Prólogo

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Interminables laderas guardaban recelosas huéspedes de todas las épocas. Eminencias científicas, literarias y artísticas compartirán espacio y descanso tanto con los grandes señores del lugar como con anónimos a los que el tiempo reservó un lugar privilegiado.

Casi convertido en una atracción turística más de la ciudad por su magnificencia, el camposanto reservaba esa tarde sus empedrados caminos a una comitiva de honor.

La procesión de paraguas negros avanzaba acompasando al crepitar de la fuerte lluvia. Al fondo, protegido bajo el toldo especialmente preparado para tan honorable ceremonia, el párroco aguardaba solemne a que los invitados tomaran asiento.

Ocupaba un lugar preferente dentro de la pantomima de personalidades allí reunida. Le asqueaba todo aquello, en el fondo él hubiera querido algo familiar. ¿Acaso aquellas personas conocían realmente a su abuelo? Sólo estaban allí por una cuestión de imagen y posición, era tan evidente... Durante los años que permaneció postrado en su cama todos estos "amigos" que ahora le lloraban desconsolados bajo sus gafas negras, nunca aparecieron. Más tarde ella tendría que atenderles, cosa que no le agradaba en absoluto y menos ese día, pero era un arte que había aprendido a dominar desde muy temprana edad.

Ese mundo no era para ella, lo sabía desde hacía tiempo, pero por su amor a él nunca hizo nada para escapar, ahora la opción de huir se le antojaba lejana, imposible.

El párroco comenzó la ceremonia, al menos durante un rato podría abstraerse de todo, escudándose en su pena y dolor se le permitió no decir unas palabras como era tradición. Tatsumi se encargaría, él sabía lidiar con esas responsabilidades mejor que ella.

Su cabeza no pudo evitar pensar en él ¿habría venido? El resto de muchachos si estaban por allí, pudo cruzar miradas de apoyo con ellos, su presencia era la única que merecía la pena. Pero él... él no vendría, era improbable después de todo lo ocurrido. Una pena enorme la invadió, si al menos la escuchara alguna vez. Bastante difícil era ya todo en su vida para tener que cargar también con su odio.

Escudriñó con la mirada el espacio a su alcance, tampoco quería llamar la atención de los curiosos que la rodeaban deseosos de destapar alguna polémica familiar con la que rasgar la buena reputación de los Kido.

Las lágrimas se confundían con la lluvia.

Los mozos encargados del sepelio terminaban de acomodar el féretro en el sepulcro a su espalda, mientras los últimos invitados se alineaban para trasladarle su más sincero pésame. "Dios le tenga en su gloria, fue un gran hombre".

Entonces una figura a lo lejos llamó su atención. Bajo un paraguas, un hombre cubierto con una gabardina larga negra les observaba desde lejos, guarnecido bajo la copa de un viejo árbol. No pudo apartar su mirada de él mientras, autómata, estrechaba manos y respondía a las consideraciones que se sucedían. Algo en su interior le decía que era él, quizás su porte o el pelo alborotado que se adivinaba a pesar de la distancia.

Como si hubiera advertido que había sido descubierto, se volvió alejándose del lugar.

"Vete, quizás es lo mejor, no sé si tendría fuerzas para enfrentar tus reproches" pensó la joven heredera Kido. Un nudo se alojó en su estómago, en dos días se abriría el testamento y ya no existirían excusas, Seiya tendría que dar la cara y elegir.

El honor de un hombre muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora