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Siempre tuve profesores particulares, los mejores en su campo. Mi padre jamás escatimó en gastos ni en mi educación, ni en cualquier otra cosa que le pidiese. Nos veíamos muy poco, una o dos veces al mes al principio y cuatro o cinco al año al crecer yo, así que solía comprarme con caprichos para que no le reclamase por ello. Y si lo hacía, siempre ponía la excusa de su miedo a que nos descubriesen y tratasen de usarnos para llegar hasta él.

Mi padre tiene muchos enemigos por culpa de esos negocios tan turbios que dirige. Y aunque para mí es un buen padre, a pesar de sus ausencias, no diré que nunca tuve mis dudas con respecto a su trabajo o que no me rebelé en mi adolescencia, porque lo hice. Yo quería un padre normal para llevar una vida normal con él. Quería poder salir de casa y conocer gente. Quería amigos y, tal vez, un novio.

Quería que mi padre acudiese a las obras de teatro del colegio o a verme animar al equipo del instituto. Quería todo lo que veía en las películas y que nunca pude vivir. Pero sobre todo, quería a mi padre a mi lado. Y poder presumir de él delante de los demás. Lamentablemente, que tu padre sea el mayor contrabandista de armas del mundo no es algo de lo que estar orgullosa.

Con el tiempo, me resigné a verlo cada vez menos y aprendí a tomar lo que me daba, pasando por alto que solo eran sobornos de un padre culpable. Aprendí a no esperar más de lo que tenía y a no juzgarlo por todo lo que su negocio destruía en el mundo.

Me conformé con verlo como un padre ausente de los que viajan mucho, pero que quieren a su familia y siempre vuelven con ella. Me conformé con una vida entre cuatro paredes, solo para que mi padre estuviese tranquilo.

Pero hoy es mi vigésimo cuarto cumpleaños y siento cómo estas mismas cuatro paredes se ciernen sobre mí, asfixiándome. Y sé que si no salgo de aquí pronto, acabaré consumida por la rabia y la impotencia. Siento que el que fue mi hogar por tantos años, es ahora una prisión. Porque vaya a donde vaya en la casa, siempre hay hombres armados vigilando mis pasos. Y si salgo al jardín es todavía peor. No puedo moverme sin que estén encima de mí, buscando, incluso debajo de las piedras, una amenaza que en 24 años no se ha presentado ni una sola vez.

Hoy, más que nunca, siento que moriré aquí encerrada, sin saber lo que es vivir de verdad. Sin disfrutar del amor verdadero o la amistad sincera; y sí, por qué no, también los desengaños y los corazones rotos. Moriré sin haber podido vivir plenamente. Y no quiero guardarle rencor a mi padre por obligarme a esto, pero hoy no puedo pensar en otra cosa más que en echárselo en cara.

-Estás muy callada, Charlotte –mi madre me mira, preocupada, y aunque quiera disimular, la sonrisa me sale forzada.

-No tengo nada que decir.

-¿Y por qué tengo la sensación de que es justo todo lo contrario?

Estamos cenando solas, como un día cualquiera. No porque sea mi cumpleaños haremos algo especial, salvo quizá por el pastel con la vela que me hará soplar mi madre después. Mi padre no siempre puede venir a felicitarme en persona y hoy parece uno de esos días, lo que lo hace más opresivo. Aunque puede que lo mejor sea no verlo, para no caer en la tentación de decirle todo lo que se me está pasando por la cabeza o acabaría complicando todavía más las cosas.

Siempre contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora