Capítulo: 18

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Sin decir otra palabra más y sin apartar sus ojos del recién llegado, con suma elegancia y cuidado, el auricular fue devuelto a su lugar. La actitud de Candy era serena; y así mismo, al abandonar su lugar, preguntaba:

– ¿Se le ofrece algo, Archivald?

El capataz no respondió de inmediato, sino que se aproximó a ella quien, sin temerle, fue a su encuentro.

Cuando estuvieron de frente, él, con aseveración, la confrontaría:

– Usted arregló las máquinas, ¿cierto?

Sonriente, ella lo evadía al cuestionarle:

– ¿Ya informaron a Terry de lo sucedido con su novia?

Él sí respondería:

– Lo harán en cuanto lo vean.

– ¡Bien! – cantó la fémina voz. Y en su papel de malévola, pedía: – Y tampoco deje de mantenerme informada de la evolución de Patricia, que por cierto, ¡qué desgracia la que sufrió! ¿No lo considera usted?

– Sí, un verdadero infortunio – Archivald había empleado rudeza en su contestación.

En cambio Candy, percatándose de la mirada recriminadora del empleado, señalando el sofá lo invitaba:

– ¿Quiere sentarse? Porque leo en su rostro que tiene deseos de hablar.

– No – el capataz rechazó ambas cosas; – únicamente quiero que responda a mi pregunta.

– ¿De que si yo arreglé las máquinas? ¡Qué estúpida manera de arruinar mi manicura! – ella mostró las uñas.

El trabajador observaría:

– Pudo haber protegido sus hábiles manos con guantes, pero en fin. No quiere confesarlo, no lo haga. Ya lo averiguaré por medio de mi mujer cuando lave las ropas que usted usó ayer.

La socarrona sonrisa de Candy desapareció de su rostro para ir y posarse en el hostil de Archivald quien amenazadoramente sentenciaba:

– No se saldrá fácilmente con la suya, "Señora Grandchester"; y tenga por seguro que la haré pagar por la muerte de mi patrón.

Viéndola palidecer, el capataz se propuso retirarse después de decir:

– Con su permiso.

Candy lo vio dar dos pasos y luego retrocederlos para aconsejarle burlonamente:

– No monte mucho a caballo ya que en su estado –, se miró un vientre plano, – no es para nada saludable a un bebé.

Ahora sí, seguro de haberle dado con una última y certera estocada, el hombre se giró para marcharse definitivamente de ahí.

Sin embargo al llegarse a la puerta, la temerosa mujer lo llamaría:

– ¡Espere, Archivald! –. Éste se devolvió a ella quien solicitaba: – ¿me permite ahora a mí unas palabras?

Actuando arrogantemente ante la sumisa Candy, él respondía:

– Usted dirá.

– Pero siéntese – de nuevo el sofá ella apuntó, – para hablar tranquilamente.

– De pie estoy bien. Así que lo que tenga que decir dígalo rápido.

– Será una simple cuestión.

– Hágala.

Candy no hesitó en escupirla:

– ¿Cuánto quiere por su silencio?

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