Capítulo 1

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PRIMERA PARTE: EL SACRIFICIO DE LURA


  El Cómo


Año V de la Guerra del Continente

 El rey de Angar esperaba pacientemente la llegada de la ofrenda de paz. Habían transcurrido cinco largos años desde la declaración de guerra, y cosas terribles habían sucedido desde entonces. Apenas podía recordar el motivo del inicio, pero se regodeaba en cuán favorable estaba resultando el final para sus huestes.

 Angar se conocía por ser la Tierra de los Desterrados, de los Malditos, de los Mercenarios. Crear un ejército sediento de sangre había resultado tan sencillo que en cuestión de meses habían doblegado a la población de Teremun y Kishar. Naeem era la única civilización indestructible, con la alta muralla difícil de penetrar y la reina impasible imposible de atemorizar.

 Pero para el rey de Angar era suficiente con tener a sus pies los muertos del Continente.

 —Que se lo hubieran pensado mejor antes de declararle la guerra a la ciudad de los asesinos —había comentado durante uno de sus festines.

 Se sentaba en un trono fingido, prescindiendo la mesa; rodeándose de falsos amigos que mantenía gracias al oro robado. Las sonrisas eran mentira, y sus palabras pura hipocresía, pero no necesitaba ninguna dosis de realidad para sentirse satisfecho. Había reducido el Continente a un nuevo mundo de infelices donde él, el único complacido, era el rey por razones obvias. Lo tenía todo...

 Excepto a ella.

 Pero ella regresaba a sus brazos, donde siempre había pertenecido. Ni siquiera aplastar la cabeza de sus peores enemigos había logrado arrancar de su corazón podrido aquel instante de luz a su lado. Solo una mirada había bastado.

 Lura. Lura. Lura. Era el resultado de pasiones dormidas y un sueño despierto. Era la mujer prohibida. Era la desterrada del Palacio. Era la concubina preferida del Embajador de la Ciudad Dorada.

 El rey sonrió. «Lástima que esté muerto».

 Las trompetas de bienvenida lo hicieron saltar del asiento. Bajó los escalones ignorando las atenciones de los criados, y se precipitó sobre la puerta de entrada, a tiempo para ver cómo el carruaje directo de la ciudad rica de Teremun traía su posesión más preciada. Nada más la calesa anunciaba cuán valioso era el tesoro de su interior: ribeteada en oro y cubierta de zafiros, rubíes y esmeraldas, era evidente de dónde procedía. Imaginaba que incluso Lura había sido pulida y perfeccionada en la herrería donde se fundían los lingotes.

 La puerta se abrió y del interior emergió Ella. En mayúscula, porque el pronombre personal tónico nunca habría podido abarcarla en su totalidad. La habría limitado a cualquier otra «ella», y era única. La única «Ella» que podría dominarle.

 El lacio cabello negro ondeó como la capa de la Muerte tras su espalda, llena de trenzas y perlas áureas que brillaron bajo el sol ardiente de Angar. Su voluptuoso cuerpo se meció en un caminar estudiado al acercarse a su nuevo propietario; las piedras preciosas que colgaban de sus cintas tintinearon, creando una canción que le encogió el estómago. Finalmente, los ojos de la novia del Diablo lo miraron.

 —Mi señor —saludó, con aquella voz ardiente que habría hecho enmudecer de vergüenza al mismísimo Averno.

 El rey de Angar sintió la tentación de arrodillarse, agarrarla de la cintura y alabarla en silencio. También quiso llevarla en volandas a su habitación y convertirla no ya en una ramera de la ciudad pobre de Teremun, sino en su reina. Desgraciadamente, una mujer marcada por el hierro de la Ciudad Dorada jamás podría ostentar el título de emperatriz... aunque sí pasar todas las noches en el lecho de su emperador.

¡Maldito amor!  historias de amor y madiciones.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora