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Jungkook pronunció el nombre nada más abrir la puerta del piso.

—¿Jimin?

No le llegó ninguna respuesta. Tampoco había luz, ni bajo la puerta de la habitación de su compañero ni en el baño, la cocina o la salita. Estaba solo. Muy propio de su mejor amigo. Abandonarlo en un momento como aquel. -Sonrió.

Ni siquiera sabía qué habría hecho en aquellos meses de no estar con Jimin, de no haberlo tenido cerca, compartiendo algo más que las paredes de un pisito lleno de libertad.

Dejó la chaqueta en el perchero de la entrada, las llaves en un platito de cerámica situado sobre la rinconera de madera adosada al ángulo de la pared, y se quitó los zapatos. Con ellos en la mano fue a su habitación, tan pequeña como lo era todo el piso en sí. No entró en ella. Los tiró al suelo desde la puerta y fue al baño. Mientras regresaba a su casa, a pie, le sobrevino la urgencia de orinar. Más o menos como si su cuerpo despertase tras aquella larga hora compartida con Taehyung, un tiempo en el que todo, todo, misteriosamente, se había detenido.

Cumplió con su necesidad y se lavó las manos. El espejo frontal le devolvió su rostro. A veces se le antojaba demasiado puro, de porcelana. Temía romperlo con hacer solo una mueca. Y esa era una de las veces. Hizo la mueca, pero no pasó nada.

—Tonto —se dijo.

No quería pensar en él. Todavía no. Se resistía. Una simple cita no bastaba. Una charla informal no suplía la falta de un conocimiento mayor. Que la prisa fuese obligado no significaba que la cosa adquiriera tintes de urgencia. No, no era urgente, solo necesario como respirar.

Jungkook acercó su rostro al espejo. Examinó sus ojos, las pupilas, el iris, el contorno de los párpados. Siempre los había tenido vivos y expresivos. Ahora todos decían que no había cambiado nada, pero no era verdad. Sabía que en su mirada ya no titilaba aquella chispa, había muerto y quería recuperarla, como fuera.

Salió del baño y vaciló. En la sala encendería el televisor y se tragaría cualquier estupidez después de hacer zapping compulsivamente. Eso si no se quedaba colgado del informativo y de sus desgracias. En la habitación se tumbaría en la cama y no evitaría pensar, evocar la charla que acababa de sostener con Taehyung, reflexionar sobre cada palabra, cada punto de inflexión, hacerse preguntas.

Regresó a su habitación. Prefería hacerlo ahora, en caliente. Las primeras impresiones eran las más esenciales, cuando el sexto sentido entraba en acción, o el instinto, o la intuición, o todo a la vez. Y quería llenarse de él, sentirlo, vivirlo en su interior, porque habían fijado ya la siguiente cita y esa sería mucho más importante.

Se sentó en la cama y miró lo que lo rodeaba. Sin poderlo evitar pensó en su otra habitación, la de su casa, la de sus padres. La comparación era irresistible.

En él, a través de la ventana veía un jardín, árboles, una calle cercana y el mar a lo lejos, y oía el silencio de un mundo exclusivo y distante. Allí, por contra, la ventana daba a un patio de luces y siempre la mantenía cerrada para evitar no tanto las voces que fluían desde todos los pisos como los olores que se le colaban dentro impregnando la ropa y las paredes.

En apenas seis meses... Seis meses.

Se tumbó sobre la cama boca arriba, con los brazos por detrás de la cabeza y los ojos mirando el techo. No los cerró. Odiaba la oscuridad. Era un preludio demasiado claro de la muerte. Y lo que más deseaba era vivir.

Evocó a taehyung, su rostro abierto, su voz, sus gestos. Le habían gustado sus ojos, sus labios y sus manos. Se le notaba tenso, pero sabía que no más de lo que estaba el. Una cita a ciegas era siempre curiosa. Pero aquello era mucho más que una cita a ciegas.

Si salía bien y pasaba el resto de su vida con él...El resto de su vida.

—Taehyung —pronunció el nombre en voz alta.

Le gustó. Taehyung y Jungkook. Jungkook y Taehyung. La diferencia de edad no era problema. Decían que él era mucho más adulto de lo que su edad representaba. Y Taehyung tenía algunas cosas de niño. Veintitrés y diecinueve. Los números no importaban. Otras cosas, sí.

—Nunca has tenido suerte —se recordó a sí mismo.

Cierto. Nunca. Se equivocaba siempre. A Seung se lo quitó Hyun, su mejor amigo de entonces. Jaehyun lo dejó cuando hubo conseguido lo que quería. Y Yugyeom... Todo en cuatro años.

Quería llenarse de Taehyung pero el simple hecho de pensar en Yugyeom lo desarboló. Ya no le amaba, eso seguro. Sentía pena, rabia, dolor. Por los dos. Ni siquiera lo odiaba, no podía.

«No odies a quien hayas amado», decía el poema.

El odio era un sentimiento que no deseaba sentir y un lujo que no podía permitirse, no quería que le amargase justo los momentos en los que lo que más necesitaba era todo lo contrario. Además, fue culpa suya, él único que no lo vio.

Se lo dijeron, lo advirtieron, lo previnieron, y no les hizo caso. Vieron en Yugyeom lo que él no supo ver, ciego desde el primer día. No quiso llorar, llevaba por lo menos casi un mes sin hacerlo. Justo desde el día en que decidió cambiar, romper con la catarsis, escribir aquel anuncio y jugarse el futuro a cara o cruz. Desde entonces se sentía mejor, más libre, más consciente de las pequeñas cosas, de la bendición de cada amanecer y la paz de cada anochecer. El amor también era una ansiedad tanto como una necesidad fisiológica.

Incluso había algo de romanticismo en lo que había hecho. Estaba seguro.

Amor por carta, a lo desesperado, al límite. Nadie estaba tan solo como para que no hubiera alguien parecido en alguna parte. Otro hijo de la desventura.

—¿Te gusta o crees que te gusta? —se dijo despacio.

Gustar.

Qué extraño. Antes se creía exclusivo, particular. Quería escoger, se sentía fuerte para decidir. Ahora en cambio ya no podía.

—Bueno, sí, escogiste una carta —musitó.

Una carta entre seis, y solo tres de ellas sinceras. Logró apartar a Yugyeom  de su cabeza. Volvió a taehyung. Tal vez lo habría conocido igualmente, y aunque de otra forma, habrían sentido algo el uno por el otro. Tal vez.

Alargó la mano, abrió el cajón de su mesita de noche y extrajo la carta de Taehyung. Estaba encima de todo, abierta. La había leído una docena de veces, y lo haría una docena más, o dos, o tres. Las que hiciera falta. Con cada lectura descubría algo nuevo, una inflexión diferente, una luz más radiante. Y ahora que lo conocía... Era como si escuchara su voz.

«... porque el tiempo es solo la forma en que gastamos la vida, y a veces hay que ponerse una venda en los ojos para no ver el reloj ni mirar el calendario. O romperlos. Basta con dejarse llevar, y sentir, y gastar esa vida a manos llenas para que no quede nada en el último adiós. En la vida real el amor es un sueño para dos, en el que frecuentemente uno sueña y el otro se deja soñar. Nosotros en cambio soñaremos y nos dejaremos soñar, al mismo tiempo, juntos...»

Buscó aquel otro párrafo.

«En el funeral de Lady Di, en verano de 1997, alguien pronunció una frase que me viene a veces a la memoria, pero que nunca, hasta ahora, había sabido comprender y valorar. La frase dice: "El tiempo es demasiado lento para los que esperan, demasiado rápido para quienes tienen miedo, demasiado largo para los afligidos, demasiado corto para los alegres, pero, para los que aman, el tiempo es una eternidad". ¿Por qué el amor siempre va relacionado con el tiempo? Créeme que he entendido tu grito publicado en el periódico. Lo he escuchado. Aunque no me escojas a mí, me gustaría conocerte. Alguien dijo otra frase en cierta ocasión: "Los poetas crean castillos en el aire, los locos los habitan, los psiquiatras cobran el alquiler". Podemos crear un castillo y habitarlo. Y por supuesto pasando de psiquiatras.»

Había sido una carta diferente. Las otras dos, la del hombre de treinta y nueve años tanto como la del de veintidós, eran mucho más desesperadas. Hablaban de muerte, no de vida.

Empezaba a pensar que había tenido suerte. Una extraña forma de verlo así, por supuesto.

Por un puñado de besos | VKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora