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Una estrella lejana

Superado nuestro estupor inicial, durante las semanas siguientes nos tocó vivir, como un nuevo asunto cotidiano, los preparativos del viaje de Silvia. Estaba previsto que partiera hacia París en la primera semana de octubre, poco antes de que empezara a rodarse la película. Sus padres seguían cerrando con la productora los detalles. Dónde iba a vivir, con quién, cómo haría para seguir los estudios. En un primer momento habían pensado que su madre se iría con ella mientras durase el rodaje de la película, y tal vez después, si es que se alargaba su estancia. Peto al plantearlo su madre en el trabajo, no le habían asegurado que le guardarían el puesto. Silvia le había dicho que no importaba, que iría sola, y nos lo explicaba: —Imaginaos que esto de la película no sale bien. Mi padre lo dice siempre: en ese mundo un día estás arriba y al otro nadie se acuerda de ti. Bueno, pues imaginaos que vuelvo con una mano delante y otra detrás y que mi madre está en el paro. A ver cómo pagamos la letra de la casa. Irene y yo la escuchábamos y nos mirábamos. Silvia había empezado de pequeñita a grabar anuncios para la televisión, y por eso siempre, desde que la conocíamos, nos había sacado una ligera ventaja: se ganaba su dinero y no tenía que mendigárselo a sus padres, como nos tocaba a nosotras. Pero al oírla hablar con esa responsabilidad de la situación monetaria de su familia, teniendo en cuenta algo que nosotras ni nos habíamos planteado, nos pareció que nuestra amiga empezaba a despegarse decisivamente de nuestro mundo de insolventes despreocupadas. Y la admirábamos por eso, tanto como por lo demás. Silvia añadía, demostrando que lo había meditado: —Tampoco me va a pasar nada por vivir sola. En el mundo de la moda hay chicas que viven solas desde los catorce años. Sé que estará la dificultad del idioma, pero así me espabilo para aprenderlo más deprisa. Había muchos que pensaban que Silvia no servía para gran cosa, aparte de para poner la carita en los anuncios. La gente tiende a suponer, seguramente para compensar, que una chica guapa siempre es tonta e inútil. Y es posible que Silvia ayudase en cierto modo a que pensaran eso de ella, porque solía aprobarlo todo más bien raspando y de vez en cuando le cargaban alguna. Pero lo cierto es que no tenía mucha paciencia para estudiar, por un lado, y que muchas veces le tocaba trabajar en vísperas de los exámenes y apenas le daba tiempo a prepararlos. En todo caso, y al margen de las notas que sacara, que no son la única manera de medir la inteligencia de alguien, Silvia era cualquier cosa menos la típica rubia idiota. A veces me parecía incluso una de las personas más listas que me había echado a la cara, porque siempre tenía claro lo que quería y se las arreglaba para conseguirlo. Claro que para saber eso había que conocerla como sólo la conocíamos nosotras. Silvia, la verdad, no andaba sobrada de dotes diplomáticas. Sería porque la mayoría de los que se acercaban a ella eran moscones, o porque ya tenía asumido que nadie iba a valorarla más que por su físico. El caso era que lo que creyeran o dejaran de creer los demás, a Silvia le importaba un bledo. La noticia de que Silvia se iba a París para convertirse en una estrella del cine corrió como un reguero de pólvora por el barrio. Pronto lo supieron todos los vecinos, y cuando empezaron las clases no había alumno o profesor en el instituto que no estuviera al corriente. El primer día, todos querían hablar con ella y averiguar hasta los más mínimos detalles. Silvia, un poco agobiada, y nada deseosa de informar punto por punto a todos los que le preguntaban (entre los que había mucha gente con la que apenas había cruzado palabra hasta entonces), reaccionó de una manera más bien distante. Amable con todo el mundo, pero fría y con aire abstraído. No por orgullo o por superioridad, sino porque le era muy difícil hacer otra cosa. Apenas daba abasto para saludar a todos los que la abordaban. Eso es lo que tienen las estrellas, las del cielo y las de la tierra, que están solas, apabulladas por la admiración que despiertan, y quizá por eso, aunque no quieran, resultan tan lejanas a veces. Siempre lo había sospechado, pero al ver a mi amiga convertirse en una de ellas, lo comprobé como no había podido hacerlo hasta entonces. Y pese a esa actitud de Silvia, nadie se ofendía, ni dejaba por ello de acercarse. Aquella chica era una encarnación del éxito, y a todos les atraía el éxito de un modo irresistible. Por si se contagiaba, tal vez. A los chicos, la nueva Silvia les imponía un respeto bastante pasmoso. No sólo a aquellos que siempre la habían despachado como la tía buena de cerebro de mosquito que hacía anuncios en la tele, sino también a los otros, a los que en uno u otro momento le habían tirado los tejos, con esa finura y esa elegancia con que suelen hacerlo los chicos de instituto, que viene a ser más o menos la misma que podría tener un sapo si le diera por dedicarse a la gimnasia rítmica. Especialmente llamativa fue la reacción de Gonzalo, un guaperas de pacotilla que siempre se había creído una especie de Brad Pitt con derecho indiscutible y preferente sobre los favores de Silvia. Aquel día, Gonzalo no se le acercó con la insultante chulería de siempre, que infaliblemente le valía alguna coz de ella, sino que tartamudeó: —Me-me he enterado. Es-estarás contenta. A Gonzalo, por alguna razón, Silvia se le quedó mirando un poco más que a los demás. Quizá recordó en ese momento todas las veces que le había mandado a freír espárragos o mucho más lejos, y las tonterías de él que le habían dado los motivos: su sonrisita de seguridad, sus piropos estúpidos. Hasta entonces, debió de pensar Silvia, para Gonzalo sólo había sido una especie de presa que tarde o temprano iba a caer, como debía de jactarse cuando hablara con sus amigotes. Ahora él veía cómo ella se le escapaba, sin remedio. Era como si hubiera estado apuntando con su escopeta a un pájaro que de pronto se había transformado en un avión y se remontaba hasta una altura desde la que Gonzalo se volvía un microbio invisible, apenas un puntito insignificante cuyas pretensiones no daban más que risa. Por primera vez, embargada por la compasión que de pronto le inspiraba, Silvia no fue sangrienta con el pobre Gonzalo. —Estoy contenta, sí —dijo, cortésmente—. Es para estarlo, ¿no? Gonzalo dudó antes de contestar. —Eh, sí, claro —farfulló—. Te vas a hacer rica y famosa, parece. —Bueno —bromeó Silvia—, es un poco pronto para hablar de eso. —No —dijo Gonzalo, meneando la cabeza—, de pronto nada. Se veía venir. Y yo sé que triunfarás en lo que intentes. —Muchas gracias. —Triunfarás, sí —prosiguió Gonzalo, un poco amargo— y te olvidarás de todos nosotros. Como debe ser, no creas que no lo entiendo. Silvia se echó a reír. Imaginé lo que debía dolerle en aquel momento a Gonzalo aquella risa cristalina de mi amiga. —No me olvidaré —le respondió—. Sería muy feo por mi parte. Con todos los buenos amigos que tengo por aquí. Gonzalo se quedó observándola con un extraño gesto. Era la primera vez que Silvia no le trataba a patada limpia, y aquello sucedía justo cuando estaba a punto de irse y ya no había ninguna posibilidad de hacerse ilusiones. Yo pensé que los que tenían la suerte de cara, como mi amiga, se veían obligados a tratar con especial suavidad a los demás, porque la ofensa del afortunado hace el doble de daño a quien no lo es tanto. Pero también se me ocurrió que a los chicos como Gonzalo tenía que pasarles algo como aquello, quedarse con cara de tonto en medio de una nube de polvo, para inspirar simpatía. El Gonzalo petulante, el que marcaba musculitos y se espantaba sistemáticamente el mechón sobre la frente para darse aires de seductor, nunca me había parecido, como a Silvia, digno de otra cosa que de hacerlo disecar. Sin embargo, aquel Gonzalo perplejo y derrotado me gustó. Resultaba mucho más digno, más interesante. Incluso más atractivo. También los profesores demostraron estar bastante impresionados por el rutilante futuro de aquella alumna, a la que ninguno (salvo alguno que otro del sector masculino, y no por razones académicas) había tenido nunca en demasiada estima. Incluso los que alguna vez la habían suspendido, o sobre todo ésos, la felicitaban ahora y poco menos que se ponían a su disposición. También para ellos Silvia aparecía de pronto revestida de un aura especial. Irene, que siempre ha sido la más cáustica de las tres, observó: —Míralos. ¿Has visto alguna vez que se interesaran tanto por algún alumno con problemas? —Mujer, alguna vez —respondí—. Acuérdate de José María, el año pasado.
—Sí, bueno, ya sé que siempre hay uno o dos que se pringan, pero eso no cuenta. Me refiero a si alguna vez los habías visto tan volcados a todos. Supongo que ya piensan en que algún día puedan entrevistarlos los periodistas. Doña Fulana, profesora de Lengua de Silvia Zornoza, díganos, ¿era una buena alumna? Oh, sí, estupenda, recuerdo que la apasionaba el Lazarillo de Tormes. Hizo un resumen magnífico. Por eso la cateé. —Vamos, Irene —protesté—. Eso suena un poco rencoroso. —Qué va —se opuso—. Silvia es mi amiga, y mejor para ella. Pero todo este espectáculo, por desgracia, me ratifica en algo que leí el otro día. Irene a veces sonaba así, un poco redicha. Leía como una posesa, las cosas más insólitas, y en cuanto se le presentaba la ocasión, las citaba. —¿Algo que leíste? —pregunté, haciéndome la tonta. —Una frase muy cínica, pero bastante aguda: «Todo el mundo acude en socorro del vencedor». Y tanto. Ahí tienes la prueba. —Así es la vida —me encogí de hombros. —Pues ya sabes, arréglatelas para triunfar o prepárate para estar más sola que la una. Como dijo aquel sabio, hace ya mucho tiempo: «Donec eris felix, multos numerabis amicos; témpora si fuerint nubila, solus eris». —¿Qué? Irene esbozó una sonrisa malvada. La última manía por la que le había dado era aprenderse tiradas en latín. Sabía que era un idioma que ya no se estudiaba en la ESO, y que entre los que habíamos pillado los últimos coletazos del BUP, y nos habíamos visto obligados a darlo en Segundo, resultaba tan impopular que la mayoría lo olvidaba en cuanto conseguía aprobarlo. Ese era mi caso, sin ir más lejos. Y precisamente por eso, porque no lo entendía nadie, Irene le había cogido afición. También se la veía a veces pasear debajo de una tormenta por las calles vacías, y solía despertarse de madrugada para mirar la luna cuando nadie más la estaba mirando. Tenía esas rarezas, Irene, y había que aceptárselas, pero yo me negaba a que me largara aquellos latinajos y me dejara a dos velas, así que insistí: —¿Qué quiere decir? ¿Y de dónde demonios lo has sacado? Irene tradujo, satisfecha: —«Mientras seas feliz, contarás muchos amigos; si los tiempos fueren de desgracia, estarás solo». Es de Ovidio, un poeta. —Ahora lees eso, Ovidio —dije, incrédula. —No. Leo el Quijote. Si no fueras tan inculta sabrías que la frase la cita Cervantes en el prólogo. Nada más empezar, vamos. —Mira, Irene, no te pases —le advertí, porque era una pedante y porque me picaba, después de todo, que me cogiera en aquella falta. Un tipo astuto, Ovidio, en todo caso. Meses después nos acordaríamos más de una vez de su dichosa frase. Pero no voy a adelantar acontecimientos. Estaba con el recibimiento que los profesores le dispensaron a Silvia, y me toca añadir que le ofrecieron que preparase las asignaturas y se examinara cuando y como mejor le conviniera. Ya se hacían cargo de que faltaría a las clases durante el primer trimestre, y si para el segundo continuaba en París, ya se buscaría la forma de arreglarlo. En todo caso, no tenía por qué apurarse, que ya vería cómo aprobaba el curso sin ningún problema. Para eso tendría el apoyo de todo el claustro de profesores. Cuando Silvia nos lo contó, Irene se volvió hacia mí y comentó, irónica: —¿Ves? Igualito que cuando yo me pillé la neumonía y tuve que hacer todos los exámenes a cara de perro, como si nada. —Y sacaste sobresaliente en todo —recordé—. Todos sabían que a ti no te hacía falta que te dieran facilidades. Para eso eres una superdotada. —Una superleche —y volviéndose a Silvia, le aconsejó—: Aprovéchate, tía, que tienes el mundo a tus pies. Chúpales la sangre, sin piedad. Silvia no dijo nada. Puso una vez más aquel gesto, el que más le veíamos desde que había vuelto de las vacaciones convertida en una persona distinta: dulce pero un tanto ausente, a la vez como si estuviera y no estuviera con nosotras. Era, supuse, el gesto de intentar asimilar todos los cambios que se producían a su alrededor. El gesto, también, de mirar el mundo a sus pies, como decía Irene, desde la estrella lejana donde ahora vivía. ¿Y nosotras, Irene y yo? Bueno, cada vez estaba más claro, así fuera por contraste con Silvia, que no vivíamos en ninguna estrella, ni nada que se le pareciese, y que el mundo nos quedaba más cuesta arriba que cuesta abajo. Mientras ella se preparaba para volar a París y para ver cumplidos sus sueños, nosotras afrontábamos el penúltimo año de instituto. Si ella iba a vérselas con los focos y con las relucientes aguas del Sena, nosotras íbamos a enfrentarnos con lo de siempre, las malditas evaluaciones, el asqueroso horario, los apuntes y la pizarra, las ganas de bostezar. Llevábamos tantos años de estudiantes que incluso Irene, para quien la cosa no ofrecía dificultades, porque era capaz de aprenderse los libros con leerlos un par de veces, empezaba a dar signos de un invencible aburrimiento. Y lo peor era que si queríamos ser algo en la vida, tal y como estaba la vida ahí fuera, según me decía mi padre cada vez con más frecuencia en los últimos tiempos, no había otra solución que seguir estudiando durante al menos cuatro o cinco años más. Eso suponía que todavía nos quedaban decenas de exámenes, miles de páginas por tragar y subrayar bajo el flexo, mientras los demás dormían, o veían la tele, o estaban en el cine o tomándose algo en una terraza. Cuando tenía pensamientos como éstos, me entraba una especie de desesperación y a la vez unas ganas locas de mandarlo todo al diablo, de meterme a misionera o a voluntaria de una ONG en África o a guerrillera en la selva. Desde hacía algún tiempo soñaba con atajos de ese tipo, y algunos todavía más disparatados. Pero puesta a imaginar atajos, ninguno como el que se había buscado Silvia. Tanto daba que acabara el BUP o no; tenía un camino por delante y en él todas las promesas del mundo. En parte la veía forzada a compartir las apreciaciones sarcásticas de Irene. Era un poco injusto que precisamente ella, Silvia, dispusiera de todas las facilidades para sacar el curso. Las que nos quedábamos, las que no íbamos a París ni nos íbamos a hacer famosas, tendríamos encima que chapar para que no nos suspendieran y para que nuestro humilde e incierto futuro no se acabara antes de empezar. Aquel primer día de clase, cuando volvía hacia mi casa, después de separarme de Irene y de Silvia, iba dando vueltas a todas estas cosas, con una desagradable sensación de ser justo lo que le había achacado a Irene, una resentida por la fortuna de mi amiga. Entonces me acordé de algo que me había sucedido cuando era muy pequeña, en la verbena del barrio. No recuerdo bien todos los pormenores, sólo sé que había una fiesta infantil y una especie de rifa entre todos los niños. Cada uno llevaba unos boletos, y al final de la fiesta iban a sacar unos números que decidirían quiénes eran los agraciados. El premio máximo era un triciclo que a mí, en cuanto lo vi, me pareció absolutamente maravilloso. Tanto que empecé a desearlo de una manera desaforada, como sólo puede desear una niña de cuatro o cinco años, que eran los que yo tendría por entonces. Seguí con el alma en vilo la rifa, y todavía tengo grabado a fuego en mi memoria, como uno de los cataclismos más terribles de mi existencia, el instante en que le tocó el triciclo a mi vecina Lali, una niña rubia y presumida que estaba acostumbrada a que todos se quedaran prendados de sus enormes ojos azules. A mí me tocó una pistola de vaquero, de plástico, una baratija ridícula que intentaba ser un premio de consolación para los perdedores, pero que para mí fue lo contrario, el odioso símbolo de mi desolación. Aquella noche lloré hasta hartarme y hasta empapar la almohada, y durante meses no pude ver a Lali, montada o no en su triciclo, sin que se me hiciera un nudo en la garganta y me entraran unas ansias incontrolables de asesinarla de la forma más sádica. Pero ya no tenía cinco años, pensé, mientras entraba en el portal, y ya era hora de que asumiera que el mundo se dividía entre gente como Lali o Silvia y gente como yo, gente a la que nunca le tocaban los triciclos maravillosos. Así era, y así me correspondía vivir, en resumidas cuentas, sacándole el máximo partido posible a mi ridícula pistola de vaquero. Bang. El ascensor estaba estropeado y en la escalera coincidí con alguien que era a la vez la persona más apropiada y más inoportuna, dadas las circunstancias: Roberto, mi vecino y también mi único y torpísimo pretendiente. Tenía esa virtud, la de aparecer cuando menos estaba yo para gaitas. —Hola, Roberto, ¿qué tal? —me anticipé a saludarle, y a la vez aceleré mi subida para pasar de largo lo antes posible. —Muy bien, ¿y tú? —dijo, sin mucho énfasis, y también sin mirarme y sin pararse, como si tuviera otra cosa en mente. Cinco segundos después Roberto había desaparecido tras el recodo del descansillo y yo estaba parada entre dos escalones, mirando hacia abajo. La idea que flotaba en mi cerebro no podía ser más perturbadora. Para ser del todo exactos, no era una sola idea, sino dos. Primera: acababan de birlarme mi pistola de plástico. Segunda: o había sido una alucinación, o estaba aturdida por los últimos acontecimientos, o por primera vez desde que le conocía tenía la sensación de que Roberto no era tan mal partido. Meneé la cabeza, con fuerza. Primero Gonzalo ahora Roberto. Si seguía por ese camino, tendría que pedir que me llevaran al psicólogo.

La lluvia de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora