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—Has estado extraño hoy —ella lo mira preocupada, deja caer los hombros y dudando le pregunta—. ¿A qué se debe?

—A nada —Adrián habla con tono oscuro. Siente presión en el pecho. No quiere preocuparla—. Mejor ni preguntes.

—Ay, qué mal —ella dibuja una sonrisa mientras es cínica hasta los huesos—. Yo que quería comprar más cerveza para que te sintieras mejor.

—Pues qué mal que no lo estoy —se frota las cienes. Le da un beso en la frente a la joven y la mira con expresión cansada, tenía unas horribles ojeras.

—¡Ya, anda! —Caliope lo zarandea con un enojo poco convincente— No es divertido que no me digas...

  —No siempre debes saberlo todo, no eres el centro del universo —sonríe cínico mientras saca un cigarrillo de su chaqueta.

—Pues no, pero aun así... —la chica baja los ojos al suelo muy lentamente, daba un aire de melancolía, estaba recordando algo— Solo quiero ser de confianza.

Adrián resopla mirando al cielo, luego baja la mirada a la cara triste de la pequeña chica. No quería ni mencionarle lo que había sucedido, no por el asunto en sí, sino porque ella soltaba demasiadas preguntas.

No pudo resistir por mucho y le contó sobre la muerte de su padre, un hombre despreciable.

—Lo lamento mucho —Caliope suena confusa.

—Lo mataron, era un imbécil —contesta el otro sin ningún sentimiento, más bien parecía que lo irritaba—. Se metía con la esposa de uno de sus socios, mi madre lo sabía y no lo dejaba por el dinero. ¡Qué mierda de bastardo!

—¿Entonces porqué estarías afectado? —ella contrae las cejas sin saber qué pensar.

—Pura mierda —voltea a verla y dibuja una pequeña sonrisa en su rostro—. Ya deja de hacer esa cara.

La joven apenas puede aguantar las ganas de preguntar. Aprieta los labios. Pero los ojos, eran obvios, comunicaban todos sus deseos. "Dime qué te aqueja, a mí me importa", visualizaban a primera. Lo rodea con los brazos con una sonrisa serena, deja caer su cabeza sobre el hombro de Adrián.

Él pone una de sus manos sobre el brazo de la chica, era un tacto cálido que reflejaba su timidez a sus puros sentimientos. Esos brazos delgados eran como si atraparan a un tigre con lazos de satín, en algún contexto podría parecer inútil, pero ahora solo le empujaban a la realidad.

No quería recordar una vida de dolor que todos ignoraban solo por su posición de aristócrata. Soportar a un padre agresivo que era endiosado al punto de borrar sus defectos con títulos y dinero. Esa figura paterna que lo obligaba a ser alguien que no era de maneras grotescas. El mismo que despertó su odio, más tarde, su revelación: A la mierda si me quieres hacer de esta manera, a mí me gustan los hombres y aborrezco tu puta compañía.

Si no contaba con el amor de su madre y hermanos, era preferible que se fuera. Dejar esa vida vacía en la que se le drenaba la vida de a poco para encontrarse, aunque gracias a su abuelo Matías, no estuvo solo.

En ese pequeño toque, en ese pequeño gesto, recordó. La calidez en medio de la crueldad, aquella que dejaba de lado por su poca convicción, por esa perspectiva dañada de que todos venían como serpientes encantadas por una vida mejor. El roce de la piel, los suspiros del deseo. Luego estaba ese contacto sincero, el de ella.

Dejó caer su cabeza por encima de la de Caliope. El silencio era perfecto.

—¿Harías algo por mí? —no se creyó haber sido capaz de hablar en voz alta. Ella asiente. Se forma un nudo en su garganta, pero logra superarlo— ¿Irías al funeral conmigo?

—Claro —le responde como en un suspiro, aprieta un poco su agarre y lo abraza con los ojos cerrados—, sabes que puedes contar conmigo.   

Aunque no podía verla, le despertaba cierta ternura. Los latidos se amortiguaban con una cierta sensación de familiaridad, lo que era peculiar por su brevedad de conocidos. Apenas si hablaban de temas personales, de ella sabía pocos detalles. Sin embargo era suficiente para alterarlo, de querer morderle los labios mientras que apreciaba sus actitudes nerviosas.

Retiró los brazos de su cuerpo, pero se quedó con una de sus manos. Ella temblaba, se encogía, sonrojaba, y todo al mismo tiempo. Le sonrió como si fuera una maravilla, y le besó la mano como un sinvergüenza que se vanagloria de su encanto. Apenas la soltó le dijo:

—La próxima vez besaré otra cosa —no la miró en absoluto. 

La oyó reír.

—¿Qué? —se acercó para cuestionarlo mejor con una sonrisa bobalicona.

—No te hagas la sorda —Adrián se limita a responder. Mira a su compañera detenidamente una vez más, confirma sus anhelos—. Ya me escuchaste y no lo voy a repetir.

—Es solo que no tiene sentido —Caliope se muerde la lengua con una expresión de vergüenza. Arruga la nariz—. Entonces, ¿vas a recogerme a qué hora?    

—Será de tres a cinco de la tarde —entrelaza sus propios dedos con la mirada seria al frente—. Voy por ti a las dos y media.

—Bien —responde por lo bajo mientras asiente repetidas veces. Contrae los dedos de las manos con una mirada abstraída. Se levanta del sofá, hace una extraña reverencia como si fuera asiática—. Te veré mañana.

Adrián asiente solo una vez, la mira fijo. Sus ojos apenas se encuentran una vez. Ella se va antes de que le pregunte porqué siempre solía ocultarse de tal forma, pero a lo mejor se lo iba a decir el día siguiente cuando tuviera las preguntas más claras en su mente.

Por ahora, solo pensaba en su padre muerto y las consecuencias que le traería a la familia. Ya estaba fragmentada, sin embargo, lo que se venía era quizá peor. Quien lo mató tuvo sus razones, ¿cuáles? Era una situación complicada si no se demostraba que era un crimen pasional o de una índole parecida, pues si no, significaba que la familia Boehm tenía un depredador tras de sí.

¿La herencia? Que la tuvieran sus avariciosos hermanos menores. ¿La compañía? No era de su interés, y además él era ahora un profesor universitario de literatura, alguien inútil sin un cartón para ejercer el cargo de su padre.

A pesar de esto, sabía que muchos lo mirarían como si fuese el sucesor al trono. Daba igual, porque no había interés alguno en ese mundo extraño. Aunque los socios lo llenaran de duda y tentación, no se dejaría llevar por sus palabras. Mantendría su distancia del ataúd, pues solo iba a petición de Eva y Leonardo, quienes solo irían a regañadientes por su familia. 

Solo quedaba esperar, porque las expectativas siempre iban algo más lejos de la realidad.


Justo en la apatíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora