Tercera Parte: EL SUJETADOR DE DEMONIOS - CAPÍTULO 111

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CAPÍTULO 111

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CAPÍTULO 111

La reina se asomó por debajo de la vela. La torrencial lluvia había cesado. Había cubierto la barca con la vela encerada, y así había evitado que se llenara de agua y se hundiera. Diame miró en derredor, desorientada: no veía la isla por ninguna parte. No era posible que la tormenta la hubiese alejado tanto como para no verla, pero tampoco era posible que hubiera desaparecido.

Después de que Lug la había empujado hacia el mar, ordenándole que volviera al continente, ella había pretendido hacer caso hasta que Lug se fue de la orilla. Cuando ya no pudo divisarlo, segura de que él tampoco podía verla a ella, cambió su posición en la barca y se puso a remar otra vez hacia la costa. No tenía intenciones de abandonar a Lug. Sabía que no tenía ninguna habilidad especial para combatir a Wonur, pero confiaba en que encontraría alguna forma de ayudar. Y si no podía ayudarlo, al menos lo acompañaría hasta el final para que no muriera solo y abandonado.

Al desembarcar en la orilla, recorrió la playa, pero no vio señales de Lug ni de Wonur. ¿Habría llegado tarde? Vio un trozo de soga junto a la barranca y adivinó que Lug había escalado hasta la parte más alta de la isla. La reina observó la barranca por un momento, pero decidió que para ella sería imposible escalarla. A los costados de la pequeña playa, se alzaban empinados acantilados que terminaban internados en el mar. No había forma de rodear la isla caminando. Después de pensar un momento, decidió volver a la barca. Con su nueva vitalidad y energía, la empujó hacia el mar y se subió de un salto. Había decidido rodear la isla con la esperanza de que el risco no fuera tan empinado del otro lado. Tal vez habría algún sendero que pudiera usar.

Mientras remaba vigorosamente, rodeando la isla, escuchó la tremenda explosión. Vio los árboles en llamas y el humo espeso elevándose hacia el cielo.

—Oh, no, no, no— se dijo angustiada, aplicándose a remar con más fuerza.

Una parte de su mente le decía que Lug seguramente había muerto en la explosión, pero otra le daba esperanza: tal vez solo estaba herido, y si estaba herido, necesitaría su ayuda. Aunque la isla era pequeña, rodearla le tomó más tiempo del que había creído le tomaría. Tenía viento en contra, y por más que remaba con ahínco, el viento parecía burlarse de sus esfuerzos, regresándola hacia atrás constantemente.

Mientras remaba, vigilaba la cima de la barranca. No había habido más explosiones. Diame no sabía si eso era bueno o malo, solo sabía que tenía que apurarse. Rodeó la isla casi entera y no vio ningún sendero, ninguna forma de subir. Finalmente, decidió desembarcar en el lado opuesto a donde habían llegado con Lug. Encalló la barca en la arena y se puso a caminar por la isla, explorando la mejor forma de subir. De este lado, la barranca parecía menos abrupta, pero no creía que pudiera escalarla. La vegetación era más cerrada de este lado y no podía ver ningún sendero o abertura que pudiera hacer la ascensión más fácil.

Diame miró hacia arriba. Lug podía estar herido, agonizando allá arriba. La reina volvió a la barca y sacó unas sogas, de alguna forma, iba a subir a buscarlo.

Solo había escalado unos escasos metros, cuando reparó en las enormes nubes negras de tormenta que se acercaban. Miró hacia atrás y vio que el mar estaba empezando a subir. No sabía mucho sobre el mar, pero, ¿era posible que la marea lo hiciera subir tan rápido? ¿Y a esta hora? La reina se dio cuenta de que el mar iba a arrastrar la barca sin remedio, y Lug y ella quedarían varados en la isla. Suspirando, bajó la barranca y fue corriendo hasta la playa. El agua ya casi había arrancado la barca de la arena. Intentó arrastrarla más adentro de la isla, pero el viento y la fuerza de aquella extraña marea no le permitían moverla hacia dónde quería. Miró hacia sus pies y vio que el agua ya le llegaba a las rodillas; si no tomaba recaudos, terminaría ahogada. Resoplando con frustración, se encaramó a la barca y trató en vano de guiarla en el mar embravecido.

Asombrada, vio como el agua avanzaba y subía por la barranca a una velocidad vertiginosa. ¿Qué estaba haciendo Wonur? ¿Por qué había decidido inundar la isla? A este paso, el agua cubriría pronto la barranca y la reina no tendría que escalarla. Si podía dirigir la barca, podría rescatar a Lug de la cima de la barranca.

La reina siguió peleando con los remos. El cielo se había oscurecido aun más, y como si la furia del mar no fuera suficiente, del cielo comenzaron a caer atronadores rayos que le sacudían hasta las entrañas. Tal vez era una ilusión, pero le pareció que los rayos caían solo sobre la isla. Y luego, para coronarlo todo, la lluvia. El agua caía con tal intensidad que formaba una cortina impenetrable. La reina no podía ver nada y solo atinó a guardar los remos y extender la vela sobre la barca, protegiéndose bajo ella.

Así había estado hasta que la tormenta cesó abruptamente y descubrió que la isla ya no estaba. Al menos el sol volvía a asomar en el cielo. Observó un momento su posición y comenzó a remar hacia donde pensaba que debía estar la isla. Al cabo de un rato, vio restos de vegetación flotando en el agua, pero no había señales de la isla. Solo troncos y ramas flotando a la deriva. La reina lloró en silencio la muerte de Lug. Ya no había nada más que hacer. No sin cierta reticencia, tomó los remos, comprobó la posición del sol y comenzó a remar hacia el sur, hacia el continente.

Echó una última mirada hacia atrás, hacia los restos esparcidos flotando, únicos testigos de la brutal batalla que había ocurrido en este lugar. Vio algo reflejar el sol, algo que flotaba en el mar. Ningún tronco hubiera podido reflejar así la luz. De inmediato, Diame comenzó a remar hacia el destello. Entre todos los troncos y ramas lo vio: era un tronco que tenía algo envolviéndolo en el medio. Cuando se acercó más lo reconoció: era el cinto de Lug. Las incrustaciones de plata habían reflejado el sol. Diame extendió uno de los remos y acercó el tronco a la barca. Al tocarlo, vio que el tronco arrastraba algo.

—¡Por el gran Círculo! ¡Lug!— exclamó la reina.

De inmediato, aseguró una soga al cuerpo de Lug y lo subió con esfuerzo a la barca. Allí vio que Lug había tomado la precaución de atar su pierna a un tronco con su cinto. Sonrió ante lo ingenioso de su acción. Desató el tronco y acomodó al inconsciente Lug entre las mantas que la habían envuelto a ella. Lo puso de costado y le golpeó la espalda con urgencia. La reina sonrió aliviada al oírlo toser y escupir agua sobre las mantas.

Lug abrió los ojos y gruñó sin comprender bien a dónde estaba.

—Tranquilo, está a salvo— le dijo la reina, apoyando una mano sobre el hombro de él.

—¿Cómo...?— articuló Lug.

—Su cinto lo salvó. Su madre sabía bien lo que hacía cuando le dejó ese atuendo.

En medio del mareo y la debilidad, Lug asintió, sonriendo.

—Lo hice— dijo Lug con los ojos entrecerrados, la voz apenas audible—. Lo vencí.

—Bien hecho— lo felicitó ella—. Ahora descanse, nos vamos a casa.

Lug cerró los ojos otra vez y se abandonó a la inconsciencia.

LA PROFECÍA ROTA - Libro III de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora