La lluvia en París
Sí, empezó a llover. Pero no como hasta entonces, que lo había hecho a ratos y con una intensidad soportable. Empezó a llover furiosamente y a todas horas, hasta el extremo de poner patas arriba el plan de rodaje de la película. En el guión había escenas con lluvia, sí, pero ni siquiera ésas se podían rodar bajo el viento y los chaparrones que se desataban una y otra vez. De hecho, la mejor manera de rodar una escena con lluvia es regar artificialmente a los actores, mientras el cámara está a salvo. En cuanto a todos los demás exteriores, los que exigían una atmósfera seca, resultaban sencillamente imposibles y hubo que cancelarlos en espera de mejores días. Nos concentramos en las escenas de interior, pero para algunas los decorados aún no estaban listos y los técnicos debían trabajar a destajo. Aun así, a veces teníamos que rodar en habitaciones donde a la menor ocasión se caían los tabiques. Si normalmente el rodaje era tenso, no podéis imaginaros cómo fue a partir de ahí. Al ayudante de dirección, un día en que el caos parecía ya incontrolable, se le ocurrió decirle a André: —Te lo advertí, teníamos que haber empezado en septiembre. Era de cajón que el tiempo nos acabaría jugando una mala pasada. André se le quedó mirando, callado. Era una mirada terrorífica, casi homicida. No había sospechado yo que fuera capaz de mirar así. Después, le puso una mano en el hombro al ayudante y le contestó: —Eres un genio, Pierre. Recuérdame que en la próxima película prescinda de ti. Me haces sentir demasiado tonto, y ésa no es la función del ayudante. Pierre palideció como yo no sabía que se pudiera palidecer. Y murmuró: —No he querido… —Cállate, Pierre —le atajó André, iracundo—. Si sigo oyendo tu maldita voz te meto un foco en la boca. Anda, ve a arreglar algo, en lugar de seguirme dándome por saco con tus consejos. Haciéndose cargo de lo delicado de su situación, Pierre se evaporó como una gota de agua sobre una plancha caliente. Una consecuencia de aquel desbarajuste era que los actores andábamos casi todo el rato ociosos, viendo cómo los demás preparaban tal o cual escena y cómo poco después tenían que desmantelarla. Si se abría de pronto un claro, se intentaba rescatar una secuencia de exterior que se hubiera cancelado antes, pero cuando estaba todo listo, la tempestad estallaba otra vez. Era desolador ver a toda aquella gente trabajar en balde, sin poder hacer otra cosa que repasarte una y otra vez todas tus escenas. A mí me descentraba mucho todo aquello. A Ariane, en cambio, parecía dejarla indiferente. Recuerdo una tarde que estábamos las dos sentadas en nuestras sillas, mirando el panorama. El silencio me agobiaba, y dije: —Es un auténtico desastre. Ojalá mejore el tiempo pronto. —No te apures —me aconsejó—. Siempre pasa algo. Cuando no es el tiempo es el dinero, o los equipos, o el vestuario. Siempre se fastidia alguna cosa. Es una de las reglas no escritas de este negocio. —Te veo muy tranquila. —Bueno, las he visto mucho peores. Aquí todavía no hemos suspendido el rodaje. Eso sí que es una catástrofe. Cuando lo reanudas luego, y luego puede ser cinco meses después, según anden las agendas de los actores, hay que reconstruir la película como si fuera un castillo en ruinas. —Me gustaría poder verlo con esa calma tuya. Ariane enarcó las cejas. —Oh, no pasa nada. Te van a pagar igual, y al final la película sale. Siempre sale, ésa es otra de las reglas. El que tiene un problema es el director. Pero nosotras somos dos actrices jóvenes y bobas. Podemos mirar el estropicio y reírnos si queremos. Nadie nos va a regañar. La observé detenidamente. Habríase dicho que hablaba en serio. —Eres una malvada —dije. —No. Soy una víctima inocente —se quejó—. Una pobre chica de la que todos esos buitres se aprovechan. Utilizan mi tierna juventud para embaucar a los bobalicones que van a ver sus películas. —Sí que eres tierna, sí —juzgué—. Como una piedra de afilar. Ariane se echó a reír, sin importarle el efecto que sus carcajadas pudieran causar en aquel ambiente de nerviosismo e irritación. De pronto, sin embargo, interrumpió su risa y se quedó mirando fija al frente. —¿Qué pasa? Ariane no respondió en seguida. Vi cómo se le dilataban las pupilas y cómo sus iris verdes volvían poco después a recobrar su anchura. —No lo sé —dijo—. Pero Fata Morgana anda en algo. —¿Fa qué? Ariane se volvió hacia mí. Y me explicó, con ese aire de descubridora y de experta con que lo explicaba siempre todo: —Fata Morgana. La hermanastra del rey Arturo, una bruja taimada y peligrosa. Adivina a quién me refiero con ese nombre. Miré al frente y distinguí a Chantal hablando con André. El director parecía aguantar estoicamente el discurso de la estrella, que le clavaba una y otra vez el índice de la mano derecha en el pecho y que cada dos o tres segundos doblaba un dedo de la mano izquierda, como si estuviera haciendo un recuento de algo. Por el gesto de Chantal, parecía tratarse de una lista de quejas. La fatiga que había en el rostro de André lo corroboraba. —Ha esperado el momento perfecto —se admiró Ariane—. Ahora André está débil. Ahora es cuando saca su aguijón y lo clava hasta el fondo. —¿Qué aguijón? —pregunté, sin acabar de entenderla. —El que le sirve para salirse siempre con la suya. —No parece que André esté ahora mismo en condiciones de hacerle demasiado caso —calculé—. Bastante follón tiene, el pobre. —Eres una ingenua, Sylvie —opinó Ariane—. Ahora es cuando él no puede negarle nada, porque no puede permitirse ni un quebradero de cabeza más. Y menos el que ella puede plantearle. —¿Y cuál es ése? —Irse. Si se retrasa el rodaje, deja de obligarla su contrato. Y la película se queda sin el nombre más prestigioso del cartel. Quedamos tú y yo, una francesita mona y una belleza exótica de más allá de los Pirineos. Pero películas con niñitas guapas las hay a patadas, y André tiene que conseguir una que recaude en taquilla el dinero que le han prestado para hacerla y un poco más. Si no, la próxima vez le costará mucho que vuelvan a dejarle dinero para seguir jugando al cine. Chantal lo tiene bien cogido. Me quedé pensando sobre la teoría que Ariane acababa de exponerme. Nunca dejaba de sorprenderme su capacidad para vislumbrar los más intrincados entresijos de todo. Tuve que reconocérselo: —Me gustaría saber dónde has aprendido todo eso. Se encogió de hombros, quitándole importancia. —Llevo la mitad de mi vida en el cine. Hablando con unos y con otros. Todo el mundo tiene ganas de hablar con una chica bien parecida. —¿Y qué crees que le está pidiendo Chantal? —¿Exactamente? Ni idea. Puedo suponer algo, pero Chantal es perra vieja y tiene más imaginación que yo. Sólo una cosa está clara. —¿El qué? —Que no es bueno para nosotras —sentenció Ariane. Algunos días, a eso de las cuatro o las cinco, André se rendía a la evidencia de que la jornada estaba perdida y permitía que los actores nos fuéramos. Él se quedaba con el equipo técnico, tratando de rehacer el plan de rodaje. Daba lástima verle, con la frente arrugada y el pelo revuelto. Esas tardes de imprevista libertad, me iba con Ariane a pasear a la orilla del Sena. Eran paseos bajo el paraguas, pero tenían la ventaja de que no te cruzabas apenas con nadie. Los turistas habían desaparecido y los parisinos estaban metidos en sus madrigueras, salvo para ir y venir del trabajo. A mí me gustaba caminar por las orillas, viendo el agua repicar en los puentes y acribillar la corriente revuelta y caudalosa del río. También me gustaba el sonido, aquel chof chof continuo de la lluvia sobre la tierra y el agua. Y el cielo turbulento, y aquellos edificios de París barnizados de humedad, más resplandecientes que nunca. No había visto nunca una ciudad tan majestuosa, ni creo que la vaya a ver después. Parecía que no la hubieran hecho como las demás ciudades, un poco según van saliendo, sino con arreglo a un plan minucioso que se hubiera cumplido a rajatabla. Sin embargo, aquella lluvia incesante me inundaba el espíritu de una tristeza difícil de vencer. Por fuerza, una española como yo tenía que empezar a echar de menos el sol. Y si a la dureza del tiempo le unía las dificultades que atravesaba la película, no me faltaban motivos para andar más bien desanimada. Una de aquellas tardes junto al Sena, Ariane, adivinando tal vez lo que pasaba por mi mente, observó: —Aquí lo tienes, tu amado París. Una preciosidad que también puede ser de lo más canalla, cuando se le pone en las narices. ' —Y a pesar de todo, merece la pena —salí en su defensa—. Otra ciudad sería espantosa con esta lluvia. —Sí —admitió Ariane, irónica—. Quizá por eso, porque sabe que siempre habrá gente que la aguante, cae con tanta saña, la lluvia de París. —No lo sé —respondí—. Lo que sí es verdad es que llueve, y que desde que llueve las cosas andan torcidas. Eso no puedo negarlo. En todas partes llueve y en todas partes se tuercen las cosas. En París también. —Claro que llueve en París —dijo, asombrada—. Eso lo sabe cualquiera. —Me refiero a lo otro. A que de repente se haya estropeado todo. —Anda, ¿y qué te habías creído? ¿Que la fiesta iba a durar siempre? —Por qué no. Era como un sueño. Ariane se detuvo. Un par de segundos después, cuando yo también lo hice, vino hacia mí y me rodeó hasta ponerse enfrente, como si me cortara el paso. Me observó cinco, diez segundos, con sus ojos impenetrables. —¿Estás bien? —preguntó. —Considerando las circunstancias… Ariane se puso seria. —No dejes que te afecte, Silvia. —El qué. —Toda esta comedia. Disfrútala lo que puedas, aprovéchate de lo que te da, pero no dejes que esto se convierta en tu vida. ¿Me oyes? La lluvia caía fuerte, pero no tanto como para que Ariane tuviera necesidad de gritarme así. La miré, un poco aturdida. —Oye, ¿qué te pasa? —pregunté. —Nada, no me pasa nada —dijo, y echó a andar otra vez. La dejé alejarse diez o doce pasos. Pero ella era la única amiga que tenía en París, y no estaba dispuesta a permitir que nos enfadáramos por un malentendido. Salí tras ella y en cuanto la alcancé seguí caminando a su lado. Durante un par de minutos, o acaso más, ninguna dijo nada. Al fin, otra vez con su voz serena de siempre, Ariane reanudó la conversación: —Hablando de sueños, ¿te conté alguna vez lo de mi sueño incumplido? —No. —Es un sueño muy bobo, como todos los sueños, si los analizas. Mi familia ha vivido siempre en Toulouse, en el centro. A dos calles de nuestra casa está el Lycée Saint Sernin. El instituto de enseñanza secundaria San Saturnino, se diría en español. Está en un edificio muy antiguo y tiene un jardín que se pone precioso en primavera. Desde que tuve uso de razón, siempre hubo algo que deseé por encima de todo. ¿Sabes qué? Por primera vez, me parecía que a Ariane le costaba hablar de algo. Por si acaso, le seguí la corriente. —Cómo quieres que lo sepa. —Lo que deseaba —dijo— era tener la edad para ir a estudiar el bachillerato al Lycée Saint Sernin. —No parece un sueño demasiado irrealizable —aprecié, precavida. —Y sin embargo, Silvia, para mí lo ha sido. Por esta mierda del cine. He estudiado el bachillerato a trompicones, en Lyon, en Niza, en París. En todos los sitios que he ido atravesando como una nómada. En todos menos en mi amado Lycée Saint Sernin de Toulouse. Todavía hoy, cuando vuelvo a casa y paso a su lado, se me parte el alma si miro al otro lado de la valla y veo a las chicas que están allí, tan tranquilas, fumando o prestándose apuntes. Ya nunca podré ser una de ellas, ni tendré de ese jardín otro recuerdo que el de verlas a ellas desde fuera, sintiéndome una desterrada. Daría todas las películas que he hecho por convertirme en la más gris e insignificante de esas alumnas. Por tumbarme a la sombra de uno de esos árboles y dejar que las abejas zumben por encima de mis ojos cerrados. No cabía duda de que esa imagen la conmovía, y también me conmovió a mí oírsela describir. Ariane añadió: —Allí debería estar yo ahora. Trabajaría en un comercio pequeño o en un restaurante inundado de sol. Me cruzaría con los vecinos en la calle y me saludarían por mi nombre. Pero aquí estoy, bajo esta lluvia asquerosa, y aquí seguiré, si me descuido, hasta que los años pasen y no me preocupe nada más que de mis arrugas y de mi vanidad, como Chantal. —No creo que tú puedas acabar así —dije. —Puede que no. Pero eso depende de que nunca llegue a tomarme todo esto en serio. De que recuerde siempre que mi vida verdadera era aquélla, la que ya nunca voy a poder vivir. —¿Por qué no? —protesté—. Puedes hacer lo que quieras. Si lo que quieres es volver a Toulouse, pues agarra y vuélvete. Ariane giró el rostro hacia mí. Sonreía con indulgencia, como si yo acabara de decir la más ingenua de las tonterías. —La vida es más complicada que todo eso —afirmó, con amargura—. Para el Lycée Saint Sernin ya no tengo edad. Para lo demás, me falta inocencia. Y sobre todo, ma douce Sylvie, me sobra esto. Como el argumento definitivo, me enseñó entonces el tajo de su muñeca izquierda, que era la que en aquel momento le dejaba libre el paraguas. Yo nunca sabía qué responder a eso, así que nada respondí. Durante varios días, aquella extraña conversación con Ariane no se me fue de la cabeza. No sólo porque por primera vez me había mostrado una fisura en su coraza de acero, aunque en seguida hubiera vuelto a taparla, sino porque sus sombrías palabras de aquella tarde se mezclaban inoportunamente con el desasosiego que yo ya sentía. De pronto estar en París no era algo maravilloso, sino una experiencia llena de dificultades y de amenazas. Sólo veía a Chantal cada día más satisfecha, y a André cada día más desbordado y abatido, y viendo a uno y a otro me era imposible olvidar lo que decía Ariane: fuera lo que fuera lo que estaba consiguiendo Chantal, no era nada bueno para nosotras. Por lo demás, el poco trabajo que podíamos sacar adelante salía peor que nunca. Cada secuencia requería un montón de tomas, yo metía bastante la pata, y hasta Ariane empezó a estropear escenas. André seguía tratándonos bien, pero ya no era como al principio. Su desesperación resultaba más que evidente. Una tarde de domingo que hubo que trabajar para rodar unos exteriores, justo cuando ya empezaba a faltar la luz, Ariane cometió un fallo y André perdió el control. —Vale, me rindo —gritó—. Quitad a esa neurótica de mi vista. Ariane se le quedó mirando, sin decir nada. Luego echó a andar hacia su caravana. Instintivamente, busqué a Chantal. Fumaba plácidamente, recostada en una pared. Yo pensé que lo de «neurótica» debía tener que ver con el intento de suicidio de Ariane, y por primera vez, André me pareció un tipo despreciable. No podía decirle eso, allí, delante de todo el mundo. Por muy harto que estuviera, habría debido controlarse. Me quedé descolocada. Recordé al André que me había encontrado en la playa, al de la cena de la primera noche, al de la invitación al Maxim’s. En el energúmeno que acababa de insultar a mi amiga no quedaba ni rastro de aquel hombre amable y considerado que me había deslumbrado desde el principio. ¿Qué pasaba para que todo se estuviera arruinando a aquella velocidad de vértigo? Fui a la caravana de Ariane, para tratar de animarla, o para ofrecerle mi apoyo, al menos. Pero ella le quitó importancia: —Nuestro pobre director las está pasando canutas. Se le está cayendo la tienda en la cabeza. Hay que comprenderle. —Pero es un cerdo. No tenía derecho… Ariane dejó asomar a su cara una sonrisa cínica. —Tenía derecho. Yo cobro por esto y le he estropeado unos metros de película. Los metros de película son caros. —Pero llamarte… —¿Neurótica? Lo soy. Intenté suicidarme, y lo sabe todo el mundo. Salió en los periódicos, fue un escándalo tremendo. Durante un año, nadie quiso contratarme. Tenían miedo, ya imaginas, de que apareciera desangrada en el camerino. Pero he aprendido a vivir con eso y a conseguir que los demás me acepten como soy. No me avergüenza nada, de verdad. Salí de la caravana de Ariane con una sensación de desconcierto. No comprendía nada. No comprendía a aquella gente, ni su comportamiento, ni aquel mundo disparatado en el que me veía envuelta. Para terminar de arreglarlo, mientras iba hacia mi caravana me salió al paso el hombre fatídico, Michel. Traía puesta la sonrisa de conquistador número uno, de oreja a oreja y con dos filas de dientes deslumbrantes. Me guiñó un ojo y dijo: —Tú y yo seguimos teniendo una cuestión pendiente. —¿Cómo? —Una cuestión pendiente. —Oye, Michel, ¿te parece que hay poco lío? —le dije, a duras penas, porque con el cabreo me costaba más encontrar las palabras en francés. —¿Qué? —preguntó, sin comprender nada, seguramente por culpa de mi pronunciación, que había sido bastante penosa. —Nada, Michel. Que te la machaques —le sugerí, en español. Aquella noche, a eso de las diez, sonó el timbre de nuestro apartamento. Ariane fue hacia el portero automático y preguntó quién era. Una voz masculina respondió desde abajo un nombre que no entendí. Tras eso, Ariane se quedó callada y tardó un rato en apretar el botón que abría el portal. —¿Quién es? —pregunté. —Una visita inoportuna —dijo. Medio minuto más tarde apareció en el umbral un chico moreno, de unos veinticinco años. Traía un bolso de viaje. —¿Qué haces aquí? —le interrogó Ariane, con sequedad. —Vengo a trabajar en unos asuntos. Y no tengo dónde alojarme —se explicó el chico. Su voz era grave y aterciopelada, bastante agradable. —Aquí no te puedes quedar. —¿Por qué no? —No estoy sola. —Ya lo veo. ¿No me presentas a tu amiga? Mientras decía eso, me miró. Tenía también los ojos verdes, como Ariane, pero menos retadores. De hecho, apenas me sostuvo la mirada. —Claro —concedió Ariane—. Ésta es Silvia, una compañera, de Madrid. Y éste es Eric, el zumbado de mi hermano. —Sí que me presentas bien —se quejó Eric, en español. Lo hablaba un poco peor que Ariane, pero mucho mejor que yo el francés. No sabía qué me correspondía hacer o decir a mí. Así que improvisé: —Por mí puede quedarse. Tenemos el sofá-cama. Ariane se volvió hacia mí. Juraría que enfadada. Pero no le duró. —Muy bien, Eric —dijo—. Silvia te acoge. Dale las gracias. Y volviéndole la espalda, regresó hacia el salón. Eric cerró la puerta sin hacer ruido y, como si aquello nos hiciera cómplices, susurró: —Merci beaucoup, Silvia.
