Capítulo 2

290 48 1
                                    

El quién


Año IV durante la Guerra del Continente

 —Daos la vuelta.

 El sonido de un látigo restalló entre las cuatro paredes. Ninguna de las siete mujeres emitió un solo quejido. Replegadas en una línea horizontal, formaban una fila recta cuyo lado más atractivo apuntaba directamente al dictador de la orden y la ley.

 El Embajador de la Ciudad Dorada, sentado sobre su trono de oro y muerte, estudiaba los rostros de las concubinas con ojo crítico. Una sonrisa de satisfacción podría haber torcido sus labios al ver llorar a una de las jóvenes si no le ahogara la preocupación. Más que verlas como un regalo o una evidente fuente de poder, las mujeres se le antojaban cartas al azar que podrían provocar su caída en la jugada.

 Molesto por tener que tomar decisiones, se repantigó en el asiento y apoyó la cabeza en la mano, estudiándolas con cada vez menos interés. Todas las mujeres de Donkor eran iguales. Espeso pelo negro hasta la cintura, ojos almendrados y tamaño reducido. Habrían sido pequeñas elfas si sus cuerpos hubieran sido más estilizados que voluptuosos, y su piel más pálida que morena.

 Finalmente chasqueó la lengua y se dirigió a su guardaespaldas.

 —¿Cuál te gusta a ti?

 El susodicho apartó los ojos del Embajador y se concentró en las siete esculturales mujeres que lo miraban a través del transparente velo dorado. Iban vestidas de la cabeza a los pies con joyas y abalorios de oro macizo, e incluso en algunas partes del cuerpo habían incrustado piedras preciosas. Una de ellas la llevaba en el ombligo, otra en el centro de la frente, otra en la esquina superior del labio...

 Ella llevaba dos zafiros en la comisura del ojo derecho. Ella miraba desapasionadamente el salón, como si nada de lo que estaba ocurriendo fuera a tener repercusiones sobre su futuro. Ella, a pesar de no ignorar que saldría muerta o muerta en vida de aquel salón, sostenía su mirada sin miedo alguno.

 El guardaespaldas la apuntó con el dedo, captando el interés inmediato del Embajador. Éste alzó las cejas y la hizo avanzar con un solo gesto.

 —¿Por qué ella? —le preguntó en voz baja, mientras ella se acercaba.

 —El rey siempre la deseó.

 Asintió en silencio y prestó atención a la mujer.

 —¿Cuál es tu nombre?

 —Lura, señor.

 —Lura... —Lo paladeó—. ¿Qué sabes hacer?

 —Sé cantar, bailar, coser, tocar el laúd y pintar, señor.

 —Un portento. ¿Y sabes quién es el rey de Angar?

 —Es el hombre que está a cargo de Angar, la Tierra de los Desterrados o ciudad de los mercenarios —deletreó como una autómata, sin apartar los ojos del Embajador—. El hombre que va ganando la guerra, y que probablemente la ganará si no hacemos algo para evitarlo. Pero vos vais a evitarlo cediéndome como su regalo, ¿no es así?

 El Embajador medio sonrió.

 —No te equivocas. ¿Ser la ofrenda de paz te produce placer, Lura, o te es indiferente?

 —Me produciría un inmenso placer serlo, señor. Y estoy segura de que a vos también os resultará placentero enviarme lejos.

 —No puedo imaginar por qué —replicó, inclinándose hacia delante. Estudió su cuerpo con interés, relamiéndose al final—. Creo que aquí podríamos darte muy buena utilidad.

¡Maldito amor!  historias de amor y madiciones.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora