Intruso

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Lance lo observó alejarse.

Salió de entre los arbustos y cruzó la calle directo a su casa.
Estuvo tentado a seguirlo pero al final decidió que no valía la pena.
Entró a su casa.
Lance tenía un olfato sobrenatural que lo había ayudado varias veces. Le gustaba pensar en sí mismo como el Jean-Baptiste de la vida real. Aunque su necesidad no estaba relacionada con el obtener el perfume perfecto, lo único que él quería era poder.

Subió las escaleras y entró a su cuarto.
La camiseta negra que tan meticulosamente había dejado en el suelo, no estaba en la forma que la había dejado.
La levantó y aspiró el olor que de ella emanaba. Olía a él. A Keith.
Se acercó a la cama buscando la mancha que había hecho en una de las esquinas.
No estaba.
Al menos el mocoso tenía el sentido común de lavar las sábanas que manchaba.

La primera vez que supo que alguien había entrado a su casa casi salía con un cuchillo en mano a buscarlo. Pero reconoció el olor. No recordó de dónde pero lo reconocía.
Hizo un repaso mental, buscando ese olor en su memoria hasta que lo encontró. El olor de un muchacho pálido que se sentaba en una mesa y solo pedía una malteada de chocolate en el restaurante en el que trabajaba.
Cuándo identificó el olor y a su dueño le fue fácil ir dejando pequeñas trampas por la casa. Como la camiseta negra.
Lo que Keith no sabía era que el olor de su semen aún flotaba en el ambiente. Eso no debía borraba tan fácil.
Captó el delicado aroma de Keith y fue a la cocina. Abrió el refrigerador y tomó el cartón de jugo de manzana. Esa mañana había hecho una pequeña marca para señalar la cantidad de jugo, lo puso contra luz.
Aquel pequeño bastardo le había dado un trago a su jugo.
Eso era inconcebible.
Podía aceptar el hecho de aquel extraño niño entrara a su casa y se masturbara en su cama con su ropa puesta pero... ¿beberse su jugo? Eso sí que no lo aceptaría. Le costaba conseguir esa marca de jugo para que un mocoso de catorce años viniera y se lo bebiera.
Suspiró y metió el envase de nuevo al refrigerador.
Aspiró.
Sonrió.
El olor de Keith iba directo a la alacena.
Sacó la llave y abrió.
Como se lo imaginó, las cosas no estaban como las había dejado. La alfombra tenía rastros de tierra y la linterna no estaba en posición vertical como la había puesto.
Levantó la alfombra y los tablones sueltos, tomó la linterna y bajó.

Al menos lo único que parecía estar igual era la chica. 
Había sido tan sencillo secuestrarla.
Una cuenta falsa en Facebook, contar sólo lo necesario para ganarse su confianza, mostrarse sensible e interesado y listo, caían como moscas.
Le había pedido verla después de clases en un lugar público, esa era la clave. No dejar que sospechen nada hasta que sea demasiado tarde.
La había citado en un parque. La observó a lo lejos oculto entre los árboles.
La encontraba realmente repelente. Tenía un rostro redondo y pecoso con granos por todas partes. Estaba gorda, realmente gorda, pesaba como mínimo cien kilos y eso para una niña de trece era mucho. Demasiado.
Además estaba el hecho de que era la matadita de su clase. Detestaba ese tipo de personas.
Mientras lo esperaba la mocosa había sacado una barra de chocolate y se lo zampaba con placer. A Lance le había dado asco. La llamó pidiéndole disculpas ya que no iba a poder ir pues su madre se había enfermado. La gorda se tragó la mentira igual que el chocolate y se había levantado para irse. Y fue ahí dónde entró Lance "el salvador de damiselas". Le ofreció llevarla a casa en su moto. Y la muy estúpida había aceptado.
El resto era simple.

—Hola, ¿me extrañaste? —la chica (¿cómo se llamaba?), lo miró asustada y se pegó a la pared, olió la habitación, arrugó el ceño—. Te orinaste encima cerda asquerosa —llegó hasta ella y la pateó en la cara, la sangre le brotó de la boca—. ¡Te dije que no me gusta la suciedad! —le aplastó un pie hasta escucharla gritar.
Respiró hondo.
—¿Cuánto llevas aquí? —le preguntó con calma, no le gustaba perder el control—. Dos semanas. Ese  es el tiempo que llevas aquí. Y a nadie en la escuela le importa.
La niña comenzó a llorar.
—Mírate. Eres asquerosa. Pero era mucho peor antes. Estabas gorda. Ya no. ¿Ves como era tan fácil? Sólo debías dejar de comer porquerías y listo, tendrías un cuerpo por el que morirías —se rió—. Pero ahora es literal, te mueres. Vamos ríete, no seas amargada —se puso serio—. Vino a visitarte un chico, ¿verdad? Un chiquillo como de catorce, pálido como un muerto —se arrodilló frente a ella—. ¿Te dijo algo? ¿Te prometió sacarte de aquí? —ella siguió llorando, Lance la tomó del cabello y la hizo levantar la cabeza—. ¿Crees que lo hará? ¿Crees que irá directamente a la policía y les dirá todo? —le sonrió. Tomó el rostro de la niña entre sus manos y la golpeó contra la pared. Un hillillo de sangre se escurrió por su nuca.
Respiraba, no estaba muerta. Aún.
Subió.

Se acostó en su cama con la camiseta negra en la mano. Esa que Keith había tocado. Aspiró el olor mientras desabrochaba su pantalón y sacaba su miembro. Comenzó a masturbarse tal y como lo había hecho Keith minutos antes.
Debía ir en busca de Keith.
Debía atraparlo y matarlo antes de que lo delatara.
O no.
Había algo en ese niño.
Algo oscuro que sólo Lance podía ver.
Odio.
Un odio profundo que terminaría matándolo si no lo liberaba.
Estaba casi seguro que Keith no lo delataría. 
Y estaba seguro de que volvería.
Keith volvería no sólo para otra sesión de sexo solitario sino para verla a ella.
No para ayudarla sino todo lo contrario, para verla sufrir y regocijarse en ello.
Quizás incluso la golpearía un poco.
El odio estaba ahí.
Keith era igual a él.
Ambos tenían su lado oculto.

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Iba en el camión cuándo pensé todo esto
Y pues antes de que se me olvidará...

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