Arrepentido

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Keith no podía sacarse el olor a sangre.

¿En qué momento había perdido el control de sí mismo?
Sólo había ido a casa de Lance para... bueno, complacer sus bajos instintos. Pero todo había salido mal.
Había bajado a verla.
Y una vez ahí no pudo detenerse.

Se acostó en la cama y se cubrió con las mantas tapando su rostro.
—Keith —se descubrió el rostro. Su padre estaba de pie en la puerta con el rostro enrojecido por el alcohol—. ¿Qué haces aquí?
—Vivo aquí.
—Es viernes y es de noche.
—Oh, vaya. Gracias por señalar lo evidente —susurró.
—¿Qué dijiste? —su padre lo miró con el ceño fruncido.
—Que sí, es viernes.
—Bueno y ¿por qué estás aquí? ¿No deberías estar con tus amigos?
—Estoy cansado.
—Perfecto. Mis amigos vendrán y quiero que...
—Ahora que recuerdo, sí, tengo planes. Tenemos que entregar un trabajo para el lunes.
Ni loco pensaba quedarse ahí con sus estúpidos amigos. Una vez había cometido el error de hacerlo y fue a parar al hospital con dos costillas rotas y una pierna torcida.
—Oh, está bien. No llegues tarde.
Keith asintió distraídamente.
Se puso su parka negra y salió.
¿A dónde podía ir?
No tenía amigos ni un lugar que quisiera visitar.
Aunque... había uno. Un lugar en dónde había sido él mismo. No lo visitaba desde hace tres años. Quizá ya era tiempo.
Tomó el autobús y miró por la ventana completamente aburrido.

El lugar seguía estando sucio.
Y abierto.
La puerta del almacén había desaparecido muchos años atrás y desde entonces era el hogar de animales callejeros y vagabundos.
En el pasado en ese lugar se almacenaba pieles curtidas para calzado, por lo que el olor a cuero aún persistía.
Conocía ese lugar gracias a su madre.
Entró. Afortunadamente el lugar estaba vacío. Había tenido desagradables encuentros con vagabundos y no deseaba repetirlos.
Había botellas y latas de cerveza por todas partes, jeringas usadas, sangre y otros fluidos.
Pateó una botella sólo por hacer ruido. Ese lugar era aterradoramente silencioso.
Es el hogar del Sr. Silencio —solía decirle su madre.
Tomó una de las botellas y la rompió golpeándola contra la pared. Ahora sólo hacia falta algún...
Sonrió.
Ese día estaba volviéndose mejor.
Una gata había aparecido desde una de las esquinas.
Keith amaba los gatos.
Se acercó a ella. La gata se erizó y mostró sus dientes gruñendo.
Keith realmente amaba los gatos.
Miró la esquina de dónde había salido y su sonrisa se ensanchó.
Había tres gatitos moteados sobre un montón de periódicos.
Sacó su encendedor, levantó un pedazo de papel del suelo y lo encendió.
La gata seguía sus movimientos fijamente.
Sin previo aviso, Keith corrió hacia ella y la mandó volando de una patada. El animal se golpeó contra la pared y Keith aprovechó para acercarse a los gatitos. Con el papel encendido aún mano, lo dejó caer sobre los animalillos. Uno chilló de sorpresa al tocarlo el papel y los otros dos intentaron alejarse.
No los dejó. Tomó a uno y le rompió el cuello con las manos.
Al otro le aplastó la cabeza con su zapato.
Al tercero lo dejo maullar mientras las llamas lo consumían.
Vio movimiento por el rabillo del ojo y se giró para evitar que la gata le rasguñará el rostro. La tomó de la cola y la golpeó contra la pared, una y otra y otra vez, hasta que la cabeza fue sólo un amasijo de carne y sangre. La dejó caer.
Le gustaban mucho los gatos.

Salió del almacén.
El sol ya se había ocultado pero sabía que los amigos de su padre no se irían hasta que alguien llamará a la policía.
No tenía mucho que hacer.
A menos que encontrará algún otro animal.
Se sentó contra la pared.

Recordó a su madre. Por esa razón no había ido en tanto tiempo, porque la esencia de ella aún estaba ahí.
Había olvidado mucho de ella.
Su nombre.
Su rostro.
Pero no olvidaba su olor, o sus gritos.
Ella lo llevaba ahí desde que podía caminar.
La recordaba sentada en una esquina con una liga en el brazo y preparando una jeringa.
Muchas veces lo había mirado y le había preguntado si quería un poquito de eso, pero siempre dijo que no pues odiaba las inyecciones. 
Fue ahí, a los ocho años que supo que era gay.
Gracias a Tony, un muchacho drogadicto que se había vuelto su obsesión. Lo perseguía por todos lados, observándolo, deseando algo que no sabía lo que era pero que lo consumía. Tony nunca le dio nada más allá que caricias inocentes en el rostro, pero para Keith aquello era suficiente.
Él lo había encontrado muerto. Tony se pudría en una esquina sin que nadie se hubiera percatado. Aunque su madre le dijo que murió de una sobredosis (Keith sabía mucho sobre ese mundo a pesar de su corta edad), él había  descubierto el cadáver y supo que lo habían asesinado a puñaladas.
Después de eso su madre dejó de ir y prefería drogarse en su casa, pero a Keith le gustaba ese lugar y siguió yendo.
Ahí conoció a Lisa, una muchacha ya loca por tantas drogas que le había enseñado como sacar su furia matando gatos.
A los diez años Keith podía destripar un gato con precisión quirúrgica.
Y ese día estuvo a punto de hacerlo, pero con una persona.

Aun podía ver su rostro esperanzado.
Ella realmente creyó que iba a salvarla y eso lo enfureció. Lo único que él quería era verla sufrir sin intervenir de ninguna manera. Pero no, aquella estúpida lo había mirado casi con  alegría y no pudo soportarlo. La había pateado sólo para que entendiera que no pensaba ayudarla, y después no pudo detenerse.
Siguió pateandola hasta que el pie le dolió.
Era tan diferente de patear gatos.
La carne de las personas soportaban mejor los golpes.
Y tuvo una idea grandiosa. Tomó su navaja y comenzó a cortarla, primero cortes superficiales y luego más profundos. En algún momento había metido su dedo en una herida echa en el brazo. Y se había regocijado ante los gritos de ella.
Pero exageró.
No supo detenerse, la había apuñalado en los brazos y en las piernas. La había mordido sólo para poder saborear su sangre y... (lo que más le avergonzaba de todo lo que había hecho), le había arrancado un trozo de piel del muslo y se lo había tragado.

Se levantó.
Comenzaba a tener frío y se sentía muy cansado.
Volvería a su casa y se encerraría en el closét hasta que los cerdos esos se hubieran ido.
Rememoró el sabor de la sangre.
Se sintió enrojecer al comprender algo.
Le había gustado aquello.
Y sabía que iba a volver.







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Primero dejo a Keith tuerto y medio muerto y luego lo hago caníbal.
Creo que debo volver al psiquiatra.

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