19. Muñeca sucia

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Leon tenía un examen de biología esa mañana y fue el primero en terminar. Tan pronto entregó la hoja de examen abandonó la universidad y volvió a su casa de buen humor. Ansiaba que las próximas horas no pasaran tan rápido para aprovechar cada segundo y apreciar con lentitud lo que estaba por venir.

La palma de sus manos picaba, lo que le hizo recordar las palabras de su abuela "si te cosquillea la palma derecha, recibirás dinero; si es la izquierda, perderás". Intentó recordar con exactitud cuándo fue que perdió la noción de sus verdaderos objetivos y recobrar el control que ante solo le había pertenecido a su hermano. Aunque sus manos hormigueaban, no se relacionaba con nada de las palabrerías de su abuela, se debía por la ansiedad que lo carcomía por dentro.

Leon caminó en el corredor, sintiendo el olor a carne quemada en el ambiente. Cruzó la segunda puerta principal y se encaminó, tranquilo, por el gran pasillo de la casa. Se dirigió a mano derecha hasta llegar a la cocina.

Era miércoles y, en general, Leon seguía una rutina para decidir qué comer al día. Sus exámenes de esa semana comenzaban a las diez de la mañana por lo que le deba tiempo de sobra para prepararse un buen desayuno. A pedido de su hermano, Leo, que era un glotón que amaba comer carne de res, Leon había decidido preparar lo que quedaba de carne con la condición de escoger la comida para el almuerzo y de jugar con Sara un ratito.

Leon soltó un gruñido y pensó que debió haber dejado las ventanas de la cocina abiertas para que el olor de la carne del desayuno se disipara. Se sintió asqueado, aborrecía la carne de res más que ningún otro alimento.

—Aburrido —habló Leo a su espalda.

Leon lo ignoró y se apresuró a abrir las ventanas situadas detrás de la estufa, luego buscó en las alacenas un aromatizador.

—¿Qué harás de almuerzo?

—Hace mucho que no preparo caldo de pollo, y tampoco sé cómo debería preparar las verduras picadas que compré ayer —dijo pensativo, mientras oprimía el bote de spray.

—Creo que vomitaré.

Leon siguió con lo suyo, sacó las verduras del pequeño refrigerador y se detuvo de repente al recordar que había dejado su mochila en su auto junto con la libra de pollo que había pasado a comprar.

Malhumorado, regresó por su mochila, cavilando lo abstraído que había estado los últimos días respecto la situación de Sara. Las precipitaciones de su hermano comenzaban a darle dificultades para concentrarse en sus obligaciones de la universidad y a sus concentraciones habituales. ¿Cómo podría tener la mente en otra cosa cuando había una chica justo en un cuarto arriba? ¿Cómo podía no aprovechar la oportunidad de jugar con ella?

Aunque estaba en la cintura de la semana, a solo tres exámenes para culminar otro parcial, a Leon le fue inevitable pensar sobre qué hacer con la presencia de Sara en su casa. Era indispensable para él, como lo era el comer o respirar para todo.

El almuerzo transcurrió sin alguna novedad, bueno, aparte de soportar las quejas de Leo sobre la comida. Leon lavó los platos, limpió las repisas y cepilló sus dientes antes de entrar en su habitación y buscar, en la parte baja de su armario, un estuche repleto de maquillaje.

Volvió a la cocina y preparó una taza mediana donde dejó el resto de caldo que preparó. Se llevó dos tortillas en una servilleta y se encaminó en silencio hacia el segundo nivel. Abrió, con dificultad, la puerta principal hasta el cuarto que ocupaba Sara.

La joven muchacha tenía varios moretones en el rostro, algunos arañazos en las piernas y tenía un olor que los vagabundos tenían; apestaba a suciedad, a orín y sudor.

Juego carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora