18. Muñeca rota

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Leon cometió un grave error: no prestar tanta atención a los planes de su hermano.

Durante el mes que llevó a cabo los planes con su supuesta víctima, a él no le había quedado tiempo para seguir con los suyos. Estaba ansioso. Velar por su hermano no era lo preocupante de la situación, sino la sugerencia que hizo una vez sus abuelos por llamada telefónica. Lo último que necesitaba era una visita inesperada de su familia y que descubriera la causa de las precipitadas acciones de Leo.

Leon no podía permitir que se descubriera su mayor secreto, esa obscenidad que parecía tener desde niño.

A él le disgustaba perder el control, pero la noche de un día martes, se encontraba más ansioso que nunca. Sentía el peso que cargaba en encima siendo más sofocante, tenía la impresión que no podría controlarse más.

Apoyado sobre la baranda de cemento que rodeaba la terraza de la casa, veía con intranquilidad las luces que se difuminaba en la lejanía. Pensaba en que tenía tantas cosas que necesitaban su atención y otras a las que forzosamente debía resolver.

—Menos mal que la abuela no vino —comentó Leo con un suspiro profundo. Y sí que era un alivio haber evitado que eso sucediera. Su abuela había insistido tanto en visitarlo en la feria de la ciudad para hacer algunas compras y llevarle a Leon algunas cosillas, pero con la excusa de estar atareado con exámenes de la universidad se libró.

Sin embargo, aunque le hubiese dicho que no a su abuela, por alguna razón, Leo le contó a su hermano las cosas que hacía de pequeño con un tono nostálgico. Generalmente cuando se preparaba para contarle su historia de cuando eran niños, lo hacía como si contara algún cuento divertido y gracioso, ocultando la verdadera naturaleza de los hechos. En esa ocasión, le había contado que en las ferias solían hacer travesuras, subirse a los caballos para tomar fotos e imaginar que eran vaqueros de un lugar lejano. También le contó que su madre, antes de que comenzara a tener problemas con su padre, le encantaba vestirlo con pantalones de jinetes, unas camisas de cuadros y sombreros de piel. Amaban ir a las ferias y comprar dulces típicos. Los favoritos de Leon eran los camotes y las barras de coco, mientras que a Leo le fascinaba los cocos rayados.

Y ahora de grande, a ninguno le hacía gracia ir a esos lugares ni comer cosas dulces. De vez en cuando iban al parque central para ir a comprar rosquillas u observar a mujeres bonitas y no tan bonitas pasar por las calles.

Existía otra razón en particular por la que Leon no aceptaba que sus abuelos lo visitaran. Estaba seguro que si alguien indagara en una de las habitaciones del segundo nivel de su casa terminarían aterrorizados. No contenía nada ilícito, pero si alguien que estaba siendo buscado por la policía como la principal sospechosa de dos crímenes.

Era lo que Leon llamaba una obra de arte a medias.

—¿Por qué a medias? —Había preguntado su hermano apenas unos segundos.

—¿No la has visto? —preguntó Leon de vuelta.

Soltó un bufido exasperado y miró en la lejanía las luces borrosas de las casas. Se hallaba en la terraza de su casa contemplando la luna redonda que se encontraba sola resplandeciendo en el cielo, rodeado por espesas nubes que amortiguaban su brillo por breves instantes.

Leon tenía la mano sobre la baranda de cemento, y cuando se dispuso a marcharse hacia el interior de la casa, lanzó una piedra pequeña que encontró en el suelo sobre la lámina de la casa de su vecino. El sonido del golpe se amortiguó gracias a los metros de altura existente entre ambas construcciones.

—¿No crees que deberíamos forzar a la chica a comer? Lleva dos días sin probar bocado.

—Eso no me incumbe. —Leon metió sus manos en el interior de su bolsillo, luego divisó a su hermano jugar con un pedazo de bloc con los pies.

—Morirá de hambre.

—Morirá de alguna u otra forma.

—No es que me preocupe su salud —comenzó a explicarse Leo—, me preocupa acortar la vida de mi pequeño juguete.

—Habrá otras; además, debemos deshacernos de ella antes de que surja algún imprevisto.

—Es una lástima, quería jugar un poco más.

Leon lo miró de reojo antes de cruzar la puerta de la terraza y bajar las escaleras hasta el segundo nivel. Las luces de la casa estaban encendidas, y el murmullo de alguien era el único bullicio existente. Sus sandalias de hule no hacían ningún ruido, pero sí la forma que tenía Leon de caminar, arrastraba los pies para advertir su llegada con lentitud, con la intención de torturar a la víctima.

Soltó un bostezo.

—Creo que iré a dormir —avisó en voz alta.

Nadie respondió, y no es como si esperara una respuesta realmente.

Había alrededor de cinco cuartos en el segundo nivel de la casa y todos estaban con las puertas abiertas, solo uno permanecía con la luz encendida. El eco repetía los murmullos ininteligibles y los sollozos de alguien.

Leon siguió avanzando y al llegar al cuarto iluminado, notó que la persona que permanecía oculta ahí enmudeció al notar su presencia.

—¿Quieres comer con nosotros, Sara? —inquirió amablemente Leon, viéndola a los ojos.

No recibió una respuesta. Él sonrió.

—Podría quitarte la venda de los labios, pero temo que puedas gritar. Quizá si corto tu lengua... —La sonrisa que pintaba su rostro se esfumó al recordar algo primordial para él—, no, eso no, te dejaría la boca hinchada y no me gustaría ver a una mujer así. Tal vez te deje morir de hambre después de todo —agregó.

Sara comenzó a llorar y a sacudir la cabeza.

—Tú eliges, Sara —debatió Leon—, o te corto la lengua para que no grites, o te dejo morir de hambre. Mi hermano tiene otros planes para ti, pero no creo que se moleste si juego un poco contigo antes. —Él comenzó a acercarse, Sara se arrastró con dificultad hacia atrás hasta toparse con la pared—. No eres tan bonita, pero podría maquillarte y dejarte muy bonita.

La joven inclinó la cabeza sobre la pared sin articular nada. Miraba a su opresor sonreír a pocos pasos. En un tiempo, cuando aún no se convertía en esa chica asesina y temerosa, habría alabado esa cara bonita

—Has pecado, Sara, mataste a tu novio y a tu propio padre. Y los pecadores son castigados.

Leon carcajeó ante sus propias palabras.

—Bueno, algún día me castigarán y solo sucederá si me atrapan.

Él presentía que nada de esos ocurría pronto, tampoco decía que jamás seria atrapado, porque conocía que todo llegaba a su fin.

—Mañana cooperarás, Sara, si no lo haces, ya conoces las consecuencias.

Leon aseguró la puerta y dejó a la joven a su suerte y al frío. Apagó todas las luces del segundo nivel incluyendo al cuarto donde yacía Sara.

 Apagó todas las luces del segundo nivel incluyendo al cuarto donde yacía Sara

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