Capítulo 1

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Capítulo 1

El día que mi hermana se volvió loca, yo estaba cantando en la pradera.

Pero supongo que esta no es forma de empezar a contar una historia. Comencemos, pues, por el principio.

Mi nombre es Nadia, Nadia de Campoflorido, y, cuando comenzó mi historia, yo acababa de cumplir 16 años.

Aún recuerdo ese maldito día, una soleada aunque ligeramente fría mañana de mediados de Enero. Mi hermana, a sus 18 años, se encontraba pasando unas semanas en Gubraz, la capital del reino, en el palacio real. Al cumplir los 16 años, el rey Todrík (gran amigo de mi padre, el duque de Campoflorido) había concedido a mi familia el honor de acogernos a mi hermana y a mí como discípulas en la corte real, para que nuestra formación como damas fuera mucho más completa. Mi hermana acudía cinco semanas de cada estación a Gubraz, y esta costumbre no se había interrumpido ni siquiera el año anterior, cuando el rey falleció tras muchos años de lucha contra una enfermedad crónica.

Y ahora era mi turno. En primavera, por fin acompañaría a mi hermana a la corte, por fin ampliaría mis conocimientos en idiomas, danza, música, historia... y además, conocería a mi futuro cuñado.

Oh, ¿No lo he mencionado? al poco tiempo de llegar a Gubraz, mi hermana había quedado prendada de un caballero de la corte. Me sentía muy honrada, ya que era un secreto entre ella y yo, nadie más lo sabía. Pero tan reservada y misteriosa era mi hermana, que yo no sabía siquiera su nombre. Aunque sí su apodo.

''El caballero de oro'', así lo llamaban en la corte, pues tenía los ojos y el pelo tan dorados como el mismo sol, y sus ropajes siempre resplandecían con adornos y bordados de ese color. Yo, que me lo imaginaba guapísimo, estaba deseando conocerle.

En estas y otras cuestiones me entretenía mientras tarareaba por lo bajo y hacía una corona de flores, sentada en la pradera del castillo de mi familia. Era un lugar maravilloso, en la parte trasera del castillo, con flores todo el año (excepto en otoño, cuando el suelo se cubría completamente de enormes hojas de tonos rojizos de los grandes árboles que la circundaban). A mi hermana y a mí nos encantaba ir allí a practicar nuentro don especial: cantar.

Ella, con su voz cálida y serena, podía hacerte dormir tranquilo aunque estuvieras muy nervioso, y yo, con mi aflautada voz de dulce pajarito, animaba cualquier reunión. Al cumplir los diez años, mi padre le había entregado un colgante de auténtica plata con forma de clave de fa a mi hermana, y a mí, con forma de clave de sol. Eran nuestros tesoros más preciados, y siempre los llevábamos puestos.

De repente, los guardias comenzaron a entonar la marcha de bienvenida del castillo desde las altas torres. Mi hermana había vuelto. Me puse la colorida corona de flores en el pelo, y, levantándome de un salto, fui corriendo hasta el castillo. Sin embargo, antes de alcanzar la puerta trasera, la marcha cesó inesperadamente. Extrañada, me pregunté si los guardias no se habrían equivocado y no sería mi hermana la recién llegada. Pero entonces, ¿Quién?

Salí al patio principal. Mis padres ya se encontraban allí, con un semblante terriblemente serio y preocupado. Frente a ellos había dos caballeros en sendos caballos castaños blandiendo el estandarte de Gubraz, y tras ellos, algo parecido a un carruaje. Aunque no tenía ventanas, sino barrotes, y parecía asfixiantemente pequeño.

Y entonces caí en la cuenta de que aquello no era ningún carruaje. Era una jaula para transportar prisioneros.

Aquello no tenía ningún sentido para mí. ¿Qué hacía una jaula en el castillo de Campoflorido?

Uno de los soldados llamó a mi padre y, apartándolo de mi madre y de mí, empezó a hablar con él nerviosamente y en voz muy baja. De repente, la expresión de mi padre se tornó agresiva, y amenazando al soldado, empezó a vociferar:

-¡¡SOLTADLA!! ¡¡SOLTADLA MALNACIDOS!! ¡¡TRAEDME MI ESPADA, EN EL NOMBRE DE DIOS!!

Problemas. Mi padre, caballero cristiano por excelencia, jamás pronunciaba el nombre de Dios en vano, y mucho menos en mi presencia o en la de mi madre. Estaba pasando algo grave.

Atemorizados, porque mi padre había conseguido que un criado le trajese su espada, los soldados de Gubraz abrieron lentamente el pesado cerrojo de la jaula.

No quiero imaginar la cara que debí poner al ver bajar a mi hermana.

Mi padre montó en cólera, y si entre varios sirvientes no llegan a sujetarlo, es cosa sabida que los soldados habrían hallado la muerte en ese mismo momento. Mi madre lanzó un alarido de horror y permaneció inmóvil como una estatua y con los ojos fijos en mi hermana.

No era la misma muchacha que se había ido semanas atrás. Mi hermana estaba en los huesos, pálida (o mejor dicho, cenicienta) como nunca la había visto. Sus ojos, vidriosos, no paraban de moverse de un lado a otro frenéticamente, como buscando algo, y tenía una expresión de miedo que me dio escalofríos. Sus brazos y su cuello estaban llenos de moratones y arañazos, y su hermosa y ondulada melena negra le caía a ambos lados del rostro de una forma tan desordenada que parecía imposible estar más despeinada.

-Liana...-Susurré su nombre atemorizada y di un paso vacilante hacia ella.

Liana empezó a mirar en todas direcciones al oír su nombre hasta que, parpadeando, fijó su vista en mí. Me miró como si fuera la primera vez que me viera en su vida, y con un hilo de voz apagada preguntó:

-¿Quién eres? ¿Dónde estoy?

La lágrimas comenzaron a rodar por mis mejillas en cuanto la oí hablar. ¿Dónde estaba la limpia y cálida voz de mi hermana? ¿Y mi hermana, dónde estaba? porque no era esa doncella que yo tenía delante.

-Liana...soy yo, Nadia-le hablé con un tono calmado, ya que se la veía muy trastornada- y estás en casa, sana y salva.

-Es...¿estoy en casa?- mi hermana empezó a llorar, como si no se creyera que de verdad estaba en su hogar.

-Pues claro que sí, Liana. Estás en casa- me acerqué más a ella y le puse la corona de flores en la maraña de pelo. Le acaricié suavemente la mejilla, y, al mirarla de cerca, noté en ella un detalle bastante inusual.

-Liana, ¿Dónde está tu colgante? ¿Dónde está tu clave de fa?

Y entonces mi hermana estalló. Abrió los ojos como platos y empezó a arañarse el cuello buscando desesperada el cordón del que normalmente pendía su colgante. Al no encontrarlo empezó a mirar a todos lados gritando desesperada:

-¡POR FAVOR NO TE LO LLEVES! ¡TEN PIEDAD POR FAVOR, NO ME LO QUITES! ¡NO ME LO QUITES!

En cuanto acabó de gritar, se lanzó contra la persona que tenía más cerca, es decir, contra mí. Mientras que con una mano me agarró con fuerza, arañándome, con la otra empezó a tirarme del pelo. Yo empecé a lanzar gritos desesperados, no solo por el dolor (aunque también) sino por la sorpresa. Mi hermana jamás me había puesto un dedo encima en sus 18 años, rara vez nos peleábamos. Y ahora estaba intentando hacerme el máximo daño posible. Y lo estaba logrando.

Entre mi padre y los dos soldados de Gubraz lograron quitármela de encima, aunque Liana no dejó de morder, arañar y gritar en ningún momento. Al ver la escena, mi madre se desmayó, y los sirvientes que estaban en el patio la llevaron rápidamente a sus aposentos. Mi padre y los soldados metieron de nuevo a Liana en la jaula, y discutiendo fuertemente, entraron también en el castillo.

Me vi, de pronto, sola en medio del patio, con unos cuantos arañazos en el brazo derecho y un fuerte dolor de cabeza. No entendía nada de lo que había pasado con Liana, solo sabía que sentía mucho miedo por ella. Bajé la vista al suelo y vi ante mí la corona de flores, pisoteada y rota para siempre. Rota, como mi hermana. Sin poder soportarlo más, me arrodillé en el suelo de piedra y comencé a llorar.

''El romance de Nadia''Donde viven las historias. Descúbrelo ahora