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La luz

París, 17 de octubre Queridas las dos:

¿Por dónde puedo empezar? Desde hace diez días vivo metida en una especie de torbellino que me coge por la mañana, me lleva todo el día de aquí para allá y me deja por la noche, cuando me tumbo en la cama, tan descolocada y tan aturdida que casi me cuesta recordar quién soy y dónde estoy. Parece que hiciera un siglo que dejé Getafe. Parece que esto fuera una alucinación de la que de un momento a otro tuviera que despertar. Pero no, me repito una y otra vez: soy yo, Silvia, y estoy aquí, en París. París. Bueno, esto sí que es una ciudad. No digo que Madrid esté mal, claro, pero no sé, será que me lo desluce la costumbre, el caso es que si lo comparo con esto me parece una mala imitación. Por no hablar de nuestro pobre Getafe, todo hecho de ladrillo al aire y de casas y bloques sin ningún chic. Aquí las avenidas, los parques, los edificios, todo resulta apabullante y señorial. Hay palacios por todos lados, aparte del famoso Louvre, tan descomunal que necesitas varios días para verlo. Hay edificios con la cúpula de oro, como uno que llaman de los Inválidos, no me preguntéis por qué. Y bajando a diez minutos de donde vivo puedo ver la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, el obelisco… Una pasada, de verdad. Esta ciudad es bonita a todas horas: por la mañana temprano, cuando salgo para ir a trabajar en la preparación del rodaje; a mediodía, cuando el sol, si es que hay, está más alto; y no veáis ya cuando anochece o es de noche del todo. Entonces se te encoge el alma de mirarla. Casi ni importa el tiempo que hace, que desde que llegué ha sido más bien malo. Es verdad que si sale el sol te deslumbra, pero incluso cuando está nublado o cuando llueve la ciudad brilla como si despidiera luz. Así es como la llaman, precisamente: la Ciudad-Luz, o como ellos lo escriben, la Ville-Lumiére. Hablando de esto, las estoy pasando un poco canutas con el francés. Doy cuatro horas al día, todas las tardes: una auténtica paliza. Cuando termino lo mezclo todo, y tengo la sensación de que la profesora, que se llama Odile (la e del final no suena), empieza a estar bastante desesperada con la alumna que le ha tocado en suerte. Yo exagero todo lo que puedo al poner esa boca de piñón que ponen ellos mientras hablan, pero me temo que con ese truco no basta para dominar el idioma ni la pronunciación. Muchas cosas se parecen bastante al español, algunas (pocas) te suenan del inglés, pero también tiene sus peculiaridades, y sobre todo unos verbos que son un verdadero petardo, porque hay montones de tiempos y conjugaciones irregulares para que todo te cueste un poco más. En fin, c’est comme ça, que quiere decir más o menos que esto es lo que hay y que a jorobarse tocan. ¿Qué más os puedo contar de la ciudad? Bueno, por ejemplo que uno de los lugares que me resultan más interesantes es el metro. Está bastante más sucio y viejo que el de Madrid (y eso me sorprende, porque ya os digo que la ciudad en general es mucho más esplendorosa), pero te impresiona la cantidad de gente de todas las razas y colores que ves, haciendo todo tipo de cosas, desde tocar el violín hasta venderte llaveros con la Gioconda (el famoso cuadro de Leonardo da Vinci, que está en el museo del Louvre, siempre al otro lado de unos dos mil turistas japoneses). También en Madrid hay cierta variedad, pero no se puede comparar a lo que tienes la oportunidad de ver aquí. Por eso me meto a veces en el metro, sobre todo cuando tengo un rato libre, al final de la tarde, y hago el trayecto hasta una estación que elijo a voleo sobre el plano. Ni siquiera salgo a la calle: una vez que llego al destino elegido, cambio de andén y me meto en un tren de vuelta. La gente que viaja a esas horas en el metro va cansada, y aunque yo también suelo estarlo, me gusta mirarlos y mirar los carteles de los andenes: esos anuncios que a veces me sorprenden y a veces no comprendo o me parecen idiotas, pero que a su manera forman otro paisaje de esta ciudad. No sé, me da por creer que ese paisaje es más mío que el de arriba, el que todos sacan en sus fotos o ven en las postales que compran para mandar a la familia y a los amigos. Hasta me ha llegado a gustar el olor de ahí abajo, un olor que a ratos es como de azufre y a ratos como de goma quemada. Con ese olor metido en la nariz recorro los pasadizos y subo por las escaleras mecánicas, y será porque es el único momento del día en que estoy a solas con mis pensamientos, pero el caso es que me siento tan a gusto que llego a temer que esta experiencia me esté volviendo casi tan excéntrica como Irene. Durante el resto del día no estoy sola ni un solo momento. Aparte de las clases de francés con la señorita Odile (que lleva el pelo teñido de fucsia y un piercing en la nariz, no os vayáis a hacer la imagen que no es), están los ratos (largos) que me paso con toda la gente de la película. El director, el que me vio en la playa, se llama André y un apellido impronunciable que por lo que he podido saber no es francés, sino polaco. Es un tipo encantador, siempre pendiente de que esté cómoda y de que tenga todo lo que me hace falta. Si digo que tengo sed agarra a una secretaria y le dice que me traiga agua, en seguida, y la secretaria sale corriendo como si tuviera que ir a apagar un fuego. A mí esto me resulta un poco violento, la verdad, pero no os oculto que produce un regustillo ver que te consideran importante y que todos se esfuerzan por tenerte contenta. La primera noche, André me invitó a mí sola a cenar en un restaurante de superlujo, no muy lejos de donde vivo, y aunque casi no sé qué fue lo que comí, lo que sí puedo juraros es que estaba todo delicioso. André no paraba de hablarme de la película, de la ilusión que le hacía que yo interpretara a la protagonista y de lo bien que iba a quedar todo y de lo mucho que iba a significar en su carrera y por supuesto en la mía, que no está nada más que empezando. Pero yo apenas le oía. Estaba embobada con el sitio, las velas, aquellos platos que nos iban trayendo y que los camareros dejaban sobre la mesa sin el menor ruido, como si fueran las alas de una enorme mariposa. Probé el vino, sólo una pizca, y desde entonces hasta el final estuve flotando. Se nota que este André es un hombre de mundo, y que está acostumbrado a tratar a toda clase de gente y a hacer que se sienta bien. Supongo que también está acostumbrado a tratar con montañas de chicas, actrices y modelos y todo lo que le echen. Siempre mantiene la distancia correcta y está pendiente de ti sin pasarse ni hacerse empalagoso. En algún momento de esa cena, a vosotras puedo decíroslo, se me ocurrió que era una lástima que hubiera tantos años entre los dos. O bueno, no sé si tantos. Debe andar por los cuarenta, ¿son demasiados veinticinco años? En fin, todo esto son tonterías mías, haced como si no las hubierais leído. Ni por asomo intentó nada. Acabamos pronto, me llevó a casa y antes de irse me aconsejó que durmiera todo lo que pudiera, para estar fresca al día siguiente y empezar con buen pie el trabajo. El trabajo, por ahora, consiste en que nos sentamos todos juntos con el guión y lo repasamos una y otra vez, tratando de darle a cada secuencia el tono exacto que André tiene en la cabeza. Como saben que de momento yo me apaño regular con el francés, me han hecho una traducción al español para mí sola. Ellos, leen sus papeles en francés y yo el mío en español. Dice André que así comprendo bien lo que habla y lo que siente mi personaje y soy capaz de interiorizarlo más, que según él es el objetivo principal de este trabajo previo. Cuando rodemos tendré que hablar en francés, como los demás, y aunque a mí me aterroriza el mal acento que tengo, André dice que no me preocupe. Mi personaje no es una francesa, sino una española, precisamente, y no importa que se le note al hablar que es extranjera. Es más, quiere que se le note, y según él se trata de trabajar el tono justo para que los franceses me entiendan y al mismo tiempo les llame la atención mi acento español. Ese acento tiene un atractivo para el oído de los franceses, cree él, que con mi timbre de voz puede ser un gancho muy fuerte para el personaje. Es increíble la cantidad de detalles que tiene este hombre en mente, todo el tiempo. Una ve una película en la pantalla y se cree que la gente que aparece ahí se ha juntado un rato, ha recitado los papeles que se había aprendido un poco antes y se ha ido sin más a cambiarse de ropa y seguir con su vida. En las otras películas salía tan poco y tenía tan poco que hacer que apenas me daba cuenta de toda la elaboración. Y me temo que los directores españoles con los que trabajé no eran ni mucho menos tan meticulosos como éste. Allí todo se hacía un poco de cualquier manera. Pero en esta película no creo que vaya a quedar ni un solo detalle al azar. Los actores con los que voy a trabajar también son muy serios. Todos son franceses menos una, que es española y hace de mi madre en la película. Se llama Sara y no es una actriz muy conocida, por lo menos yo no la había visto nunca. Su papel es más bien corto y la verdad es que tiene poco peso en la historia. Para ser la única compatriota, tampoco os creáis que me traía con especial amabilidad. El primer día unas sonrisitas forzadas, sí, pero desde entonces no me ha prestado la menor atención. Ni siquiera para interesarse por cómo me va en mi primera experiencia de vivir fuera de casa, y nada menos que en París. De hecho, la mayor parte del tiempo me rehúye, como si le hubiera hecho algo. Yo creo que he intentado caerle bien, pero por alguna razón no lo he conseguido. De los franceses, nueve o diez en total, hay tres que son los que tienen más intervención en la historia. Por un lado está Chantal, que interpreta a la madre del chico, para mi gusto uno de los personajes más bonitos de la película. Chantal tiene cuarenta y tantos años, una cara preciosa y un aire muy dulce. Pero es una estirada y una endiosada de narices, con la que apenas cruzo los buenos días y las líneas de diálogo que nos corresponde intercambiar según el guión. Todos se mantienen a una prudente distancia de ella, y ella no parece ver a nadie más que a André (tampoco siempre). Según me han dicho, es una gran estrella del cine francés, con más de cuarenta películas a las espaldas y una reputación terrorífica. Otro actor importante es Michel, que interpreta al chico. Es el tío más guapo que he visto en mi vida, y también uno de los más imbéciles. Se mira en todos los espejos junto a los que pasa, y de vez en cuando se te queda observando fijamente como esperando a que te desmayes. Me da rabia no saber todavía el suficiente francés para meterle un corte, aunque por otra parte pienso que tampoco es cuestión de andar alborotando a la primera de cambio. Habrá que aguantarle como es, pasando todo lo que se pueda de su rollo de tipo irresistible. Pero a veces, para desahogarme, murmuro entre dientes alguna palabra en español, del que no entiende ni jota. Así, mientras él me mira todo seductor, yo le llamo capullo o soplagaitas. A estas alturas os diréis que menuda tropa y que vaya mala suerte que he tenido con mis compañeros. Pero por fortuna hay otra gente. Entre los actores secundarios hay sobre todo una, Valérie, que interpreta a la madre de la otra chica y que nos hace un poco de madre a todos los actores jóvenes, sobre todo a mí, que soy desde luego la más desvalida. Habla muy mal el español, pero así y todo se esfuerza y siempre tiene un rato para preguntarme por cómo me va y cómo me encuentro. El primer día me dijo que cualquier cosa que necesitara no tenía nada más que pedírsela, a cualquier hora y con toda confianza, y me dio el teléfono de su casa de París. Me dijo que ella también había tenido que abandonar joven su casa para vivir en una ciudad extraña, y que sabía lo dura que era esa situación y lo sola que a veces se sentía una. Es una de esas personas con las que tomas confianza en seguida, y con las que sientes que puedes compartir sin reservas tus problemas. Y por último (aunque no por dejarla para el final la hago de menos, sino al revés) está Ariane, que es mi compañera de piso y la otra actriz principal. Interpreta a la chica que es mi amiga y ala vez mi rival por el amor del chico en la película. Habéis visto fotos de ella, así que no os la tengo que describir. Quizá puedo añadir que lleva ahora el pelo más corto (lo tiene oscuro, muy liso y siempre resplandeciente) y que al natural es aún más pecosa que en las fotografías. Eso te produce una sensación rara, porque las pecas le dan un aspecto infantil que se ve desmentido continuamente por la fuerza y el brillo de su mirada. Es una mirada que te cuesta sostener: casi todo el rato te busca los ojos, como para desafiarte. Yo creo que lo hace sin querer, o sin darse cuenta de que nadie puede aceptar así como así ese desafío suyo. Ariane tiene una voz grave y habla un español casi perfecto, aunque a veces duda con las eses y las zetas. Suelta unas erres rotundas, como casi ningún francés es capaz de decirlas. Aparte de haber estudiado español en el colegio, resulta que se apellida Martínez (por cierto, que ellos lo escriben sin acento y lo pronuncian Magtinés). Según me ha contado, su bisabuelo era un exiliado español, uno de los que en la Guerra Civil lucharon del lado de la República y tuvieron que escapar a Francia al final. Por lo visto, el hombre se murió antes de que ella naciera y sin volver a ver España. A Ariane la conocí el mismo día que llegué. Ella ya estaba instalada en el apartamento, así que fue quien me lo enseñó. Me explicó que llevaba allí dos días y que por eso había tenido que escoger un cuarto. A renglón seguido, y quizá porque en su condición de francesa se sentía obligada en cierto modo a ejercer de anfitriona, me dijo que si su habitación era la que más me gustaba, no le costaba nada desalojarla y cedérmela. Yo pensé que sí, que era la que más me gustaba, pero no quise empezar nuestra relación pidiéndole que moviera todos sus trastos. Me cogí el otro dormitorio, que tampoco está mal, y luego, mientras guardaba la ropa, me quedé un rato dándole vueltas a su proposición. Por un lado, sí, era como si me diera preferencia, aunque no tuviera ninguna obligación de hacerlo. Pero por otro, me había planteado la elección deforma que yo tuviera que renunciar a tener la mejor habitación y me viera forzada a aceptar la otra, si no quería resultar antipática. O a lo mejor me estaba probando, y lo que quería era descubrir hasta dónde llegaba mi egoísmo. En todo caso, estoy segura de que si le hubiera pedido que se cambiara, lo habría hecho sin rechistar. El primer día se notaba precaución por su parte, y supongo que también por la mía. Su trato era educado, pero al mismo tiempo me estudiaba y me imagino que trataba de averiguar con qué clase de persona le iba a tocar convivir. Sin embargo, en algo sí que fue muy clara desde el principio: teníamos que organizamos para mantener la casa en condiciones y repartir equitativamente las cargas domésticas. Y me preguntó de un modo un poco brusco qué era lo que sabía hacer. Cuando le dije que más o menos todo, desde planchar hasta meterme en la cocina, me soltó, aliviada: —Menos mal. Me ponen frenética las princesitas. Podemos establecer un turno para cada cosa, y así cuesta mucho menos. Desde entonces hemos ido congeniando bastante rápido, más de lo que yo esperaba así a primera vista. Es una persona un poco especial y nunca terminas de saber lo que está pensando, pero no me preguntéis cómo, me he ido acostumbrando a su carácter. Incluso a lo destructiva que suele ser en sus observaciones. En eso me recuerda a ti, Irene. No es nada agresiva conmigo, y hasta podría decirse que es bastante atenta, ya desde aquel detalle de ofrecerme su habitación; pero sobre todo lo demás tiene una opinión demoledora. Por ejemplo, sobre el mismo París. El primer día, cuando se me ocurrió decir que era una ciudad fascinante, me respondió: —Sí. La lástima es que esté lleno de parisinos, y que te juegues la vida cada vez que cruzas una calle, y que la mayoría de los días el cielo sea una panza de burro que te aplasta como una cucaracha contra el suelo. Según ella, Toulouse, su ciudad, es mucho mejor, porque es más pequeña, pero tiene gente más hospitalaria, por las calles y las plazas se puede pasear tranquilamente y hace sol y una temperatura agradable muchos más días al año. Yo le digo que, aunque también yo estoy más acostumbrada al sol que a la lluvia, no dejo de verle el encanto a París, que es un encanto diferente, pero innegable. Entonces ella me mira y concluye, risueña: —Qué buena invitada eres, Silvia. Pero yo soy francesa y no tengo la obligación de perdonar nada. O será que lo he sufrido más. Otro asunto sobre el que los comentarios de Ariane resultan temibles es el cine. A los dos o tres días de conocernos, mientras esperábamos a que vinieran a recogernos para ir a ensayar, se me ocurrió decirle que me parecía que teníamos mucha suerte al poder trabajar en lo que trabajábamos. Ariane me observó de reojo, se encogió de hombros y dijo: —Sí, el cine es estupendo. Canas mucha pasta, viajas con los gastos pagados y todo el mundo te hace la pelota. Mientras les interesa y para lo que les interesa. Cuando no, te pegan la patada y a buscar a otra niña mona. Son todos una pandilla de hijos de perra obsesionados por el éxito. Comprenderéis que sus palabras me dejaron desarmada. Estuve a punto de preguntarle que por qué se dedicaba ella al cine, entonces, pero me pareció que no nos conocíamos lo suficiente como para iniciar esa conversación. La dejé ahí y preferí suponer que aquella mañana se había levantado con el pie izquierdo. Por lo demás, en el trabajo, y aquel día no fue una excepción, Ariane es tan buena y se esfuerza tanto como los otros. O más.

En fin, creo que esta carta ya se me ha alargado bastante, y tampoco quiero aburriros. Son más de las doce de la noche y mañana tengo que madrugar. Por la ventana de mi cuarto, donde os escribo, veo al fondo la iglesia de la Madeleine, que es como un templo clásico rodeado de columnas. Está bañada en luz, como toda la ciudad, a todas horas. La luz bajo la que os echo de menos y me despido con todo el cariño que es vuestro.

La lluvia de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora