Capítulo 11

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Capítulo 11

No había razón para buscar cobijo junto al fuego de una hoguera en una mañana soleada de primavera, pero dado que el bosque era tupido (por lo que apenas entraba sol)  y que aunque yo ya estaba vestida y calzada seguía con la melena empapada y el cuerpo algo cortado, agradecí bastante que Joseph prendiera un montoncito de madera cuidadosamente apilado.

 

Me senté en un tocón de madera, y Dante hizo lo mismo justo frente a mí. Nos separaba la hoguera, y agradecí bastante la distancia, pues tras lo sucedido no quería ni verlo. Él, por su parte, volvía a parecer un niño pequeño que sabe que ha hecho una travesura terrible: encogido, abrazándose las rodillas y mirando fijo al suelo con la cara como un tomate.

Joseph volvió a mirarme afablemente.

 

-¿Deseáis beber algo, mi señora?

 

Apunto estuve de contestar ''Sí, por favor, mi té de fresa y cereza con pétalos de rosa de siempre'', pero me contuve en el último momento. Parte de mi mente aún no entendía que ya no estaba en mi castillo y que los que me rodeaban no eran mis fieles siervos. No podía andar pidiendo finos aperitivos en medio de un  bosque a un desconocido. Un desconocido que, por otra parte, parecía conocerme.

 

-Un...poco de té suave, si tenéis. Si no, preferiría no tomar nada.

 

-Justo esta mañana uno de los nuestros ha hecho té de azahar. Os gustará.

 

-Bien-Lo miré algo apurada. No quería ofenderle, pero tenía que decirlo- Esto...Joseph...el vaso... me gustaría que estuviera bien limpio.

 

-¿Qué? ¡Oh! Por supuesto. No tardaré nada.

 

Se alejó un poco de la hoguera, y se dirigió a una especie de cocina improvisada que habían montado en el claro. Debían de ser más de dos viajeros, porque tenían organizado un buen campamento, y viajaban con dos carromatos enormes tirados por unos caballos viejos y gordos, que pastaban en silencio. Todo estaba desordenado, pero extrañamente no olía mal, sino a especias y madera, y parecía incluso acogedor. Tras mirar mal a Dante durante unos segundos (él se encogió aún un poco más y su rubor aumentó) me concentré en observar a Joseph mientras escurría algunas gotas de agua de mi pelo.

 

Era mayor, de mediana edad, muy alto y con los hombros muy anchos. Era lo que se dice ''Un tipo grande'', y realmente parecía temible. Su camisola ancha y abierta dejaba ver un pecho y unos brazos morenos, curtidos y llenos de cicatrices, que de seguro la vida le había ido dejando. Su cara estaba igualmente estropeada, y el pelo negro, espeso y ondulado que le llegaba a la mitad de la espalda recogido en una coleta y la argolla de oro de su oreja derecha no ayudaban nada a su imagen. Pensé, aunque reconozco que fue un pensamiento infantil, que parecía un pirata malvado de los cuentos que leía de pequeña, mientras que el pañuelo rojo de lunares que hacía las veces de cinturón y destacaba con sus mallas negras lo hacían parecer el típico ladrón de los pueblos gitanos del sur. Para rematar el cuadro, tenía los ojos verdes, muy verdes, brillantes y vivos, tan vivos que parecían independientes del resto de Joseph. Cualquier persona que supiera lo que se decía de las personas con los ojos verdes (hijos del demonio, demonios disfrazados, poseídos por satán...) habría huido santigüándose al verle. Pero Joseph tenía algo... algo que hacía que confiaras en él, algo que nada más conocerle, crecía en tu interior asegurándote que era bueno. Joseph, como aprendería más tarde, tenía un alma pura, hecha para hacer el bien.

''El romance de Nadia''Donde viven las historias. Descúbrelo ahora