22. Dientes chuecos

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Leon gritó ante el desastre.

—¡No! —gritaba con euforia—. ¿Qué hiciste, Leo?

—Jugué un poco con ella —contestó el otro con tranquilidad, como si nada hubiese pasado—. Nada importante.

—¡No! —Volvió a proferir— Ella quedó completamente sucia. No está limpia. ¡Qué asco!

Leo soltó una carcajada pequeña. No había pensado en la ira que se despertaría en Leon ante el desorden, ante la falta de limpieza y el desastre de Sara. Él recordaba con tanta viveza las veces que Leon había sido maltratado por sus padres a causa del desorden que ocasionaban con sus juguetes; y aunque su hermano no recordara su infancia, parecía haber quedado con él la sensación y el miedo de que algo podía suceder si no hacía las cosas bien, si no era el primero en obtener calificaciones buenas, si no era el niño callado y no problemático, si no era quien mantenía las cosas en orden y bajo control. Él siempre llevaba cargas innecesarias y fácilmente podía alterarse, no entraba en conflictos o en situaciones que podían aumentar su ansiedad.

—La puedo limpiar.

—¡No!

Y parecía ser que lo único que él tenía en los labios en ese momento era esa palabra. Su rostro enrojecido, sus ojos abiertos un montón, observaron a la joven que mantenía la mirada en algún punto en muerto en la pared.

—¿Entonces?

—Déjala así. Yo veré qué hacer.

Y en menos de diez minutos, Sara fue atada de ambas manos con cuerdas que se sostenían de las patas superiores de la cama. Leon colocó el bisturí en su cuello para amenazarla si mostraba resistencia, pero ella parecía ida, no reaccionaba a nada.

—¿Qué demonios harás con ella? —le preguntó Leo con curiosidad.

—Vete —masculló—. Quiero que me dejes solo.

—Bien, al cabo que ni quería observarte.

Y sí que quería quedarse, pero se limitó a obedecer y a desaparecer de su vista. Había visto a su hermano en un estado crítico de ansiedad y dudaba poder calmarlo si conseguía alterarlo, por lo que cedió de inmediato.

Leon soltó un suspiro.

Algo comenzaba a carcomerlo despacio en su interior, como si cuchillos se clavaran en su pecho para causarle un hormigueo tremendo. Era doloroso y placentero al mismo tiempo. La sensación se extendía por diversas partes de su cuerpo, causándolo una necesidad insaciable que lo obligaba a reaccionar y hacer algo que llevaba en la mente.

Cuando Leon se sentó a horcajadas encima sobre la cadera de la mujer, le pareció encenderla, como si la alertara. La había sacado de sus pensamientos al temer pasar por una situación similar que tuvo con Leo hacía apenas unos minutos atrás.

—¿Qué haces? —inquirió Sara, desesperada—. Hice todo lo que querías —comenzó a decir, pataleando. La mirada intensa que Leon le dirigía era perturbadora.

—Tranquila —le dijo—. No pienses que soy como mi hermano. Él es un asqueroso de lo peor.

—¿Qué vas a hacer entonces? Hice... hice...

—Tranquila, solo quiero comprobar algo con tus dientes. —Sonrió. Inclinándose sobre ella, ladeó la cabeza a un lado y continuó—. A veces, Sara, la belleza se encuentra en los defectos; como tener los dientes chuecos.

Él se removió sobre ella, y se reclinó aún más hasta quedar a escasos centímetros de su rostro, para acariciar, lentamente, sus mejillas y labios con el filo del bisturí. Leon movía el objeto sobre la piel de Sara con mucha astucia y delicadeza mientras sonreía, con la intención de infundirle temor. Sabía que lo lograba, los ojos despavoridos de la joven la delataban, y sin importar el asesinato que cometió en el pasado, temía morir, justo como todos.

Juego carmesíDonde viven las historias. Descúbrelo ahora