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Jungkook respiró hondo antes de llamar a la puerta. Jamás, ni en un millón de años, se habría imaginado allí de nuevo. La vida era extraña, sabía lo que se iba a encontrar al otro lado. Sabía que se asomaría a su futuro, a su propio destino como persona condenada. Lo sabía todo y más. Y sin embargo estaba allí. Hubiera podido decirle que no, que pasaba, que bastante daño le había hecho ya, pero la madre de Yungyeon apenas si le había dado opción. Primero aquel «Ven» dramático. Y después las lágrimas. Jimin había vuelto a decir que estaba loco.

—¿Por qué has de ir? ¡Él te contagió!

Pero loco o no, necesitaba verle por última vez. Y saber por qué lo llamaba en la recta final. La madre de Yungyeon parecía haber envejecido mil años. Estaba muy delgada, casi en los huesos, y ya vestía de luto anticipado, toda negra de pies a cabeza. El cabello se le había vuelto gris, las bolsas de los ojos eran dos globos hinchados, los labios apenas un sesgo horizontal sin carne. Con los pómulos tan salidos y la piel pegada al cráneo su aspecto era el de un cadáver ambulante. Se emocionó al verlo.

—Hijo...

Lo había querido. Jungkook lo reconocía.

—Señora Amalia...

El abrazo fue denso, todavía con la puerta abierta. Cuando se separaron y la cerró, no se movieron del recibidor. La madre de Yungyeon lo observó con atención, buscando algo que no encontró y pareció aliviarlo.

—Gracias por venir. —Suspiró rendida.

—¿Cómo está?

—Mal —reconoció ella—. Todo está siendo muy... rápido.

Le cayeron dos lágrimas por las mejillas. Resultaba extraordinario que todavía le quedaran. Jungkook pensó en su propia madre dentro de unos años, cuando le tocase a èl.

—Lo siento, señora Amalia.

—Si muriendo él pudiera reparar el daño que te ha hecho, que Dios se lo lleve, pero... ¿Cómo estás tú?

—Bien, muy bien.

La mujer lo tomó de ambas manos. Las tenía muy frías, mientras que las suyas estaban calientes.

—No sé para qué quiere verte —dijo expresando su desconcierto con el rostro—. Le dije que no vendrías. Dios... —le acarició la mejilla con la mano derecha—, fuiste lo mejor de su vida, y ya ves. Tanto amor para nada, tanto daño para nada.

Ya no hubo más. La señora Amalia tiró de su mano y lo arrastró sin esfuerzo. La habitación de Yungyeon estaba al final del pasillo, junto a la cocina. Lo dejó en la puerta, la casa olía como siempre, pero con algo más, igual que si el fantasma de la muerte dejara un rastro a su paso.

—Los dejo solos. —La mujer suspiró.

Jungkook no dijo nada. Esperó a que la madre de Yungyeon desapareciera y puso la mano en el tirador de la puerta. Allí mismo se había entregado a él. En aquella habitación convirtieron su sorpresa inicial, su pasmo en amor y sentido. Cruzaron el umbral. Él mismo llegó a creer que era el último. Sueños.

Abrió la puerta conteniendo todas sus emociones y lo vio. ¿Podía gritarse en silencio? ¿Podía el alma echar a correr sin que el cuerpo se moviera? Él gritó y echó a correr y sin embargo no se oyó nada ni se movió de donde estaba. Por entre la penumbra dolorosa, postrado en su cama, intuyó más que vio los restos de la forma humana del hombre al que había amado.

Yungyeon era guapo, era. Ahora sus restos formaban una incierta forma que apenas si tenía ya nada de lo que en otro tiempo le fascinó, a él y a los demás. Jungkook había visto enfermos de sida en películas, pero no en la vida real. Tuvo que tragar saliva y reunir un valor del que creía carecer. Dio un paso, dos, tres, y se detuvo junto a la cama sin saber muy bien qué hacer. Cuando superó el desconcierto, el pánico, el asco y el impacto de aquella imagen lacerante, se le doblaron las rodillas y se sentó en la cama.

Yungyeon entreabrió los ojos y lo miró. Tardó en reconocerlo y en hablar.

—Jungkook...

—Hola, Yungyeon.

—Gracias... por... venir.

La última vez que le había visto fue para abofetearle, para decirle que era un asesino, que su análisis también daba positivo.

—Necesitaba... irme... en paz —musitó el enfermo. Jungkook no supo qué decir.

—Nunca te... pedí... perdón, ¿sabes? Nunca...

Intentó evitar las lágrimas, pero por primera vez en mucho tiempo no lo consiguió. Fueron dos grandes torrenciales, que se abocaron a sus ojos y resbalaron por las mejillas vencidas tanto por la caída como por su tamaño y peso. Continuó quieto, sin moverse ni para limpiarse la cara.

—He tenido tiempo... de reflexionar... —dijo Yungyeon—. Yo... lo siento, Jungkook. Lo siento...

—Yo también.

—¿Me odias?

Recordó una vez más el poema. Ahora con más motivo: «No odies a quien hayas amado». Pero eso no era más que un poema.

—Sí —dijo de pronto—. Creo que sí, pero no por lo que te imaginas ni como te imaginas.

—Solo hay... una clase... de odio.

—Y es una palabra que debería borrarse del diccionario.

—Si pudiera... No sé...

—Pasó, y ahora es tarde para pensar en lo que pudo ser y no fue. Todo es distinto, aunque no sé si peor. Yo por lo menos he aprendido a valorar otras cosas. Veo la vida de otra forma.

Yungyeon respiraba con fatiga. Daba la sensación de que cada suspiro pudiera ser el último, o como si fuera a fundirse de un momento a otro, extinguirse y desaparecer. Sus ojos estaban fijos en él. Idiota o no, lo quiso. Jungkook siempre lo supo.

—Me duele tanto... irme —manifestó el enfermo.

—Puede que nunca estuvieras aquí.

—Cariño...

Solía llamarlo cariño. Jungkook sintió frío, el mismo frío de su muerte que la alcanzaba a él.

—Gracias por pedirme perdón. Lo necesitaba. Y gracias por hacerme venir.

—¿Por... qué?

—Porque ahora quiero vivir mucho más y voy a luchar, y mantendré la esperanza cada minuto mientras pueda y la enfermedad no se me manifieste.

—Siempre fuiste... especial.

—Lo sé. Tan especial que te quise a ciegas y confié en ti.

—Fuiste... lo mejor de mi vida.

Jungkook pensó que ser lo mejor de una vida tan corta debía significar casi el todo. Yungyeon no ocultó la fatiga. Probablemente no había hablado tanto desde hacía días. Pugnó consigo mismo por mantener los ojos abiertos, y por permanecer consciente, hablar...

—No sé qué más... decir —exhaló.

—No digas nada —le pidió Jungkook.

—Me gustaría... verte... sonreír por... última vez.

Ni siquiera lo intentó. Sabía que no podría, que jamás sería capaz de tanto. Le había perdonado sin dejar de odiarle. Estaba allí para escucharle y enfrentarse a lo que la esperaba. Pero era incapaz de sonreír.

Se enfrentó a sus ojos mientras él los cerraba despacio, sin dejar de respirar fatigosamente, luego se puso en pie.

—Adiós, Yungyeon —susurró.

Por un puñado de besos | VKDonde viven las historias. Descúbrelo ahora