El momento del hámster
Hay un momento, le pasa a todo el mundo, en el que un niño empieza a dejar de ser un niño. No es un momento como para celebrarlo, porque en general la infancia tiene sus ventajas. Te llevan y te traen, te visten y te desvisten, procuran darte algún que otro capricho y todos se empeñan en creer que eres un ángel, aunque te guste arrancarles las alas a las hormigas voladoras y recoger cacas de perro del suelo para echarlas en los buzones. Un día, sin embargo, algo cambia en ti. Los mayores lo notan y de pronto dejan de tratarte como hasta entonces: se niegan a reírte las gracias y les da por mostrarte, de diversas formas, que el que la hace la paga. Toda una faena. Con lo divertido que era que ellos se encargaran de los platos rotos. Pero después de ése todavía hay otro momento, que suele retrasarse varios años. Me refiero al momento en el que te toca hacerte realmente mayor. Eso sí que es una catástrofe. A partir de entonces, el problema no es ya que no te rían las gracias, que desde luego no lo hacen, sino que además vienen y te exigen, por todos lados: la gente que te cae bien y también la que te cae como una patada en la barriga. Y por mucho que te reviente, no siempre puedes decir que no. Aunque lo peor, en el fondo, no es eso. Lo peor de hacerte mayor, y vaya si cuesta aceptarlo, es que en adelante ya no sólo pagas por lo que haces. A veces tienes que pagar sin haber hecho nada. No me acuerdo muy bien del momento en que yo misma dejé de ser una niña. Algunas cosas que te afectan personalmente te cogen más distraída de lo que deberías estar, o puede ser que una haga por olvidar el momento en que la echaron del paraíso. Bien mirado, sería una reacción bastante comprensible. Sin embargo, y quizá sea porque lo vi desde fuera, o quizá porque coincidió con otro acontecimiento importante, el comienzo de la historia que pretendo contar en este libro, me acuerdo muy bien del momento en que le tocó el turno a mi hermano Adolfo, alias el hámster. Rondaba él los diez años, que a algunos les parecerá una edad bastante precoz y a otros no tanto, dependiendo de la experiencia de cada uno. Conviene aclarar, por si acaso, que tampoco es que entonces el hámster dejara del todo de ser un niño. Sigue en la tarea, a decir verdad, y mi pronóstico es que para hacerse mayor todavía le quedan algunos años: pocos, según la opinión de mi madre, que ve crecer a su benjamín y querría que siempre fuera el bebé del principio, y demasiados según mi opinión, porque ya está bien de aguantarle monerías. Reconozco, sin embargo, que a partir de aquel día dejé de verle como un piojo irresponsable, y hasta empecé a sospechar que en su cerebro había algo más que la irritante convicción de ser el centro del universo. Estábamos a primeros de septiembre, el mes en que todo el mundo vuelve moreno y con ganas de reanudar la actividad, aunque ya se sabe que esas ganas se esfuman pronto y dejan paso al ansia de que llegue cuanto antes el próximo puente. Algo agradable que tienen esos días de septiembre es que todavía no has gastado las anécdotas del verano. A cada amiga que te encuentras le puedes largar a gusto la primicia, y aunque para eso tienes que convencerla de que tus anécdotas son mejores que las suyas, porque, si no, lo que termina pasando es que cada una cuenta su historia y nadie escucha a nadie. Aquel verano, sin embargo, no hubo ninguna competencia. Cuando volví a reunirme con mis amigas, Silvia e Irene, quedó claro en seguida que la noticia bomba la traía Silvia, y tanto Irene como yo nos tuvimos que guardar nuestras insignificantes novedades y escucharla atónitas. Recuerdo bien la escena. Estábamos sentadas en un banco del parque de Castilla-La Mancha, a la sombra, viendo pasar a los chiflados que a aquella hora de la tarde corrían por los senderos chorreando de sudor. Yo andaba un poco amargada, precisamente por culpa del hámster. Mis padres habían ido a Madrid y me tocaba cuidarlo, así que me había visto obligada a llevármelo conmigo y allí lo teníamos de testigo incómodo. No es que hablara mucho ni que intentara protagonizar la situación, como en él era habitual, porque ya me había ocupado de amenazarle con las oportunas represalias; pero hay cosas de las que tres chicas de dieciséis años prefieren charlar sin que les ponga la antena un enano imberbe. Aunque Silvia acababa de llegar aquel mediodía y tanto Irene como yo nos moríamos por colocarle el disco que ya nos habíamos colocado la una a la otra antes, debíamos esperamos a que el hámster se alejara con un palo o con su Gameboy para soltar los detalles más jugosos. Estábamos Irene y yo en una de ésas, hablando las dos al mismo tiempo, cuando Silvia, que parecía a la vez estar y no estar allí, se quedó mirando al vacío y dijo suavemente la frase temible:
—Yo sí que tengo algo gordo. Irene y yo nos observamos. Las dos dudamos durante un segundo si podíamos hacer como que no habíamos oído y seguir con nuestros rollos respectivos. Las dos comprendimos al instante que iba a ser demasiado maleducado (además, no era buena táctica para retener la atención de Silvia, que era lo que nos interesaba). Y fue Irene la que, con un carraspeo y ocultando a duras penas lo que le costaba tener que parar su relato, preguntó:
—¿Algo gordo? Silvia no respondió en seguida. Asintió despacio y, escogiendo definitivamente el gesto de encontrarse a mil kilómetros de nosotras, dijo:
—Dentro de un mes me voy a París. A hacer una película, por ahora, y a lo mejor a vivir allí un tiempo. Irene y yo tardamos cerca de medio minuto en cerrar la boca. La primera que pudo articular palabra fui yo. Murmuré, como una perfecta estúpida:
—Anda, qué bien.
—Sí —se sumó Irene, incapaz de decir más. Bueno, aquello sí que era toda una conmoción. Nuestra amiga Silvia, con quien habíamos consumido horas y horas de aburrimiento en aquel parque, o en la clase del instituto, o en el centro comercial, o en los pubs donde conseguíamos que nos pusieran cerveza sin pedimos el carné; la misma chica que compartía nuestra vida no del todo mala pero un poco insulsa en Getafe, una ciudad cualquiera de las que rodean Madrid, ni siquiera la más grande, tampoco la más maravillosa; nuestra compañera de tantos años, a quien queríamos, claro, pero de quien también nos reíamos alguna vez, agarraba y se convertía de repente en un personaje portentoso, en alguien que iba a dejar nuestro mundo atrás y se iba a ir nada menos que a París, a hacer una película y hacerse luego famosa y quizá no volver nunca sino de visita, para recibir el homenaje del ayuntamiento y descubrir la placa de una calle con su nombre. Tanto Irene como yo pensamos todo aquello de un tirón y nos representamos de golpe hasta los últimos detalles porque era algo que desde hacía tiempo sabíamos que iba a ocurrir. Antes o después. Silvia no sólo era la chica más guapa de todo el instituto y de todo el barrio, sino que tenía un largo historial de anuncios en televisión y en revistas y ya había hecho un par de pequeños papeles en el cine. Un día u otro había de llegar algo serio, y parecía que al fin había llegado. París, más claro imposible. Nuestros sentimientos, o al menos los míos, resultaban contradictorios. Silvia era una buena amiga, la mejor que tenía junto con Irene. Deseaba que las cosas le fueran bien, claro, pero también me daba envidia, una envidia oscura que no podía ocultarme por más que me disgustara verla. No sólo era que ya no tuviera sentido contarle las tres bobadas que me habían sucedido aquel último verano, sino que ya no iba a tener nunca sentido contarle las bobadas en que se iba a resumir mi vida al lado de la suya, durante los años que iban a venir y que para ella iban a ser de fábula y para mí de una rutina sin mayores alicientes. Otro tanto le pasaba a Irene, que era la persona más inteligente que conocía, y a la que todos sus sobresalientes permitirían ser el día de mañana ingeniero, o juez, o médico, o lo que quiera que se propusiera ser. Pero cuando viniera Silvia hablando de sus viajes, de las películas y de la gente famosa con la que se codearía, Irene se guardaría a buen recaudo, para contármelos a mí, los avatares de su profesión. Lo cierto era que Silvia iba a entrar en otro mundo, al que ni a Irene ni a mí nos iban a autorizar a acompañarla. Un mundo con el que sólo podríamos soñar. Pero entonces me di cuenta, y también Irene, de que sólo puedes llamarte de verdad amiga de alguien si eres capaz de sobreponerte a tus miserias personales, a los celos y a todas las demás inmundicias por el estilo para compartir de corazón la alegría que tu amiga siente por su suerte, aunque su suerte sólo sea suya y la tuya no sea tan brillante o vaya a ser peor. Porque donde quiera que llega una buena amiga, llegas un poco tú misma, si sabes renunciar a tu egoísmo y ponerte dentro de su piel. Nosotras no íbamos a ir a París, pero ella sí y nosotras éramos sus amigas, las únicas a las que podría contamos todo. Y aun suponiendo que pudiera contárselo a otros, nadie iba a ser capaz de comprenderla como la comprenderíamos nosotras. Esta vez fue Irene la que le pidió, esforzándose por agrandar todo lo que pudo la sonrisa en su semblante:
—Pero venga, escupe ya los detalles, cerda. Silvia esperaba que se lo pidiéramos, naturalmente. Lo decía su gesto y la luz que le llenaba la cara. Por otra parte era consciente de lo anonadadas que nos dejaba la noticia, y quizá también de que nos era inevitable sentimos un poco diminutas ante su magnitud. Por eso nos lo contó como si no tuviera mayor importancia, casi riéndose de ella misma.
—No os lo vais a creer —dijo, mientras se entretenía un poco a ordenar sus recuerdos—. Hará unos quince días. Estaba yo en la playa, paseando por la orilla con la cabeza en las nubes, cuando de pronto oigo que me llaman: «Perdone, señorita». Así de formal, una voz de hombre con acento francés. Me vuelvo, un poco asustada, la verdad, y veo a un tipo en bañador con una camisa de flores y unas gafas de espejo. Unos cuarenta, así a bulto, pelo canoso, bastante guapo al primer vistazo. Lo primero que pensé fue en seguir andando como si no hubiera oído, vete tú a saber qué quería aquel sujeto. Pero por alguna razón me quedo quieta y entonces va él y se presenta. Me dice un nombre que no entiendo y me suelta a bocajarro: «¿Le gustaría hacer una película?». Era todo tan extraño, el hombre, que me llamara de usted y que me parara para preguntarme aquello, que yo voy y le contesto, como ida: «Ya he hecho dos». Supongo que me quedó fatal, como una cretina vanidosa, pero os juro que casi ni sabía dónde estaba. A eso el hombre se ríe y me responde, sin inmutarse: «Ya lo sé, las he visto. Pero lo que le propongo es otra cosa. Me refiero a hacer una película como protagonista». Entonces es cuando yo ya alucino, y sin poder creérmelo le pregunto: «¿Las ha visto?». El hombre no se da prisa, me deja un momento con la curiosidad y dice: «Sí. Y desde entonces estoy pensando en usted para mi película. Mire si será pequeño el mundo que venimos a encontramos aquí, y así descubro que al natural es usted todavía más bonita que en la pantalla. Creo que esta coincidencia es una especie de señal. Como si estuviera usted predestinada a ser la protagonista de mi historia». Ahí fue donde yo ya no supe qué decirle. Imaginaos la situación: parada en la orilla, con un hombre como aquél, bastante atractivo ahora que podía fijarme mejor, escuchando aquellas cosas y buscando algo que decir que no fuera una tontería integral. Menos mal que el tipo debió de notarlo. Se quitó las gafas, dejándome ver unos ojos azules clarísimos, y me preguntó: «¿Están tus padres por aquí cerca?». Yo le respondí que sí, y a eso dijo él: «Me gustaría hablar primero con ellos, si me puedes llevar a donde están. Las cosas hay que hacerlas paso a paso y como Dios manda. No vayan a pensar que soy un desaprensivo».
Al llegar aquí, Silvia se detuvo. Irene y yo estábamos en vilo, como puede imaginarse, y aquella pausa nos dejó descolocadas.
—¿Y? —la animé a proseguir, impaciente.
—Y nada —dijo Silvia—. El hombre fue a hablar con mis padres esa mañana y luego al día siguiente y un par de días más. Les contó la película, les dijo de qué iba el papel y les mandó el guión. Mi padre, que sabe bastante francés, lo leyó sin problemas, pero yo, con el poco que estudié en el colegio, las pasé canutas. Por lo que entendí, es una historia romántica. Trata de dos amigas que se enamoran de un chico tres o cuatro años mayor. Él está muy enfermo y las quiere a las dos, pero teme que se entristezcan cuando él se muera. Así que tontea con las dos, sin elegir nunca a ninguna, porque piensa que precisamente aquella a la que elija va a ser la que peor lo pase. Al final es un poco trágica, las dos amigas acaban peleadas y el chico se va a morir lejos de ellas. O sea, lejos de París, que es donde sucede la película.
—Pues menudo dramón —sentenció Irene.
—La historia no está mal, no creas
—la defendió Silvia—. Es que así, contada deprisa y corriendo, pierde mucho.
—¿Y lo de irte a vivir a París? —pregunté.
—Lo habló con mis padres. Para empezar me ofrece un contrato muy bueno. Mucho más dinero del que me habían pagado nunca. Eso por la película. Pero después dice que le gustaría que me quedara a estudiar allí, para aprender bien el idioma y dar clases de interpretación. Me lo pagaría su productora y luego haría dos o tres películas más con él. Siempre de protagonista. Piensa que puedo ser una estrella del cine europeo. Nada menos.
—Qué pasada —comentó Irene, estupefacta.
—¿Y qué vas a hacer? —dije yo.
—No sé. Mis padres me dicen que lo piense. Que la película sí, pero que para lo otro debo estar bien segura. Que se trata de vivir lejos, estudiar y trabajar, todo a la vez y tan pronto. Creen que necesito tiempo, aunque dicen que lo que yo decida. Y para ser sincera, yo estoy hecha un lío.
—No te vayas —se oyó a nuestras espaldas. En ese momento reparé en la presencia del hámster. Se había acercado subrepticiamente y, aprovechando que yo estaba absorta en la historia de Silvia, nos había estado espiando. Debía de haberse enterado de todo.
—¿Quién te da a ti vela, gamusino? —le espeté.
—Tengo mi opinión. Soy un ser humano —protestó.
—No estés del todo seguro. Anda, vete a darle una vuelta a la montaña. El hámster se volvió y observó la elevación que hay en mitad del parque. En lo alto tiene una explanada con bancos alrededor y en el centro unas estatuas más bien horripilantes de don Quijote y Sancho.
—No es una montaña —me corrigió, puntilloso—. Es una meseta. En los últimos tiempos el hámster se había vuelto muy escrupuloso con las palabras. Después de diez años de trabucarlas y cambiar sistemáticamente unas por otras, ahora se pasaba el día con el diccionario perfeccionando sus conocimientos lingüísticos. Casi soportaba mejor lo otro, la verdad. Si seguía por ese camino se nos iba a convertir en un repelente de cuidado. —Bueno, pues a la meseta —me resigné—. Pero mira, ya que sólo es una meseta, mejor le das veinte vueltas en vez de una.
—Déjalo, pobre —intervino Silvia—. Es tan gracioso… Ésa es una de las cosas que más me pudren del hámster: el éxito que tiene. A todo el mundo, empezando por mis amigas, le parece de lo más simpático. Claro, sólo tienen que soportarlo de tarde en tarde. Sus berrinches cuando no puede hacer lo que quiere, sus sentadas de media hora en el baño o sus escaqueos continuos soy yo la única que los sufre.
—No puedes irte —le insistió a Silvia el hámster, ya que le daba pie.
—¿Ah, no? ¿Por qué? —preguntó Silvia.
—Porque aquí está tú casa y aquí están los que te quieren.
—¿De dónde has sacado eso, de una película de Disney? —rezongué.
—Sí —afirmó, todo digno.
—¿De cuál? —consultó Irene, que se partía con él.
—Toy Story 2 —confesó el hámster.
—Oh, no —supliqué—. No le dejéis, que os la cuenta.
—Silvia —murmuró el hámster, como si Irene y yo no estuviéramos allí.
—Dime —le siguió la corriente ella.
—Ese hombre de la playa, ¿va a ser tu novio? Silvia se echó a reír.
—No, hombre, no —dijo—. Es muy mayor para eso. Sólo es el que dirige la película. Qué ocurrencias tienes.
—No sé, me entró la preocupación —dijo el hámster, muy serio—. Es que yo creo que te conviene alguien más joven, y español. Vamos, alguien que sea más bien de Getafe. Así no pierdes el contacto, y así aunque hagas películas y salgas en la televisión no te vuelves una tonta y una creída. No daba crédito a lo que estaba escuchando. No me asombraba que el hámster estuviera enamorado de Silvia. En realidad, y teniendo en cuenta la clase de chicas que le gustaban (algo que me constaba de sobra, porque todas las que veía en alguna revista las recortaba inmediatamente, sin encomendarse ni pedirle permiso a nadie), era sólo cuestión de tiempo que se fijara en ella. Incluso empezaba ya a resultar sospechoso lo mucho que estaba tardando. Lo que me extrañaba, ante todo, era verle dar aquellos rodeos. El estilo del hámster era ir a lo suyo sin contemplaciones. Si le gustaba Silvia, qué sé yo, proponerle directamente matrimonio. No habría sido la primera vez que le daba por algo así. Pero allí estaba, el muy tunante, haciéndose el oblicuo. Ni que decir tiene que mis amigas se desternillaban vivas.
—Anda, Adolfo, vete a tomar un poco el aire —le pedí, abochornada.
—Procuraré no volverme tonta ni creída —le aseguró Silvia, aguantándose a duras penas—. Y mientras encuentro a ese novio que dices que tengo que buscarme, bueno, a lo mejor puedes echarme tú una mano.
—Eso, tú anímalo —me volví hacia ella, furiosa.
—No, no me entiendes —se explicó—. Digo que mientras estoy fuera Adolfo puede escribirme y contarme lo que pasa por aquí. Así no me desconecto.
—Te escribiré todos los días — prometió el hámster, solemne. Mientras aquellas dos pedorras que se decían mis amigas se reían de él, yo miraba al hámster, y fue entonces cuando comprendí lo que decía antes, que de pronto mi hermano había dejado de ser un niño. Porque había aprendido a calcular sus fuerzas, aunque fuera mal, y porque intentaba emplear la astucia, aunque no tuviera mucha, el pobre, en lugar de lanzarse sin más sobre lo que quería. Y también porque en aquel momento le vi expuesto a lo que no están expuestos los niños. A buscar y a perseguir algo que no pueden alcanzar y que más pronto que tarde les hará sentirse desgraciados. Mala suerte para el hámster, que hasta entonces había vivido despreocupado y feliz. Pero la historia que cuenta este libro no es ésa, aunque a lo mejor algún día alguien debería escribir un libro sobre el hámster (material no le iba a faltar). Lo que ocurre es que de una forma o de otra todo acaba guardando relación, y por eso este libro no deja de tener algo que ver con lo del hámster. Porque la historia, aunque la cuente yo, Laura, es la de Silvia; la de cómo se fue a París, desoyendo el consejo y también la súplica del hámster, y allí, bien, no es que dejara de ser una niña, porque ya hacía tiempo que no lo era, pero sí tuvo que hacerse realmente mayor.
Sé que quienes leen este libro tienen buena memoria, o al menos la suficiente para acordarse de lo que está escrito en la primera página, así que más de uno ya habrá adivinado lo que quiero decir con la última frase. Sí, fue allí, en París, donde a Silvia le exigieron y le exigieron, como nunca antes, y donde le tocó también pagar, aunque no había hecho nada. A pesar de todo, puedo asegurar que no es una mala historia. Por eso la cuento, aunque yo no sea la protagonista. Por eso y porque a la vez que Silvia, Irene y yo, como quien no quiere la cosa, nos hicimos también mayores. A veces es así como te sucede, a través de otro. Pero en fin, quien quiera saber más, tendrá que pasar la página.