Dinde las palabras no sirven
Después de todo lo que os he contado hasta aquí, a lo mejor os sorprendo si os digo dónde estaba el lunes siguiente a primera hora. Pues sí, de vuelta en el rodaje, dispuesta a trabajar otra vez con aquel André en el que ahora no podía ni pensar sin recordar la asquerosa escena del coche. El domingo por la noche había estado hablando con Ariane. Me había contado algunas experiencias parecidas que ella había tenido desde que trabajaba en el cine. Una, sin ir más lejos, con el propio André. —Es la parte más incómoda de este circo —me había dicho—. A cualquiera le gusta ver que los tíos se pirran por una, pero eso, que está bien y además te hace sentirte la reina de la pista, se empieza a torcer cuando resulta que se pirra por ti quien a ti no te interesa que se pirre, y encima el sujeto en cuestión no se da cuenta de que lo último que te apetece es que te eche encima el aliento. Los tíos son a veces muy lentos para enterarse, y otras veces, como pasa con André, ni siquiera se quieren enterar. Al revés, creen que cualquier chica a la que ellos se dignan dar una oportunidad está a su disposición. Ni se paran a pensar en cosas elementales, maldita sea, como que sólo tienes dieciséis años. Pero mira, más vale que te acostumbres, que aprendas a pararlos y, sobre todo, a no darle mayor importancia. Dentro de un año, si sigues en el cine, habrá un montón de páginas en Internet sobre ti. Sobre mí, y mira que tampoco soy Julia Roberts, ya hay cientos, y en todas tienen las fotos que me hicieron en la playa hace un par de años sin la parte de arriba del bikini. Naturalmente que me revienta, pero todo se pasa. Es el precio que tienes que pagar por ser adorable, Sylvie. Nunca estaba segura, cuando me decía esas cosas, si Ariane se estaba mostrando cordial o irónica conmigo. En todo caso, podía considerarla una amiga, y una amiga más experta de la que tenía mucho que aprender. —Queda una semana de rodaje —me recordaba Ariane, a modo de conclusión—. Termina, llévate la pasta, y luego ya verás qué haces. Podrás meditar mucho mejor con una película en cartel y con tu nombre saliendo en todas partes. Eso te permitirá elegir lo que te apetezca. El posible fallo de aquella teoría de Ariane era su propio ejemplo. Aunque su nombre venía saliendo en todas partes desde hacía años, no había que ser un lince para percatarse de que estaba muy lejos de vivir como deseaba, porque ella misma lo proclamaba una y otra vez. Pero no era nada fácil conseguir que Ariane reconociera sus contradicciones. —Yo soy un caso aparte —decía, sonriente. Y enseñando una de las cicatrices de sus muñecas, explicaba—: Yo tengo que vivir con esto. El caso es que, después de pensarlo mucho durante las dos horas que tardé en dormirme, a la mañana siguiente, cuando sonó el despertador, me levanté sin rechistar, me arreglé y me fui con ella a terminar aquella película. Coincidí con Eric al entrar en la cocina, mientras él salía camino de alguno de sus archivos. La tarde anterior, suponiendo que yo tendría necesidad de hablar con Ariane, se había quitado del medio discretamente. Al verle de nuevo tuve que reconocer que nuestro paseo de la mañana me había habituado demasiado a su compañía. Ya la echaba de menos. Antes de irse, Eric me preguntó: —¿Vas a acabar tu tarea? —Sí —respondí. —Muy bien —me dio su aprobación—. Sin miedo. Si hay algún problema, ya sabes que puedes llamar al Séptimo de Caballería. —Lo que hace falta es que eso lo sepan los indios —dije. —Lo saben —aseguró. Y yo le creí, porque habría creído cualquier cosa que él me hubiera dicho con aquella mirada en sus limpios ojos verdes. Aun con esa tranquilidad, no fue un trago dulce volver a encontrarme con la jeta de André. Desde el principio él estuvo muy suave conmigo, pero ahora que no podía quedarme ninguna duda de que era un hipócrita, su amabilidad me valía de poco. La táctica que escogí fue guardar con él la máxima distancia posible y hacerle ver sutilmente que no me iba a olvidar de nada. Por su parte no hubo ninguna alusión al incidente. Nadie que nos viera desde fuera podía imaginarse lo que había por debajo. O casi nadie. A la pérfida Chantal, que parecía tener un sexto sentido para estas cosas, algo le olió a chamusquina: quizá que André volviera a tratarme con respeto, después de haberme arreado tanto el viernes anterior. Como siempre que algo se escapaba a sus brujerías, Chantal reaccionó con un sigilo de serpiente. Nunca atacaba de cara, siempre prefería darte en un descuido, y si podía hacer algo por despistarte, mejor. Lo intentó conmigo el martes por la mañana, en un descanso del rodaje. Estaba yo sentada en una silla, absorta en mis pensamientos, cuando vino ella y se sentó a mi lado. —¿Cómo te va, ma chérie? —preguntó, con su más estudiada sonrisa. La miré a la cara un momento, antes de contestar. Iba como siempre, impecablemente maquillada, con los rizos rubios tan bien puestos que casi parecían esculpidos. Sus ojos celestes brillaban como estrellas en la noche. —Me va bien, muchas gracias —dije, sonriendo aún más que ella. —Hace un momento, cuando te he visto aquí, me he dado cuenta de que ya estamos acabando y apenas hemos tenido ocasión de intimar —se dolió. —Es normal, con todas las complicaciones del rodaje. —Pero bueno —exclamó Chantal, cantarina—, la vida no se acaba cuando acabe el rodaje, ¿no te parece? —Desde luego —respondí. —Se me ha ocurrido una idea. Cuando terminemos, vendrás a pasar una semana de vacaciones a la casa que tengo en la Costa Azul. —¿De verdad me invitas? —fingí que eso me halagaba. —Pues claro. ¿Aceptas? Había que ver la cara con la que me lo preguntaba: cualquiera que no la conociera y que no la hubiera visto atacar, habría dicho que era una especie de ángel benefactor. Mientras hacía mi parte de la comedia, pensé que tendría que buscar alguna excusa, porque nada me apetecía menos que dormir una sola noche bajo el mismo techo que aquella lagarta venenosa. Pero de pronto se me ocurrió algo mejor: tratarla con su propia medicina. —Me encantará —dije. Luego ya encontraría la forma de zafarme del compromiso. Por lo pronto, Chantal debió creer que ya me tenía engatusada, porque poco después de celebrar exageradamente que aceptase su invitación, entró en harina: —No creas que no me he dado cuenta de la forma intolerable en que te trata André. Alguien tendría que pararle los pies de una vez por todas. La escuché sin alterar el gesto. —En serio —insistió—. Y si quieres, yo me encargo. De mí no puede abusar. Seguí sin abrir la boca. —Verás, Sylvie —continuó, en tono de confidencia—, las mujeres tenemos la obligación de apoyamos frente a estos bichos. Creen que pueden tratamos como si fuéramos muñecas, pero hay que enseñarles que se equivocan. Tú eres joven y estás más indefensa. Por eso te ofrezco mi ayuda. Imagino que en ese punto, Chantal calculaba que yo me derrumbaría y le contaría con pelos y señales todo lo que quería saber. Es lo que habría ocurrido un mes atrás, cuando yo todavía era una adolescente llena de inocencia. Pero ahora yo ya estaba escaldada, y aunque eso no me hubiera convertido en una intrigante retorcida como era ella, sí me había espabilado lo suficiente como para no caer en la trampa que me tendía. —Perdona, pero no te entiendo, Chantal —dije, haciéndome la lela. En ese momento vi pasar a Ariane. Le lancé una mirada de socorro. Ariane la captó al vuelo y vino hacia nosotras. Cogió una silla y se sentó enfrente de Chantal y de mí. Observó primero a una y luego a otra y dijo: —Mira qué bien, reunión de actrices. ¿A quién despellejamos? La intromisión de Ariane, unida a mi comentario, convenció a Chantal de que más valía retirarse. Aguantó apenas cinco minutos la conversación insustancial que Ariane y yo mantuvimos para ella. Cuando por fin se levantó y se fue, con una excusa cualquiera, Ariane opinó:
—Algo tienes que la saca de quicio, tía.
—¿Tú crees? —dudé. —Lo que yo te diga. Menudo interés que te tiene. —La verdad es que esto empieza a parecerme una mierda —dije. —Bienvenida al club. Esa noche, Ariane dijo que estaba cansada y se fue pronto a dormir. Yo también estaba cansada, o más bien harta de muchas cosas, pero no tenía sueño. Tampoco quería pensar demasiado, así que busqué el canal internacional de la televisión española y allí encontré el remedio perfecto para mi situación. El concurso que ponían era uno de los más bobos, uno en el que los tipos más chiflados intentaban hacer las cosas más estrambóticas y otros apostaban sobre si lo conseguirían o no. Allí estaba, tirada en el sofá, viendo cómo un bestia de ciento y pico kilos arrastraba un camión enganchado de un llavero, cuando se abrió la puerta del apartamento y entró Eric. —Hombre, si queda alguien en pie —dijo al verme. Venía cansado, con los ojos enrojecidos. Dejó sus cuadernos y sus libros sobre la mesa y fue a la cocina. Le oí trastear durante unos minutos y luego vino con un vaso de zumo y un sándwich sobre un plato. —¿Te importa que me siente contigo? —No. Mientras mordisqueaba su comida y echaba tragos de zumo, Eric estuvo viendo el programa como si fuera algo que mereciera la pena ver. —Lo que hace la gente por dos minutos en pantalla —concluyó. —Ya sé que es una porquería —admití—. Quería pasar un rato en blanco. Eric se volvió hacia mí. —¿Y eso? —Bueno, no tengo muchas cosas agradables en las que pensar. —Tampoco creo que sea tan trágico —me corrigió, casi como si me regañase—. Trabajas en el cine, vives en este bonito apartamento. Piensa en las vidas mucho más horribles que habrías podido tener. —Ya sé, ya. Podría vivir en Etiopía, muriéndome de hambre. —Por ejemplo. O podrías no vivir. —Como tu gente de Pére-Lachaise. No te preocupes, entendí la lección. —No era ninguna lección, Silvia. Fue un paseo, nada más. Se había acabado el zumo y había dejado el plato con medio sándwich sobre la mesa. Así, no era extraño que Eric fuera largo y delgado como una pértiga. Comía como un pajarito. De pronto, me inspiró una irresistible ternura. Verle ahí, tan serio, estudiándome con el ceño arrugado. —Perdona —dije, arrepentida—. Ya sé que del todo no tengo derecho a quejarme. Pero un poco sí, creo. —A ver. Qué es lo que te duele. Ya no había ningún reproche en su voz. Se ofrecía para que se lo contara, nada más, y lo cierto era que a mí me hacía falta contárselo a alguien. A él, quizá mejor que a ningún otro. Así que me decidí a hablar: —Verás, nada ha sido como lo había imaginado antes de venir, en Getafe. Ni la gente, ni el trabajo, ni siquiera París. Yo creía que el mundo estaba a mis pies, que tenía por delante un camino de rosas. Eso es lo que te hacen creer, cuando lo ves por la tele. Todos van a admirarte, y eso es la felicidad. Pero luego no va así; luego están las puñaladas, la envidia, la mentira; y la felicidad, si es que la tocas, se desintegra como una pompa de jabón. Casi creo que es mejor no llegar a nada. Habría sido mejor no haber venido nunca a París. Por lo menos me habrían quedado las ilusiones. Eric me escuchaba con toda atención. —¿Eso crees? ¿No has encontrado nada bueno? No era fácil responderle. No lo era, sobre todo, mientras sus ojos se clavaban en mis ojos y él me gustaba como nunca. —Tampoco es eso —dije, para escabullirme—. He conocido a tu hermana, he visto la Sainte Chapelle, el Pont des Arts. Ha habido buenos momentos, incluso en la misma película. Aunque de eso me parece que hace mil años. —Ajá. ¿Y nada más? En ese instante, por primera vez con Eric, estuve segura. Noté lo que hasta entonces no había conseguido notar, pese a todos mis esfuerzos por provocarlo: yo le gustaba. De repente, él era el vulnerable, y diréis que me porté como una pérfida, pero la ocasión era demasiado buena para no aprovecharla y hacerle caer en la red. Con mi voz más tierna le dije: —En fin, hay otra cosa buena. Pero ésa no hace falta que te la cuente. Sus pupilas le delataron. Sin embargo, quiso hacerse el loco, todavía:
—¿A qué te refieres? —A alguien que parece experto en dar rodeos. No le dejé tiempo para reaccionar. Justo entonces me acerqué a él y le besé, sabiendo que sería incapaz de rechazarme. En fin, no voy a entrar en detalles, pero fue un buen beso, lo bastante bueno y lo bastante largo como para que mí viaje a París, después de él, merezca que lo recuerde para siempre. Y habría sido mucho más largo si Eric no lo hubiera interrumpido. —Está bien, Silvia —dijo, mientras me separaba. —¿Qué pasa? ¿No te ha gustado? —Claro que sí. —¿Y entonces? Eric se levantó del sillón y fue a sentarse en la butaca que había enfrente. Se quedó allí, mirándome, con una extraña sonrisa. —No me obligarás a decirlo —me desafió. —Sí, te obligaré. Asintió con la cabeza, despacio. Suspiró y dijo: —Pasa, para empezar, que eres la chica más preciosa que me ha besado nunca. Pasa, no te lo niego, que sería capaz de hacer muchas locuras por ti. Pero también pasa que estás atravesando un mal momento, que estás hecha un lío y que es muy posible que sólo creas que yo te gusto porque necesitas algo que te haga sentir bien. Y pasa, sobre todo, que todavía no eres mayor de edad y yo sí lo soy. Bueno, eso es lo que se supone, al menos. —Cumpliré diecisiete en enero —protesté—. Y en todo caso, soy lo bastante mayor como para vivir sola y trabajar. —Eso puede bastar para ti. Pero no debe bastar para mí. —¿Y entonces? —Está claro —contestó, con una especie de amargura. —Explícamelo —le pedí. —Eres cruel, Silvia —se lamentó—. Me obligas una y otra vez a usar las palabras, donde las palabras no sirven. Qué quieres que te diga. Sólo hay una cosa que yo pueda hacer. Esperar a que resuelvas tus problemas, a que cumplas dieciocho años y a que entonces te acuerdes de mí. —Me acordaré —prometí, sin pestañear. —No lo creo. Y quizá no debas. —¿Y si me acuerdo, a pesar de todo? —Si te acuerdas —dijo, riéndose—, me llamas y yo voy a dondequiera que tú estés. A la Luna misma, si me llamas desde allí. —En la Luna estás tú, siempre. —Pues mira, más fácil. —Que conste que te llamaré. Eric pareció sopesar durante un segundo mi advertencia. —Gracias, Silvia —dijo al fin—. Eres un encanto. Anda, vete a dormir, que mañana vas a estar hecha polvo. Miré el reloj, que marcaba las doce y cuarto. Como siempre, tenía razón. Me levanté del sofá y tomé el camino de mi dormitorio. Eric también se había puesto en pie, y al pasar junto a él, remoloneé un segundo. —Buenas noches —le dije. —Buenas noches. —¿Así? Me dio un beso en la frente. Pero no era el beso que se le da a una niña para conformarla y mandarla a la cama. Era el beso que me podía hacer aceptar la espera de catorce meses que me imponía. El beso que me ayudaba a descubrir, en el silencio de aquella noche luminosa, el verdadero sabor de la felicidad que hasta entonces París me había negado. El resto, queridas mías, se puede contar bastante rápido. Porque fue ese beso en la frente, en el fondo, el que marcó mi despedida de París. Hasta que no pasaran los catorce meses, allí no tenía nada que hacer. Pero André, por si no estaba claro, terminó de convencerme al día siguiente. Era el rodaje de mi última escena: una en la que me asomaba a una ventana, en camisón, para hablar con mí amado en la película, que en la realidad, como recordaréis, era el insoportable Michel. Os podéis imaginar lo poquísimo que me atraía el asunto, pero me había prometido que remataría la faena y allí estaba, resignada a lo peor. Hicimos una primera toma, que a mí me pareció que había salido bastante bien. Pero André, después de dar la orden de «corten», se levantó de la silla y se acercó hasta mí. Aquel día le venía notando ya algo raro desde por la mañana. Y curiosa coincidencia, Chantal parecía haber recuperado su malsana alegría. —No está mal, Silvia —me dijo André—. Pero no sé, le falta fuerza, gancho. —Ajá —murmuré. —Verás, vamos a hacer una cosa. —Tú dirás. André se me quedó mirando, con los ojos entornados. Al fin me pidió: —Ponle un toque picante. Suéltate los tirantes de los hombros. —¿Qué? —Los tirantes. Te los sueltas, y que el camisón te quede caído. Sugerente. No era nada del otro mundo. Ninguna actriz se negaría a tan poca cosa. Incluso yo misma, en alguna sesión de fotos de publicidad, había hecho algo parecido. No soy una mojigata, vosotras lo sabéis. Pero no eran los tirantes. Era la mirada de cerdo de aquel tipo. En ese momento, pasaron muchas cosas por mi cabeza. Pensé en todo lo que estaba en juego: mi carrera cinematográfica recién empezada, el dinero, la fama, el futuro que me aguardaba como estrella del celuloide, que diría Irene. Pensé luego en lo que de veras me importaba, y me acordé de Eric. Me acordé de lo que me había dicho durante nuestro paseo entre las tumbas de Pére-Lachaise: que no se podía perder la ilusión de vivir, y que uno no podía estar donde sentía que no debía estar, pudriéndose el corazón. Yo sentía que el último lugar del mundo en el que debía estar era allí, soltándome los tirantes del camisón delante de aquel mamarracho. Supe perfectamente lo que significaba lo que iba a hacer. Y lo hice. Bajé de donde estaba y le dije a André: —No me da la gana. —¿Cómo dices? —Que no me da la gana —repetí, y eché a andar hacia mi camerino. —Ven aquí, maldita sea. Tenemos que repetir la secuencia. —Ya está hecha —dije, sin volverme. —Que vengas aquí —gritó. No contesté. —Ven aquí o estás despedida, niñata —amenazó. Me paré en seco. Conté hasta tres y me di la vuelta. —Estoy despedida —elegí—. Muchas gracias, André. Era el final de mi carrera cinematográfica, pero os juro que nunca había tenido una sensación tan gloriosa. Cuando eché a andar otra vez hacia mi caravana, sentía en mi espalda las miradas estupefactas de todos. Y era una maravilla sentirlas, porque su asombro era mi mejor triunfo. Como el gran Meaulnes, no necesitaba que los demás lo comprendieran. Yo lo comprendía y estaba segura de que aquello era lo que debía hacer. Casi era mejor que ellos no entendieran mi comportamiento. Lo que había aprendido de todo aquello era que tu propio camino, cuando de verdad es tuyo, no tiene nada que ver con lo que la mayoría de la gente cree. Y que hay que estar dispuesta a seguirlo, aunque todos piensen que se te ha ido la olla. Por fortuna, no pensó eso Ariane. Cuando aquella tarde nos reunimos en el apartamento, me abrazó y me dijo: —Me descubro, compañera. Eso se llama darle en las narices a un capullo. El pobre André todavía está tratando de recuperar el habla. —Espero que no lo pagara con el resto. —Qué va. Se ha quedado más flojo que una manta. Estuviste terrible. —No podía aguantarle más tonterías. Y mi trabajo ya estaba hecho. Ariane me cogió la mano. Era una costumbre que tenía, cuando quería hablar contigo con más confianza. —¿Y ahora? —preguntó. —No sé. Me tomaré dos o tres días, si no vienen a echarme. —No se atreverán. Además, si se atrevieran, estás en mi apartamento, y yo hospedo aquí a quien me apetece. —Después —añadí—, bueno, habrá que reanudar la vida. —Me dejas impresionada —dijo Ariane—. Y te envidio. Te envidio por tener las cosas tan claras y hacer lo que te parece. —No tienes por qué envidiarme. Tú podrías… —No te esfuerces, Sylvie —me cortó—. Lo mío es demasiado difícil. —¿No será que lo haces difícil? —Puede ser —asintió—. Pero en todo caso necesito todavía algún tiempo para enderezarlo. Me temo que yo no soy tan valiente como tú. Le pedí que no le dijera nada de lo sucedido a Eric y, como buena amiga, cumplió. La noche fue de lo más normal: él vino tarde, estuvimos viendo un rato la televisión, luego contamos unos chistes. De madrugada, me levanté para verle dormir. Todavía no sabía que iba a ser la última vez. Descansaba plácidamente. Le besé en la frente sin que él lo notara. Esta mañana, después de que se fueran, decidí que haría la maleta hoy mismo. Así les ahorraba y me ahorraba la despedida. A los dos les dejé una nota. La más larga para Ariane. Para él mi número de teléfono y una palabra (en español, que en francés son dos): «Espero». J’espére. Y ésta es toda la historia. Hace un rato, cuando el taxi en el que venía de Barajas ha salido de la carretera de Toledo y ha cogido el desvío de Getafe, se me ha hecho un nudo en la garganta. He visto la residencia de estudiantes, el lazo azul gigante, del que siempre nos reíamos, y los ojos se me han empañado de golpe. «No será París —me he dicho— pero es mi casa. Aquí están mis amigas, mi gente. Éste es el sitio donde siento que tengo que estar, adonde quiero volver siempre de todos los Parises donde la lluvia me cale los huesos y el alma». Y he corrido a llamaros para contaros todo.
