Capítulo: 8

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Como lo único que llevaba consigo era una sencilla maleta de mano, Candy, después de haber descendido del avión, se encaminó hacia la puerta de salida del aeropuerto donde, al pisar afuera, se detuvo por instantes para mirar hacia ambos lados.

Cuando obtuvo el siga del semáforo peatonal, la joven emprendió su andar y cruzó la amplia avenida en dirección al estacionamiento, pero a la mitad de este último, ella desvió sus pasos hacia los elevadores que la condujeron a la parte de arriba para la toma del metro ligero que, tras transcurrir veinte minutos viajando de pie, la llevó a una zona completamente urbana, donde de nuevo se buscó, sólo que ahora, el servicio de un autobús el cual se abandonó muy cerca de un hotel que se ocupó únicamente para asearse y cambiarse sus exclusivas ropas por algo mucho más cómodo, para no decir... barato.

Antes de abandonar la habitación, la ocupante solicitó por teléfono un servicio de taxi. Al obtener la respuesta de la recepcionista, Candy bajó para abordarlo. Alejándose, se atravesó toda el área metropolitana hasta que comenzaron a divisarse terrenos extremadamente secos.

Consiguientemente de recorridas bastantes hectáreas de abandonados y tristes campos, otra vez se distinguió civilización, o mejor dicho, el suburbio más vecino a la ciudad que era compuesto por una colonia de "trailas" (para su más clara descripción: casas movibles que rentan un pedazo de tierra para estacionar temporalmente ahí, su propia vivienda)

Al sector que al chofer se le indicó acercarse, era de una economía medianamente pobre, y que conforme se cruzaba, se veían a niños jugando sobre la terracería, hombres practicando diferentes oficios, mujeres tendiendo prendas en los alambres metálicos que limitaban el lugar y perros que estando atados, ladraban al vehículo que les visitaba.

Las mujeres aquellas, para ver dónde justamente se detenía el auto y también para viborear, ya se habían reunido y entre ellas cuchicheaban adivinando quién era la chica la cual ahora pagaba el servicio de taxi; sin embargo cuando fue reconocida, muchas de las inquilinas que le conocían de antaño, levantaron sus manos y le regalaron una sonrisa, la misma que Candy les había obsequiado.

Al oírse afuera, el arribo del motor, de la casa visitada, alguien desde su interior, corrió las cortinas de la ventana más cercana. Al distinguirla también le sonrió. Mas en el trayecto hacia la puerta, la persona mirona anunciaba a los demás ocupantes:

– ¡Es Candy!

... y salió a su encuentro acompañada de tres bonitos chiquillos de un aspecto poco aseado de las edades 5, 6 y 7 años respectivamente pero que con gran júbilo la recibieron, pagándoseles la cálida bienvenida con abrazos, besos y otro poco de dinero que se dio a los más pequeños. Éstos ni tardos, corrieron veloces para gastarlo en ricas golosinas en la tiendita de abarrotes que estaba ubicada dos casas abajo.

Por otra parte, mientras el resto de la familia saludaba a la que recién arribaba, el rumor de la presencia de Candy que estaba en su hogar, llegó hasta los oídos de un hombre de mayor edad el cual labraba un pedazo de campo. Sonriendo y dejando lo que se hacía, apagó el motor de un viejo tractor para ir también al reencuentro. No obstante el campesino apenas descendía de su destartalado transporte cuando escuchaba:

– ¡Abuelo!

Éste otra vez sonrió; y al verla emprender tremenda carrera hacia él, él únicamente pudo abrir sus brazos para recibirla y llamarla:

– ¡Nieta mía!.

Cuando a el hombre llegó, Candy se aferró a aquellas cansadas pero aún trabajadoras extremidades superiores. Oliendo el aromático sudor que ese fatigado cuerpo desprendía, increíblemente se lloró sobre aquel ancho pecho, percibiendo ella las caricias que el hombre le frotaba en la espalda al mismo tiempo que le cuestionaba:

Adorable PerversiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora