños haces de luz que eran despedidos por aquellas extrañas armas negras que empuñaban los guardias de los balcones. ¿Pero cómo era posible? ¿Qué clase de armas eran aquellas?

—¡Retirada!¡Todo el mundo fuera de aquí!— reaccionó Randall al fin, gritando a su gente y echando a correr hacia el sur. No tuvo tiempo siquiera de montar a su caballo.Los soldados que aun quedaban en pie pusieron pies en polvorosa, siguiendo a su líder en desordenada carrera.

LA PROFECÍA ROTA - Libro III de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora