Capítulo 8

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Al llegar a casa la tía estaba dando de comer a Edelweiss, saludamos a las dos con una ración de mimos y cogimos nuestros portátiles para adelantar algo de trabajo.

Al abrir el correo me encontré con un mensaje de mi representante pidiéndome un delante de mi próximo libro, se lo adjunté y le escribí la idea que había tenido para que me diese su opinión. Después contesté a varios lectores que me daban las gracias porque mis libros les habían ayudado; sé que hay escritores que dejan eso en manos de sus representantes, pero a mí me gusta hacerlo, es mucho más cercano y lo mínimo que se merecen.

De vez en cuando mis ojos se iban hacia Enzo haciendo coincidir nuestras miradas, lo que nos hacía sonreír.

Estaba feliz, me sentía completa y hasta mi padre, cuando llamó, que nunca se da cuenta de nada supo que algo me sucedía.

Mi tía siendo tan perspicaz como también lo vio, aunque tampoco dijo nada. Eso sí, desde que habíamos vuelto la notábamos nerviosa y no nos decía por qué a pesar de preguntarle varias veces.


Mientras me llevaba un trozo de berenjena rellena a la boca mi tía dejó los cubiertos sobre su plato.

—Tengo algo que comentaros. —No sé si percibió la mirada que nos dirigimos, pero nos entendimos a la perfección, algo le había ocurrido esa tarde que la mantenía preocupada — Vosotros sabéis que desde que falleció Jesús hemos tenido el campo de abajo vacío, ¿verdad? Pues han llamado esta tarde porque sanidad va a cerrar una granja y han pensado en nosotros para cedernos varios animales. Serían dos cerdos, un ternero con su madre y dos corderitos, por desgracia sus madres no han sobrevivido.

Enzo y yo nos miramos y sonreímos al unísono, claro que nos parecía bien, ¿cómo no nos lo iba a parecer?

—Pero, el resto de animales, ¿qué pasará con ellos?

—Serán cedidos a otros santuarios.

Las lágrimas en sus ojos nos decían lo feliz que la hacía aquello, por fin acabaría el sufrimiento de esos pobres animales. Pero también la hacía feliz el poder darle un uso a ese campo que mi tío había cuidado con tanto esmero a lo largo de su vida y que ella abandonó cuando se fue.

Hacía tiempo que mi tía acogía animales, generalmente gallinas, aunque también había acogido corderos y cabritillos como Edelweiss. Si ella no lo hacía, por desgracia, muchos acabarían en mataderos solo por la crueldad de la gente que los veía como simple comida.

Supongo que el haberme criado con ella hizo que yo no viese una diferencia entre ellos y otros animales considerados de compañía como los perros y los gatos. Para nosotros, todos son iguales, todos sienten al igual que nosotros, aunque no sean capaces de razonar.

—¿Cuándo llegarán? —preguntó Enzo consciente de que no teníamos ningún tipo de instalación para ellos.

—La semana que viene. He hablado con los vecinos y están dispuestos a ayudar en la construcción de todo lo que necesitemos.

—¿Para qué nos preguntas si ya se lo has dicho a todos? —inquirí entre risas.

—Bueno, sobrina, ya sabes, sólo por si acaso — contesta ella de igual forma.

—Bien, entonces, ¿cuándo empezamos?

Enzo a grandes rasgos el más práctico de los tres ya estaba planeando todo en esa cabezita suya, ¡cómo si no lo conociese!

—Mañana vendrán todos por la mañana para que lo habléis.

Pasamos el resto de la cena hablando de todo lo relacionado con la llegada de los animales, por suerte mi tía tenía casi todos los papeles, solo necesitaría bajar al ayuntamiento al día siguiente para solucionar un par de cosas. Prometí acompañarla mientras Enzo hacía lo que tuviese que hacer con el resto.


Al irnos a la cama como las noches pasadas Enzo entró a mi cuarto, pero esta vez había algo diferente y es que algo en nosotros había cambiado, eso sí, para mejor.

—Ven aquí, caprichosa.

—¿Ya vuelves a llamarme caprichosa?, ¿se puede saber por qué me llamas así?

Siempre me había llamado así, desde que éramos pequeños.

—¿Te acuerdas de tu décimo cumpleaños? Te enfadaste porque no te habían regalado el conejito que querías y montaste una rabieta. No había forma de tranquilizarte, hasta que mi padre te trajo uno de peluche.

—¡Es verdad! Chispitas era simplemente genial.

—Se me había olvidado el nombre tan horroroso que le pusiste —dijo mirándome burlón.

—Es un nombre genial, perdona que te diga. Tiene que seguir por aquí, deberíamos buscarlo.

—Pero no ahora. Ven aquí.

Me arrimó contra él y poco a poco nos quedamos dormidos deseando que llegase el día siguiente.


***

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