Diecisiete.

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Se me habían acabado los laxantes, la caja que escondía estaba desesperadamente vacía y los necesitaba después de las tres mil calorías que me metiera en el desayuno antes de poderme parar a pensar en que me iba a arrepentir. Debía coger el bus e ir a una farmacia que había a media hora desde mi casa para asegurarme de que mis padres nunca fuesen allí y la farmacéutica les comentase que su hija ejemplar-sana-no loca había comprado cantidades industriales de pastillas laxantes.

Me subí al bus y deseé que nadie tuviera que pasar el mal trago de ir sentado a mi lado, en el poco espacio que mi enorme culo dejaba libre. La farmacia era para mi como una juguetería para un niño pequeño. Había un estante que parecía sacado de mis mejores sueños, había pastillas para adelgazar, diuréticos, capturadores de grasa, unas que te ayudaban a adelgaar el doble, otras que reducían a la mitad las calorías que tomabas, etc.Todo entraba po mis ojos mientras mi mente repetía 'lo quiero, lo quiero, lo quiero, quiero ser delgada'. Me llevé una caja de cada tipo, la señorita Flimer me miró con una cara demasiado alarmada como para que quedara profesional, pero no puso ninguna objeción. Por mi parte sabía que no volvería a pisar aquella tienda.

Guardé las pastillas en el cajón en el que a duras penas cogían y diseñé un horario para tomarme cada caramelo mágico. Estaban repartidas entre el desayuno, la merienda y la cena. Me cambié de ropa y, a pesar del calor que hacía a esas horas, decidí ir a correr por el paseo del río. Bueno, me decidí pero cuando llegué a la puerta de mi casa me di cuenta de que no era la mejor opción si no quería acabar llegando  a casa en brazos de un desconocido porque me había desmayado. Cambié de plan y bajé las escaleras que llevaban a la sala de máquinas; solo tenía poco más de hora y media antes de que mis padres llegaran.

Si no fuera tan gilipollas de haberme metido todas esas galletas y chocolates en el desayuno, el ejercicio que estaba haciendo me ayudaría a adelgazar, no a no engordar. Y no engordar, eso con suerte, porque seguro que las grasas se me quedaban de por vida en mis caderas y muslos para venir por la noche a atormentarme en mis pesadillas, Después de comer -tirar la comida- decidí sacar mi moto del garaje, casi nunca la usaba porque prefería ir andando a todos los sitios, pero hoy me apetecía perderme muy lejos, a horas de casa. Llevaba una mochila con una cámara, mi bloc de dibujo y un paquete de galletas bajas en grasa por si tenía algún mareo o algo por el estilo. Decidí viajar por la costa, viendo como el mar despedía a esos marineros que querían llegar a América. La vista era tan preciosa que me paraba cada poco tiempo para sacar alguna foto. Al final, un viaje que debería haber durado dos horas, acabó siendo un  viaje de tres horas y cuarto; pero mereció la pena. 

En el lugar en el que acabé no existían calorías, ni grasas, ni ejercicio hasta caerte. Estaba en un pueblo de marineros, los jóvenes se bañaban en el mar y a lo lejos se veía un monte en el que había varios monumentos y un cementerio. Decidí ir hasta allí, dibujar la costa desde ese punto, y fijarme en los detalles de las lápidas. La muerte en ese pueblo era bonita, cada lápida tenía unas flores perfectamente cuidadas y distintas, el aire lleno de misterio te anima a avanzar. No eran de esos lugares fríos y tristes, los colores normalmente apagados aquí estaban llenos de vida, brillaban haciéndole competencia a los rayos del sol. Las frases con las que recordarías por siempre a tus conocidos no eran las típicas de 'nació tal día aquí y murió tal otro allá', estas estaban llenas de poesía. 'La vida acaba, pero no los recuerdos; seguiré vivo mientras esté en tu mente'; 'Olvídate de que hace frío y sal a la calle, vive, ríe'. Cada una era más bonita que la anterior, más profunda. 

Una voz me sorprendió cuando caminaba por el segundo pasillo de aquel cementerio.

- La gente de este pueblo considera la muerte como una enseñanza para los que siguen vivos; no lloran más de lo necesario, solo corrigen los errores que los otros cometieron.

Era un chico alto, moreno, no demasiado musculoso. Podría pasar perfectamente por modelo. Su sonrisa blanca estaba rodeada de unos labios carnosos. Sus ojos verdes y su barba de tres días le daban un toque sexy. Le devolví la sonrisa aunque no pudiese compararse a la suya. Después de un par de fotos, bajé con él y nos fuimos a un bar. Una camarera le guiñó un ojo mientras ponía su coca cola y mi té encima de la mesa. Era raro estar así con un desconocido, pero transimitía la misma confianza que una persona que conoces de toda la vida. Hacía bromas sin prestarle importancia a las miradas que las chicas que paseaban por la calle le lanzaban y supongo que también ignoraba las miradas que los chicos me enviaban a mi. 

Conocí la parte más profunda, más auténtica, más desconocida de aquel pueblo con su ayuda. Cuando el sol se puso, las vistas eran aún mejores; las farolas se reflejaban en el mar creando efectos imposibles. Continuamos por el casco viejo, la zona estaba vagamente iluminada, creando un efecto como si de verdad estuvieramos en una época ya pasada. Me dejé llevar y acabamos en una plaza bastante moderna que no tenía nada de especial hasta que, abriendo la puerta para dejarme pasar, me dijo que él vivía allí con su hermano. 

Mi estómago empezó a rugir justo cuando él menció la idea de hacer la cena. Por mucho que dijera que no tenía hambre, mi cuerpo me había jugado una mala pasada y no tenía elección posible. Puso una pizza en el horno mientras yo me acomodaba en su cama para ver una de esas pelis que echan en la tele para rellenar espacios. No tenía pijama, por lo que me tomé la libertad de buscar en sus cajones hasta encontrar una camiseta de deporte. Él llegó justo cuando empezaban los anuncios que ponen antes de que empiece la peli, pero después de anunciar el título. Lanzó un sílbido cuando me vio, seguido de un 'jamás pensé que esa camiseta fuese bonita hasta ahora'. En una mano llevaba la pizza, mientras que en la otra traía un cuenco de palomitas y un refresco azucarado. Oh mierda, que alguien me salve de esto. Se sentó detrás mía, abrazándome por la cadera y se metió 170 calorías de esa masa con tomate, queso y jamón en la boca. Hice lo mismo para que no sospechara, dándole pequeños mordiscos para que no me instara a comer otro trozo. Fingí que no me gustaban ni las palomitas ni el refresco, por lo que me trajo un vaso de agua.

Menos mal, solo había tomado ciento setenta y algo calorías y ya me parecían demasiadas, mi barriga estaba empezando a hincharse y mis muslos a triplicar su tamaño. Cuando me empezó a meter mano, me alejé, no podía permitir que me viera así, con ese cuerpo tan asquerosamente vomitivo. Después de prometerle que al día siguiente le compensaría, nos quedamos dormidos en su cama, abrazados y tapados únicamente por una fina sábana.

Ni siquiera sabía su nombre, ni su edad; no sabía nada y había accedido a dormir en su casa con él. Podría ser un asesino como mi madre decía cada vez que me amenazaba con que no me acercara a un desconocido; pero en esa etapa de mi vida poco me importaba a mi morir.

Dime quién soy.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora