12. Enfoque equivocado

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Se escucharon varias cosas quebrarse. Podrían ser vasos de vidrio, tazas o platos de porcelana, o alguno de los jarrones que adornaban los pasillos. Para los tres niños, esos molestos ruidos eran imposibles de cifrar. Estaban acostumbrados a las tantas discusiones de sus padres, y solo se consolaban con comentarios optimistas al decir que pronto las cosas podrían solucionarse. Pero tanto Leon como su hermano tenían la certeza de que nada mejoraría; por el bien de Rosita, las mentiras debían ser imprescindibles.

—Debo ordenar todo esto —comenzó a balbucear Leon, inquieto—. Debo limpiar este desorden. Todo es un desastre, todo está sucio. ¿Cómo pueden estar todas estas cosas de este modo?

Leo, que estaba detrás de su hermanita, le pareció extraño que Leon fuera a actuar de esa manera, tan cohibido y perdido. Atribuyó que los golpes de su padre habían sido lo suficientemente dolorosas como para haberlo dejado de ese modo. No le dijo nada ni le preguntó si se sentía bien, solo se limitó a ayudarlo a limpiar y ordenar en silencio.

Los juguetes, peluches y los triciclos quedaron en su lugar, en cajas y amontonados en una esquinita del cuarto. Solo faltaba barrer y trapear. En medio de la limpieza, una voz aguda se escuchó.

—Tengo sueño —interrumpió Rosita mientras sobaba el dorso de su mano por los ojos. Ella tenía un horario estricto de descanso.

—Vamos a bañarte, luego buscaremos algo de comer e iremos a la cama —sugirió Leo, ansioso y con una sonrisa inocente en los labios.

—Tengo sueño —repitió la niña, haciendo mohín con los labios, apunto de echarse a llorar—. Quiero ir a mi camita.

—Después del baño. —Se acercó Leon hacia ella, despacio y con cuidado—. Podría pintarte como mamá, podría dejarte incluso más bonita.

—Pero no iremos a ningún lado.

—Papá estará feliz y mamá también. Vamos, ¿sí?

Tras unos segundos de pensar, ella accedió a regañadientes. Tomados de la mano, se guio a uno de los cuartos al fondo con cuidado de no ser vistos por su madre. Leo no escuchó la conversación de sus hermanos ni se percató de su ausencia hasta que fue a remojar el trapeador en el cuarto de baño. En otro momento, habría hecho la limpieza con desgana y habría hecho un montón de berrinches, pero se sentía un poco mal por la golpiza que recibió Leon y, en otro momento, le habría resultado muy molesto que él se llevara a su hermanita a ese estúpido juego de niñas. Aborrecía esa parte de Leon.

Aborrecía esa obsesión que tenía con el maquillaje y el labial rojo. Odiaba que observara tanto a su mamá cuando ella se maquillaba y se ponía bonita para llamar la atención de su padre. Odiaba tanto esa oscura faceta de Leon que solo él conocía.

Pero sabía, muy en el fondo, que solo él podría mostrarle que existían cosas más interesantes que usar el maquillaje caro de mamá.

Leo salió de la habitación, dejando la escoba y el trapo sucio tirado en el piso, escurriendo agua. Se apresuró a buscar a sus hermanos en las habitaciones continuas, deseando en el fondo no hallar a su madre ni de cerca. Cuando notó que la luz de uno de los cuartos al fondo permanecía encendida, se alegró. Se dirigió con una sonrisa forzada en el rostro hacia ese sitio. Sacudió sus pantalones cortos con la mano y se obligó a girar la manija despacio.

—¿Leon? —inquirió, viendo por la puerta entreabierta—. ¿Estás aquí?

La respuesta fue inmediata.

—Sí.

La risa de Rosita se escuchó en la habitación junto con un comentario alegre.

—Me hace cosquilla eso —dijo.

Juego carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora