Primera Parte: EL PRISIONERO - CAPÍTULO 14

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CAPÍTULO 14

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CAPÍTULO 14

Lug estaba preocupado. Ana no había vuelto a aparecer. No sabía cuánto tiempo había pasado en esa celda sin ventanas, no sabía si era de noche o de día, pero juzgaba que ya eran más de veinticuatro horas desde que Ana se había despedido de él con el plan de hurgar entre las cosas del Supremo para descubrir su identidad. Algo estaba mal. El corazón se le encogió al pensar que tal vez habían descubierto a Ana revisando cosas indebidas y que ahora estaría en peligro por su culpa.

Sentía deseos de gritarles a los guardias para que abrieran la celda, y así preguntar por ella, pero sabía que sus gritos solo le ganarían que lo amordazaran de nuevo. No quería estar amordazado. En la oscuridad de la opresiva celda hecha con madera de balmoral, todo lo que podía hacer era esperar.

Su corazón saltó esperanzado al escuchar el tintineo de las llaves y el sonido de los engranajes de la cerradura de la puerta al abrirse.

—¡Ana!— exclamó con alegría al verla entrar presurosa.

Ana ni siquiera lo saludó.

—Beba esto— dijo, sacando de entre sus ropas una extraña botellita con un líquido azulado y acercándolo a sus labios.

—¿Qué es?— quiso saber Lug.

—Solo bébalo— repitió ella un tanto nerviosa, mientras lanzaba furtivas miradas a la puerta de la celda para comprobar que los guardias siguieran afuera.

Lug hizo una mueca al sentir el sabor amargo del brebaje.

—¿Qué es esto, Ana? ¿Qué ha pasado?— insistió Lug.

Ella solo le sostuvo el mentón y le vació el contenido del frasco en la boca. El líquido era insoportablemente amargo en su boca. Era escupir o tragar. Lo tragó.

—Para el mal sabor— dijo Ana, metiéndole un terrón de azúcar en la boca. Lug lo chupó de buena gana.

Mientras saboreaba el azúcar, Lug vio el moretón violáceo en la mejilla de ella.

—Ana, ¿qué...? ¿Quién te hizo esto? ¿Qué pasó?

Ana sacó otro frasco y se puso unos guantes de cuero sin contestar. Abrió la túnica blanca y la camisa hasta dejar el pecho de él al descubierto.

—¡Ana! ¡Qué estás haciendo!

—No hay tiempo para que le explique, tendrá que confiar en mí— le dijo ella, sacando un pañuelo.

Mojó el pañuelo con el líquido y comenzó a frotarlo por su pecho. Un ardor intenso lo invadió.

—Ahgh, Ana, ¿qué...?

Ana hizo caso omiso de sus protestas. Volvió a cerrar la camisa y la túnica, y luego desprendió los puños de la camisa, arremangándolo hasta los codos. Frotó más de ese líquido en los antebrazos de él, y volvió a desenrollar y cerrar los puños de la camisa, dejándolos como estaban.

—Ana, por favor, dime lo que está pasando— pidió Lug, haciendo un esfuerzo por ignorar el ardor insoportable en los brazos y el pecho.

—Lamento que las cosas tengan que ser así— dijo ella—, pero no se me ocurre otra cosa.

—Ana, por favor, dime— rogó él.

—El mensajero volvió con la respuesta— dijo ella con la voz quebrada—. Van a ejecutarlo.

A Lug le corrió un escalofrío por la espalda. De repente, el ardor que sentía en los brazos y el pecho era la menor de sus preocupaciones. Abrió la boca otra vez para preguntar a Ana por qué le había hecho beber aquél horrible líquido, pero Ana no le dio tiempo, simplemente dio media vuelta y salió apurada de la celda.

Ana tenía un plan, debía tener un plan, ella iba a ayudarlo, no iba a dejar que muriera... Ana... Ana... este no podía ser el final. Lug tragó saliva, tratando de calmarse, tratando de pensar... había un plan, tenía que haberlo... Pero si había un plan, Ana había olvidado decirle cuál era su parte, qué debía hacer él. ¿Cómo iba a saber lo que debía hacer para ayudar a su plan?

El Supremo entró en la celda. Vestía de negro como la primera vez, y la capucha de su atuendo le ocultaba el rostro. El Supremo dio orden a los guardias de que entraran y llevaran al prisionero al patíbulo. Los guardias eran tres: mientras dos sostenían a Lug por las axilas, el otro abrió las cerraduras de los grilletes con una pequeña llavecita de hierro. Luego le volvieron a atar las manos a la espalda, y lo arrastraron violentamente a través de la puerta de la celda.

Lug se sintió un poco mareado, aunque nunca supo si fue por la debilidad, la droga o el terror que comenzaba a invadirlo. Una vez fuera de la celda, intentó enfocar su atención en los patrones de los guardias, pero le era difícil concentrarse. Los guardias lo arrastraron rápidamente por un largo pasillo iluminado por antorchas, y luego por una escalera de piedra, hasta el salón principal del Templo. El Supremo hizo una seña con la mano, apurando a los sacerdotes que lo empujaban por el amplio salón. Uno de los sacerdotes abrió la puerta principal, y lo sacaron a la calle.

La cabeza le daba vueltas, y había perdido la noción de lo que sucedía a su alrededor. La luz del sol le hirió las pupilas que reaccionaron dolorosamente después de tres días de oscuridad. Apenas podía caminar, las imágenes aparecían ante él como meras nubes grisáceas.

Lo arrojaron adentro de una jaula montada sobre un carro tirado por un caballo, una jaula construida con barrotes de balmoral. Lo pasearon por toda Cryma, exhibiéndolo como se hace con esas curiosidades monstruosas que llegan de la mano de los circos. La gente miraba. Algunos gritaban insultos, otros pedían misericordia, pero nadie podía resistir la tentación de mirar.

Habían visto a aquel hombre caminar altivo como un rey poderoso, escoltado por obsequiosos sacerdotes hacia el Templo. Muchos habían pensado que venía a hacerse cargo del Templo, que venía a cambiar las cosas, que venía a sacarlos de la opresión. Sí, muchos habían alimentado una débil llama de esperanza al verlo con su magnífico atuendo, con aquella espada que parecía forjada por los propios dioses, pero al verlo ahora en la jaula, indefenso, rechazado, se daban cuenta de que solo había sido un loco, un borracho, alguien que no sabía lo que hacía. Su locura y su ignorancia lo llevarían a la muerte.

El que había parecido un salvador poderoso, semejaba ahora un guiñapo, con el cuerpo desinflado, inerte, con la cara apoyada en los barrotes; una cara con ojos enrojecidos que miraban al vacío, una cara de labios partidos que solo atinaban a suspirar porque ya no podía salir de ellos palabra alguna, una cara pálida, atormentada por el terror de la muerte cercana. Esto era lo que la gente veía en él, pero él ya no tenía conciencia de nada.

En un momento de lucidez, recordó los últimos momentos con Ana. El plan. La angustia lo invadió al darse cuenta de cuál era el plan. Iba a morir, iba a ser ejecutado. Ana le había dado una droga para que no sufriera, para disminuir el terror, para que en sus últimos momentos, perdiera la conciencia de todo. ¡Oh,Ana! Su acto de misericordia lo había matado. Si hubiera podido estar lúcido cuando lo llevaron hasta la jaula, habría podido dominar a los guardias,escapar. Ahora, en esta jaula que inhibía su habilidad, y con la mente apenas consciente, estaba perdido.    

LA PROFECÍA ROTA - Libro III de la SAGA DE LUGDonde viven las historias. Descúbrelo ahora