Strange Habits

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Tal vez la rubia debía aclarar que tenía ciertas horas para tomar sus pastillas antes de ingerir sus  ansiogenicos que la mantendrían despierta por todo ese tiempo en el que los efectos durasen, que era en promedio 5 horas.

Tal vez debía dejar de tomarlos cuando veía a la de melena azabache llegar del trabajo por la mirilla de su puerta.

Tal vez debería ser menos inconsciente con su situación.

Tal vez debería ir a consultar los peligros de todo aquello.

Pero no lo hacía.

No creía necesario el tener que hacer todas esas cosas, no si podía ver en las noches a aquella bella chica de melena negra como la noche y ojos azules como el mar en lugar de aquel ser de cabellera azul y ojos escarlata.

No lo creía necesario si podía pasar su tiempo con aquella hermosa joven de piel nívea y tersa -cosa que había notado al rozar "accidentalmente" sus manos o su rostro-.

No lo creía necesario si por fin podía salir sin que aquel ser le molestase o le hiciera daño tanto física o psicológicamente.

No lo creía necesario si de aquel modo podía quedarse a lado de la de ojos azules por todo el tiempo que ella pudiera.

Ni siquiera creía necesario asistir a todas sus terapias, o conseguirse un chofer para que no corriera riesgo alguno por si los ansiogenicos dejaban de hacer efecto de un momento a otro.

Sin embargo, la de melena azabache ni siquiera sabía eso.

Ella no le había confiado cosas tan importantes como esas, cosas que pudieran darle algún indicio de porque había desaparecido un día entero de su departamento junto a aquel pointer plateado que hasta hace relativamente poco no sabía que poseía.

La tormenta que caía en ese momento era torrencial, mientras que la hermosa joven miraba desbordando preocupación la ventana, intercalando su atención entre su plato de comida y la ventana por la cual tenía la esperanza de ver a la rubia, no obstante, ese momento sólo estaba en su mente, porque solo veía lluvia seguida de más lluvia, sólo escuchaba lluvia y el barullo de una pelea marital en el apartamento de a un lado, y eso le molestaba, lo suficiente para que se fuera a la cama sin haber terminado su comida, limitándose a envolverla en aluminio y echarla al congelador.

Ella quería escuchar una voz ronca pero aguda cerca de ella, más específicamente la extraña voz de una rubia que era de una estatura menor a la suya, de una rubia a la que ya había visto de muchas maneras, desde acabada de levantar hasta luego de bañarse, desde con un enorme suéter de lana amarillo hasta como había llegado al mundo, quería sentir de nuevo aquella compañía a la que se había acostumbrado en esos meses que llevaba en una nueva ciudad donde habitaba la única persona que le había demostrado una gran amabilidad desde que llegó en el primer día.

Posó sus manos en su abdomen mientras veía el techo como si fuera lo más interesante que había visto, mientras los hilos de pensamientos seguían por todos lados, algunos perdiéndose, otros uniéndose, algunos más siendo casi ignorados por su autora, como si de verdad no tuviesen importancia alguna.

Las imágenes de la rubia se presentaban como rayos en su mente, mientras que escuchaba su voz entre los suaves murmullos de la torrencial lluvia que azotaba la ciudad al igual que cada noche, y no sabía explicar si lo de cada noche sólo aplica para la lluvia o el hecho de casi ver a la rubia mientras no sabía el paradero de esta.

Entre varios hilos de pensamientos hubo uno que captó su atención totalmente, uno que venía ligado a uno de sus vergonzosos encuentros con la de melena dorada, donde había visto su cuerpo sin una sola prenda, donde había visto aquel lienzo manchado en púrpura y con trazos oscuros recorriendo gran parte de su cuerpo, aún así, sin duda lo que más se había grabado en su mente fue su figura, no había que mentir, la rubia tenía más para meter en un sujetador que ella, y el hecho de que en ese momento fuese enfermizamente delgada sólo había acentuado aquello.

Imaginó como se vio aquella rubia con ojos brillantes en aquella situación antes de su bajón, quiso imaginar cómo eran sus curvas, como era su piel, su aroma, su calor, su suavidad, todo aquello que ella aún no había visto o sentido por completo,  aquello que le sería imposible ver a menos de que en contra de la lógica y las posibilidades físicas, hiciera una máquina del tiempo.

Sus ojos se cerraron, cosa que la hizo ver con más nitidez lo que su mente empezaba a construir para ella, obviamente, era relacionado con la joven de ojos verdes ocultos tras unos anteojos, cosa nada extraña para ella, le era normal que su mente se la pasara concentrada en la joven, y le era más normal de lo que creía el que en su imaginación apareciese la misma chica pero sin el aspecto de muñeca de trapo que normalmente tenía.

Imaginó de nuevo la escena vergonzosa en la que la rubia estaba desnuda y ella apenas entraba a aquel departamento en el que entraba y salía como si fuera propio, imaginó el cuerpo de la chica sin una sola prenda cubriendo su cuerpo, con el cabello húmedo y tibio, se imaginó a si misma viendo con sorpresa a la chica que no tenía encima una sola prenda.

Pero lo demás no fue como ocurrió.

Porque ella definitivamente no sonrió en aquel momento, ella tampoco recordaba el haber soltado alguna risa pícara y en definitiva no había cerrado la puerta tras de sí con gesto travieso.

Pero en su mente si.

En su mente ella había cerrado la puerta mientras que en la oscuridad una chica la miraba confundida totalmente, sin tener idea alguna de porque había cerrado con seguro aquella puerta.

Sus manos habían llegado al cuerpo de aquella rubia que seguía viéndola con total confusión, su sonrisa se había ensanchado al nivel de la del gato de cheshire, sus dedos juguetones habían llegado al cabello rubio y con olor a canela de la más baja, a quien había sentido temblar con su tacto.

Ella también tembló.

El azul impactó violentamente en el verde, los resecos labios de Peridot estaban a su merced, y claro, no desaprovechó la oportunidad, los probó de una manera ruda, bestial, sin una pizca de clemencia, mordiendo por donde su lengua llegaba a pasar y sus dientes tenían acceso, robando cada gramo de oxígeno que la pobre podía retener en los pulmones.

Sintió su ropa interior tensarse.

Sus dientes se dieron rienda suelta, mordiendo la tersa piel de su cuello, clavículas y hombros, marcando como propia a aquella chica, quien soltaba exclamaciones de dolor y pequeños jadeos entre los que se podía oír el final de su nombre.

Soltó un jadeo cortado.

Sus manos exploraron con delicadeza y deseo el pequeño cuerpo de la joven ojiverde que se encontraba frente a ella con los ojos entrecerrados y un gesto que oscilaba peligrosamente entre el dolor y el placer, la sentía tan perfecta entre sus brazos, como si hubiese sido hecha exclusivamente para ella. Pasó su lengua por el cuello de su contraria, quien se mantenía quieta, dejando a la de melena oscura hacer su voluntad con su cuerpo.

Sus bragas se arruinaron.

No tuvo problema alguno cuando su cabellera fue estrujada con fuerza por la de melena dorada, disfrutaba la vista, verla desde abajo mientras su rostro se desfiguraba en éxtasis y placer, mientras pedía más y más, apretando sus puños y acercándola más a aquel punto que tanto placer le daba cuando era lamido o succionado, sin duda alguna era de los mejores paisajes que podía observar en su vida.

Arqueó su espalda mientras el nombre de la rubia se escapaba de sus labios.

La ojiverde casi gritaba por el placer que recibía, mugía y bufaba como podía, ahogando su voz en el hombro de la joven de piel nívea, el cual mordida con una fuerza anormal. Ojos entreabiertos, centelleando por el placer otorgado, cabello revuelto, respiración errática, rostro sonrojado, cuello y hombros manchados en púrpura, una visión que lograba hacer que la libido de aquella pelinegra subiera como el mercurio de un termómetro que entra en aceite hirviente.

Su mano quedó húmeda y caliente mientras que en sus labios se formaba aquel nombre nuevamente.

Abrió los ojos con un menjurje de culpa y vergüenza formándose en sus intestinos, sus manos temblaban, su respiración estaba totalmente agitada, sus mejillas estaban arreboladas, lo había hecho otra vez, y se arrepentía de ello, se arrepentía demasiado, pero no decidía porque.

Si porque era un acto que ella había considerado desagradable

O si era porque era la octava vez que hacía eso.

Tormento Donde viven las historias. Descúbrelo ahora