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—Me siento mal, Callie —pronuncia Fermina con animo de moribunda. Mira al vacío con tristeza—. Mal por lo que hice con todos.

Suspira teatralmente dándole la espalda a la otra y, recostándose sobre un cojín, empieza a confesar.

—Anda, ya sé que me odian todos —trata de decir con confianza antes de quebrar la voz—. Los humillé sin discriminación para ganar lo que quería, jugué con todos ustedes a mi antojo sin darles chance de siquiera pensarlo. Los lastimé. Y entonces, por mi imprudencia, consigo esto... Los doctores dicen que tengo un mínimo chance de ser la misma de antes. Ya no podré hacer ciertas cosas.

Se volvió a Caliope con la mirada más lastimera que pudo hacer.

—Lo siento tanto —habla en un suspiro.

Caliope se estremece con cierto disgusto. Ella tenía el ceño fruncido ante el brazo extendido que tendía la otra, le tocaba con cariño, casi rogándole algo de cuidado. Se deshace del toque de manera brusca.

—¿Te disculpas porque los demás no vinieron a verte? —Caliope la cuestiona con los ojos fijos en ella— ¿Por qué más lo harías? El día en que te ocurrió esto y el día después, me acusaste de lo mismo, de una güevada.

—¿Por qué me estás atacando ahora? —Fermina se levanta iracunda— ¿Qué no puedo cambiar de parecer?

—No has cambiado de parecer —la otra se levanta tomando su mochila mientras su amiga queda fría—, y no voy a tenerte compasión por lo que te pasó. Sí, es malo que te pase eso, pero no por eso me puedes llevar a lo mismo.

—Siempre supe que eras una rencorosa —Fermina habla entre los dientes, le lanzó con fuerza un libro de pasta dura a la joven—. ¡No eres nada! ¡Estás sola sin mí! ¡Te comerán viva! 

La otra no se detuvo a sobarse la cabeza, sino que salió de esa habitación sin nada de dudas. No se detuvo ante los gritos y acusaciones de la madre de Fermina. No quería que nadie más la hiciera enojar hasta empujarla al borde de las lágrimas luego de haberla ablandado; era la manipulación más leve y repugnante de todas.

Era la última vez que iba a viajar a esa hora en ese metro a ese lugar.

Resignada, se sentó. Era increíble lo que la atracción le hacía a las personas, las empujaba a ser malas con un fin miserable. ¿Había un punto en ser la pelotita entre Nico y Fermina? Sí, que era una muchacha algo ingenua y que terminaba aún más afectada por ese amor unilateral, tal vez lo único divertido en esa situación poco realista.

—¿Cansada? —Adrián apareció a su lado con los ojos pegados a un libro. Caliope lo mira algo irritada— Llevas un buen rato mirando al suelo.

—¡Dame tu número! —exclama sin medirse mientras saca su teléfono. Lo empieza a regañar por su lentitud— ¡Rápido!

—¿Y ahora qué bicho te ha picado? —se burla el otro quitándole el celular de las manos. Con los ojos en la pantalla vuelve a hablar— Eres tan extraña.

—Creo que no nos veremos en siglos en el metro —explica la otra con voz neutra. Se acomoda el cabello mirando sobre el hombro de Adrián—. Y creo que ya nos hemos hecho buenos amigos como para dejar de lado todo esto.

A el hombre se le escapa una pequeña sonrisa, una menor y agradable. Le da el celular. Esta vez deja aparte al libro.

—Caliope significa hermosa voz  —comienza a hablarle de la nada cuando en ningún momento había hecho eso—. Era la musa de la poesía y por eso muchos escritores la invocaban al iniciar una obra. Es por eso que Homero escribía "Canta, oh musa" al principio de sus historias, lo inspiraba. 

Ella miró sobre su hombro con algo de pesadez a la ventana, confirmó sus sospechas. Volvió la cabeza a su compañero. Sintió el ruido en el abrir de las puertas. Ella se inclinó hacia Adrián y le dio un beso en la mejilla antes de irse. No era necesario decir adiós.






Justo en la apatíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora