La ilusión de vivir
Al principio, André se quedó como idiotizado. Eric le había sacado del coche, le había empujado contra el capó y ahora le fulminaba con la mirada. Yo aproveché para bajarme, sin perder ni un segundo. —¿Qué pasa? ¿Quién eres tú? —preguntó André. —Soy tu ángel de la guarda —respondió Eric—. Me ocupo de evitar que hagas lo que no debes. Pero si vuelvo a pillarte en una de éstas, me olvido de que soy un ángel y te arranco el hígado. —Oye, no sé quién te invita a meterte —dijo André, con voz entrecortada— pero te estás equivocando. No pasa nada. La chica trabaja conmigo, estaba un poco nerviosa y trataba de calmarla. Nada más. —¿Estabas nerviosa, Silvia? —me consultó Eric. —Deja que se vaya —le pedí, sin mirar a André. Por encima de todo, lo que deseaba era perderlo de vista cuanto antes. —¿La conoces? —se asombró André. —La conozco —contestó Eric—. Y a ti también. Sé quién eres, dónde vives, qué haces y ahora también la matrícula de tu coche. Si me entero de que vuelves a molestar a una chica, te lo quemo todo. Anda, lárgate. —No, no me quedo nada tranquilo dejándote con este tipo, Silvia —tartamudeó André, mientras retrocedía hacia la puerta—. Tengo una responsabilidad sobre ti, no sé lo que pensarían tus padres… Escucharle me daba náuseas. Tuve que hacer un esfuerzo para decir: —Puedes irte sin miedo. Es un amigo. Y eché a andar hacia el portal. Eric se quedó allí hasta que André subió de nuevo al coche, lo arrancó y enfiló hacia la plaza. Luego vino a reunirse conmigo. Me cogió por los hombros y preguntó: —¿Estás bien? ¿Te hizo algo? —Sí, no —me lié—› estoy bien, no pasó nada. Me miraba dentro de los ojos, como si quisiera asegurarse de que no le mentía. Sentí su mirada, el calor de sus manos en mis hombros. La verdad, aunque le hubiera dicho que sí, era que no estaba bien. Estaba asustada, desengañada, rabiosa. No pude seguir aguantando y me eché a llorar. Normalmente me fastidia, cuando no soy capaz de controlar las lágrimas, sobre todo si me pasa delante de un hombre, pero con Eric era distinto. Tenía una necesidad insoportable de desahogarme y él era alguien que me ofrecía confianza. Quizá el único, en aquella ciudad fría y despiadada en la que me sentía más sola y más extranjera que nunca. Eric dejó que llorase sobre su hombro, hasta que se me pasaron el sofoco y el miedo. No pronunció una palabra, sólo puso las manos en mi espalda y las mantuvo ahí, quietas. Cuando me separé de él, me limpió las lágrimas con un pañuelo y luego me lo dio. Mientras yo me sonaba, dijo: —Es bueno que hayas llorado. No hay que dejar que las cosas se pudran en el corazón, porque tiene que servirte para mucho tiempo. —¿Por qué ha tenido…? —hipé. —No —me prohibió—. Ahora no es momento para pensar en nada. Ahora tienes que subir, tranquilizarte y descansar. La noche está demasiado mala y ya no son horas para que una niña juiciosa ande dando tumbos por ahí. —No soy una niña —protesté. —Creí que ibas a decir que no eras una niña juiciosa —se burló. —No. Quiero decir que no soy una niña, punto —insistí, ofendida. Eric me observó, despacio. La sonrisa se borró de su rostro. —Ya lo sé, Silvia —admitió—. Ya sé que no eres una niña. Pero una mujer también debería subir a dormir y olvidarse hasta mañana. Era inútil discutir. Sabía que tenía razón y justamente eso, acostarme, era lo que yo misma prefería hacer. Entramos en el portal, tomamos el ascensor y subimos a nuestro piso. En el ascensor Eric no habló. O no habló con la boca, porque sus ojos me lo decían todo, todo lo que yo quisiera interpretar. No eran, como habían sido hasta entonces, unos ojos huidizos y ausentes. Estaban fijos en mí, me acariciaban, me protegían. Ariane se extrañó de vernos llegar juntos. Mucho más cuando notó las huellas del llanto reciente en mi cara. —¿Qué pasa? —preguntó, mirándonos alternativamente a los dos. —Nada —respondió Eric—. Silvia ha tenido un pequeño contratiempo, abajo. Pero ya pasó. —¿Un contratiempo? ¿De qué habla este chalado, Silvia? —No te metas con él —le defendí—. Si no es por tu hermano, me temo que esta noche habría acabado bastante mal. —Bueno, lo que me faltaba —dijo Ariane—. ¿Alguno me quiere explicar qué demonios pasa, antes de que me vuelva loca yo también? —Anda, deja que se acueste, que está cansada —intervino Eric—. Buenas noches, Silvia. Si necesitas algo, aquí estamos. Aquella noche dormí profundamente, sin sueños. Cuando me desperté al día siguiente, que era domingo, ni siquiera recordaba lo que había pasado. Incluso tardé un rato en comprender que estaba en París, que trabajaba en una película, que vosotras dos estabais lejos y que, por cierto, con todo el follón de los últimos tiempos me había olvidado de escribiros. O quizá no me había olvidado. Quizá era que me costaba coger papel y bolígrafo para contaros que todo se había torcido, que mi sueño de París se había vuelto una pesadilla y que me arrepentía de haber hecho el viaje. Pero tampoco esto último era del todo cierto, y lo fue todavía menos cuando me levanté y fui a la cocina, donde encontré a Eric ante una mesa puesta con mantel y dos platos para desayunar. Al acordarme de él, un minuto antes, había asumido que ya se habría marchado, como era habitual, incluso los domingos. Pero no, allí estaba, sacando la mantequilla, sirviendo zumo, tostando pan. La que no estaba era su hermana. —Hola —dije—. ¿Y Ariane? —Ha salido a correr. Supuso que no te levantarías temprano. —He dormido como un tronco, es verdad. De pronto, no supe qué añadir. Me quedé allí quieta, en el umbral. Eric no necesitaba hablar para estar a gusto. Pero yo me sentía rara. —¿Estás haciendo el desayuno? —pregunté. —Sí. —Es muy amable por tu parte. —Bueno, no está de más cuidar a los demás de vez en cuando. —Por cierto que todavía no te he dado las gracias —caí en la cuenta. —No hace falta. Hice lo que debía. —En serio. Me vi en una situación muy desagradable. Eric dejó lo que estaba haciendo y me miró con gesto severo. —Vamos a hacer lo siguiente —dijo—. Vamos a olvidamos del incidente por hoy. Y a partir de mañana, ya harás lo que haya que hacer. Para empezar, creo que no deberías volver a salir de noche con cierta gente. —De eso no cabe duda —admití, avergonzada. —Muy bien. Lo demás es asunto tuyo. Tú debes pensarlo y decidir lo que te conviene. Nadie puede hacerlo por ti. Una cosa sí te digo. —Qué. —Que no te preocupes por él. Todavía le andan temblando las piernas. Un escándalo sería su ruina, y nada puede aterrorizarle más. Pensé que Eric sabía lo que se decía. Debía saberlo, para estar tan tranquilo cuando su propia hermana trabajaba en la misma película, a las órdenes de André. Quise preguntarle qué le había contado a ella y qué opinaba Ariane, pero pensándolo un poco me pareció que no era lo más indicado. Ya lo averiguaría por ella misma, cuando volviera. —Pero basta ya de esa historia —dijo, cambiando de tema—. Ahora vamos a desayunar. Y si te dejas, te invito a dar un paseo. —¿Un paseo? —no podía creer lo que había oído. —Sí, un paseo. Por mi lugar favorito de París. —¿Qué lugar es ése?
—Ya lo verás. Si aceptas mi proposición, naturalmente. Apartó la vista, como si no las tuviera todas consigo, como si hubiera alguna posibilidad de que yo le dijera que no. Pero no la había. —Claro que la acepto —dije. Desayunamos, y por primera vez desde que le conocía, él habló más que yo. Se explayó sobre su tesis, que era acerca de un tal Marcel Proust, un autor que había escrito un libro de tres mil páginas titulado En busca del tiempo perdido y que había vivido y muerto en París entre finales del siglo XIX y principios del XX . Había infinidad de documentación sobre él, por lo visto, y era difícil hacer algo original, porque ya se había escrito mucho sobre su obra. Pero Eric estaba empeñado en contar algo que no se hubiera contado nunca, en descubrir aspectos ocultos del personaje. Por eso se pasaba los días en la biblioteca y en los archivos, buscando y buscando. Y algo encontraba, me dijo, con una sonrisa satisfecha. Luego cogimos el metro, rumbo hacia aquel lugar que sólo él sabía. Yo me dejé llevar. Era una sensación inesperada viajar con Eric en los mismos vagones en los que antes había viajado sola, y que fuera él quien me guiase. Mientras íbamos en el tren, me percaté de otro fallo: —Tampoco te di las gracias por el libro. —¿Te vas a pasar todo el día dándome las gracias? —bromeó. —Es que acabo de acordarme. Lo leí ayer, entero. —¿Entero? Eso es darse prisa. ¿Pudiste entenderlo bien? —Más o menos. Es un libro un poco extraño. —Sí, eso han dicho siempre de él —asintió—. Pero a mí me gusta mucho. Me parece soñador y verdadero a la vez. Como si la realidad y el ensueño sólo fueran dos maneras de ver lo mismo. No se puede huir de la realidad, pero la imaginación es lo único que ayuda a soportarla. —¿Tú crees? —Fíjate en el propio escritor, Alain-Fournier. La novela está basada en su vida. Sus padres fueron maestros en un pueblo idéntico al del libro y muchos personajes están inspirados en personajes reales, desde los compañeros de clase hasta Yvonne de Galais. El autor tuvo también una amada imposible, que se llamaba Yvonne de Quiévrecourt. A partir de sus recuerdos imaginó una historia en la que viviría para siempre su paraíso perdido y que debió servirle para sobrellevar su fracaso con aquella chica. —¿Qué fue de él después? ¿Se casó? ¿Tuvo hijos? —No. Murió con veintisiete años, en la Primera Guerra Mundial. La noticia me sacudió como si aquella muerte acabara de ocurrir. Le había cogido cariño, a Alain-Fournier, y más después de que Eric me contara lo de aquella Yvonne a la que había querido sin esperanza. —Qué pena —dije. —Bueno, la vida es así —observó Eric—. Para unos corta, para otros larga. A lo mejor tampoco importa tanto eso, sino lo que te da tiempo a hacer. Y a Alain-Fournier le dio tiempo a escribir El gran Meaulnes. Que no está mal. Nos quedamos los dos en silencio, hasta que el tren se detuvo en una estación que se llamaba Pére-Lachaise. Eric se puso en pie y dijo: —Aquí es. —¿Aquí? —pregunté—. ¿Y qué hay aquí? —No seas impaciente. Ahora lo verás. Lo que había, y lo que vi un minuto después, era un barrio de París que se llama Belleville. En ese barrio estaba el lugar al que Eric me llevaba. Un lugar que tenía, por cierto, el mismo nombre que la estación, Pére-Lachaise. No imagináis lo que era: ni más ni menos que un cementerio. —Voilá —dijo Eric, desde la entrada. —No puede ser. Me estás tomando el pelo. Eric meneó la cabeza, muy serio. —No te tomaría el pelo nunca con algo así. Vamos dentro y te explicaré por qué es mi lugar favorito. Estoy seguro de que lo entenderás. Una cosa sí tuve que reconocerle en seguida. No era un cementerio cualquiera. Estaba lleno de árboles inmensos, y las tumbas, casi todas de piedra gris cubierta de verdín, resultaban sugerentes y misteriosas. Vi montones de estatuas, capillas, mausoleos espectaculares. Eric me contó luego que en el cementerio hay obras de algunos de los mejores escultores franceses. A la pálida luz de aquella mañana de diciembre, las calles que serpenteaban entre las tumbas y las avenidas centrales, todas cubiertas de hojas secas, parecían el escenario de un cuento de fantasmas. —Para mí —explicó Eric— éste es el mejor parque de París. Sobre todo, uno de los más tranquilos. Sus habitantes son muy silenciosos —sonrió con malicia—, y también los que vienen a visitarlos. Y me encanta la forma de laberinto que tiene, todas estas calles donde te puedes perder. Cuando quiero estar solo o meditar en paz, vengo aquí, y debajo de estos árboles se me ocurren las mejores ideas. A veces siento que los que aquí descansan son los que me ayudan a tenerlas. Es una sensación que me gusta mucho, como si les ayudara a vivir más allá de su muerte, en mi pensamiento. Por un momento, recordé lo que Ariane, con su acidez proverbial, solía decir de su hermano: que le faltaba un tornillo, si no dos. Sin duda que aquella afición era rara, pero no me pareció estar oyendo a un loco. —Este lugar está lleno de historias —prosiguió—. Las historias de todos los que un día vivieron y murieron y acabaron enterrados en este cementerio. Algunos, hace treinta años. Otros, hace tres siglos. Una gran parte de esas historias sólo podemos imaginarla. Pero otra parte está aquí, a la vista, escrita en la piedra. A mí me gusta buscar esas historias. Te encuentras algunas formidables. Y no necesariamente son amargas. Algunas parece que hubieran sido escritas por un humorista. Por ejemplo ésta. Mira. Se acercó a una tumba que estaba a unos diez pasos del camino. Fui tras él y leí la lápida que me señaló. Decía: «Aquí yace Yves Morand, amante de la velocidad, muerto como quería, al volante de su Jaguar». Bueno, pensé, suponiendo que pudiera considerarse humor, era bastante negro. —Pero personalmente yo prefiero otras historias —dijo Eric, al ver que no me reía demasiado. —¿Cuáles? —Las historias de amor. ¿Quieres ver algunas? —Sí. —Pues sígueme. Las mejores están bastante escondidas. Eric se movía por las calles del cementerio con una soltura pasmosa. Torcía en las bifurcaciones como si se conociera el camino al dedillo. A los pocos minutos yo estaba completamente perdida. Mientras le seguía, empezaba a sentir la misma fascinación que a él parecía producirle aquel sitio. La atmósfera tan apacible, el ruido de los pájaros o del viento entre las ramas de los árboles, las tumbas que se extendían como un mar ante los ojos. Desde luego era algo diferente, algo que no existía en ninguna otra parte. Eric se agachó ante una pequeña lápida que había entre dos cipreses, en medio de otras dos. Tenía grabado un nombre, Anne Marie Minel, dos fechas, 1780-1828, y un epitafio que decía: «Querida esposa, desde lo alto de esas regiones celestes que el buen Dios reserva a sus elegidos, escucha mi voz: ven, sombra amada, en el silencio de las noches, a consolar a tu marido». Y en mayúsculas, abajo: «REZAD A DIOS POR ELLA». —Fíjate —dijo Eric—. ¿No es sobrecogedor? Hace ciento setenta y dos años, y es como si estuviera recién escrito. Supongo que él es el que está enterrado a la izquierda. Sólo con el nombre y la fecha. Puedes ver que no la sobrevivió mucho. Pero su mensaje de amor sí. Hasta hoy. Me enseñó otras muchas tumbas como aquélla. A veces era el hombre, otras, la mayoría, era la mujer la que lloraba la marcha de su amado. Pero recuerdo una que me impresionó especialmente. Era una lápida blanca, de mármol, que tenía otra lápida gris, más alta, vencida sobre ella. Según la inscripción, allí estaba enterrada Eugenie de Beauvoir, muerta el 18 de noviembre de 1851, a la edad de quince años. Y el epitafio, me lo aprendí de memoria, rezaba así: «En el último lecho reposas, querida mártir, ángel del cielo; otros habrán conocido las rosas, tú no has conocido más que la hiel. De los desengaños te libra la muerte, en su esplendor te acoja Dios. Tú no has muerto, tú resucitarás, por toda la felicidad que aún te debe Él». Abajo del todo había un nombre, como una firma: «Roger de Beauvoir». —Supongo que era su padre —dedujo Eric—. Siempre me he preguntado de qué moriría la pobre Eugenie. Tal vez de alguna muerte violenta, y por eso su padre la llama «querida mártir». ¿Te has fijado en esa otra lápida gris que parece inclinarse sobre la suya? ¿Sabes de quién es? Me agaché para mirarla. No me sorprendió leer sobre ella el nombre de Roger de Beauvoir, muerto en 1865. —Es muy bonito, pero también muy triste —dije, con el alma encogida. Eric dejó escapar un suspiro. —Yo siempre intento verlo de otra forma —respondió—. Intento ver que los sentimientos de las personas son capaces de atravesar el tiempo, hasta llegar a quienes hemos nacido mucho después. Intento pensar que merece la pena tomarles cariño a las cosas, y a la vida, y a la gente, aunque las cosas se pierdan, la vida se acabe y la gente se muera. Aunque pueda parecerte una tontería, vengo aquí porque me ayuda a mantener la ilusión de vivir. —No me parece una tontería. Pero comprenderás que me choque. —Piénsalo por un momento. Roger de Beauvoir y su hija Eugenie murieron hace siglo y medio, pero a ti y a mí su historia nos emociona hoy. Los dos viven en el latido de nuestro corazón. Siéntelo, y los sentirás a ellos. Hice lo que me pedía. Y al mismo tiempo traté de imaginar cómo serían sus caras, la de Eugenie, la del infeliz Roger de Beauvoir. —No te enfadarás si te digo algo —le solté de pronto. —¿Enfadarme? —se sorprendió. —Verás —dudé todavía—. A veces me resulta increíble que Ariane y tú seáis hermanos. No puede haber dos personas más opuestas. Eric acogió mi observación con una sonrisa. —No te creas —dijo—. Ariane es una chica muy sensible, quizá demasiado. Sufrió mucho, porque todo se le vino encima cuando apenas era una niña, y por eso le gusta jugar a ser cínica. Ahí es donde se equivoca, en mi opinión. No puedes pasarte la vida diciendo que todo lo que haces es una basura y que nada te importa un comino, porque esa es la mejor manera de pudrirte el corazón. Si el cine le parece algo tan idiota y tan despreciable, debería dejarlo. Ni el dinero ni la fama merecen que uno se quede donde no siente que debería estar. La vida es demasiado corta para eso. Lo que yo creo, entre tú y yo, es que está hecha un lío. Pero ve a decírselo a ella. —A mí me parece que le gusta el cine más de lo que reconoce. Y es una actriz estupenda. Ha nacido para interpretar. —Ojalá tengas razón. ¿Quieres ver las tumbas de hombres famosos? Se veía que aquello no le entusiasmaba tanto, pero seguramente lo propuso para alejar el asunto de su hermana, del que supuse que prefería no hablar. Dejé que me guiara, y así me enseñó la tumba de Balzac, la de Oscar Wilde y la de Jim Morrison, el cantante de un grupo llamado The Doors, que estaba rodeada por un buen número de fans. También había tumbas de generales, ministros, presidentes y otros hombres importantes. En algunas de ellas habían labrado sobre el mármol las condecoraciones que el muerto había ganado en vida, y las habían pintado de colores y todo. —Hace falta ser bobo para querer llevarse las medallas —se mofó Eric. La tumba que más me gustó fue la de un tal Víctor Noir, sobre la que había una estatua de bronce muy sencilla. Representaba a un hombre joven que estaba tendido en el suelo, boca arriba, con un balazo en el corazón y el sombrero caído al lado. Su gesto era de una profunda paz. La última tumba que visitamos fue la de Marcel Proust, el escritor sobre el que investigaba Eric. Estaba cubierta por una simple lápida, en mármol negro. Alguien había dejado una flor blanca atravesada encima. —Pobre Marcel —dijo Eric—. Mira, su vida es una buena lección para todos esos que se creen que el éxito es lo más importante. —¿Por qué? —Sus primeros libros se los publicó él mismo, pagándolos de su bolsillo. Durante mucho tiempo, nadie le hizo ni caso, incluso se reían de él. Los críticos, los editores, los escritores famosos. Decían que escribía de una manera disparatada. Un día, de sopetón, le llegó un premio, el éxito. Todos le elogiaban. Y cuando apenas empezaba a saborearlo, se murió. —Pues vaya. —Ahora todos le consideran un clásico y para muchos es el mejor escritor de Francia. Pero todo eso a él ya no puede servirle. Lo que le sirvió fue lo que vio y lo que vivió cuando nadie le prestaba atención. Mientras pensaba en aquella suerte tan cruel de Marcel Proust, me acordé de otro difunto del que habíamos estado hablando. —Oye, y Alain-Fournier, ¿no está aquí? —le pregunté. —No —contestó Eric, gravemente. —¿Dónde está, entonces? —Sólo se sabe que murió en un sitio llamado Les Éparges. Cayó al frente de su compañía, durante un ataque. Nunca encontraron su cuerpo. Lo dijo como si fuera familia suya; igual que contemplaba aquella lápida negra. El viento le barría el pelo de la frente y sus ojos resplandecían. Todavía estuvimos un buen rato paseando por el cementerio. A cada paso sentía más y más lejos todas las preocupaciones, y más y más cerca la voz de Eric, desenredando para mí todas aquellas historias que me enseñaban a ver lo mucho que valía cada segundo que la vida nos regalaba. Era el tipo más lunático que había conocido en mi vida, pero no me cansaba de oírle. Deseé que aquel paseo no se acabara nunca, que el tiempo se detuviera y pudiera sentirle para siempre ahí, caminando a mi lado. Desde entonces, Pére-Lachaise fue también mi lugar favorito de París.
