15. Un monstruo peor que Leon

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Dos semanas habían pasado ya tras el encuentro de Leon con el detective Maldonado. Esa mañana, miércoles, él andaba con un dolor de cabeza terrible. A veces tenía la impresión de haber hecho algo y no percatarse de ello, como si por instantes no fuera él mismo, lo que era absurdo.

Se trataba de esa manía suya de tener todo controlado y obtener tanto como deseaba. La tarde del día anterior, tras llegar de su última clase, se había esforzado en practicar los ejercicios de un curso donde sorpresivamente perdió más punto del que le gustaría admitir. Sus dedos dolían y el que se desvelara hasta tan tarde le costó un fuerte dolor de cabeza. Y para rematar, el televisor estaba encendido. No recordaba en qué momento se encendió o si fue él quien lo hizo o no.

Abrió los ojos y se los frotó sin delicadeza.

—¡Por fin despiertas!

Leon soltó un bufido a modo de respuesta.

Los recuerdos del día anterior hicieron de su mañana pesada. Su cabeza latía con intensidad, como si sus ojos hubieran estado abiertos durante una noche entera. El dolor irradiaba desde los cuencos de su cabeza hasta la parte trasera.

—Me duele la cabeza —se quejó en voz alta.

—No vayas a la universidad —respondió el otro, con cierto recelo en su voz. Leon no lo pudo ignorar.

—Debo ir —replicó.

—Puedo ir por ti —sugirió Leo con una sonrisa—. Nadie notará la diferencia —agregó, antes de que la habitación pudiera sumirse en un silencio ensordecedor. El televisor se apagó y Leon volvió a taparse con las sábanas.

Tal vez odiaba esa parte de él que lo hacía igual a su hermano. Una parte, por muy pequeño que fuera, ansiaba ser reconocido por algo único, algo que pudiera caracterizarlo y dejar marcado su propia esencia. A donde iba, o lo que hiciera, alguien siempre le seguía o él mismo terminaba por seguir a alguien en particular.

Ansiaba una libertad que, para muchos, era prohibida. La libertad de dejarse llevar por su obsesión, de no complicarse con idear un tipo de plan para deleitarse con admirar el cuerpo de una mujer maquillada, o mientras la veía desangrar hasta morir. No asesinaba por gusto, ni sus víctimas se seleccionaban al azar. El asesinato para Leon se había convertido en una necesidad que debía lidiar para toda su vida.

Pero esas cosas tomaban un sentido diferente para su hermano. Su caso no era la necesidad de matar, si no la diversión que gozaba al asesinar o el sufrimiento que le ocasionaba a sus víctimas. Por eso, durante algún tiempo, lo mantuvo retenido en un lugar muerto en su vida. Quizá reprimido u ocultado.

—Leoncito —llamó su hermano, sonando tan bajo casi como si susurrara un secreto. Leon, acostumbrado ante la mención del diminutivo de su nombre, se estremeció al recordar el significado que podía tener si era pronunciado por él. Su mente era caótica y revoloteaban pensamientos incapaces de dejarlo en paz. Entre ellos, las ideas retorcidas de Leo.

—No te molestes —comenzó a decir un instante después al ver que no conseguía una respuesta de Leon—, pero debo decirte que, mientras dormías, dejé un pequeño regalo a esa chica. ¿Te acuerdas de ella? Le dejé una nota bonita la semana pasada.

Leon se alertó.

—¿Ah, ¿sí? ¿Qué tipo de regalo?

—De esos lindos, ya sabes. —Leon, tapado con las sabanas, imaginó a su hermano rascarse la nuca mientras relataba. Siempre lo hacía cada vez que contaba una anécdota que a Leon probablemente no le gustara escuchar, y sonaba nervioso. Tal vez temía una reprimenda de su parte.

Juego carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora