Haciendo Magia
París, 31 de octubre
Queridas camaradas:
Bueno, ya estamos metidos en harina hasta las orejas. Llevamos sólo unos días de rodaje, pero esto sí que es un verdadero zafarrancho. Empezamos muy temprano por la mañana y trabajamos sin parar hasta que se va la luz. Eso suponiendo que en el plan de rodaje no esté previsto hacer alguna de las escenas nocturnas, porque entonces hay que seguir, aunque al día siguiente haya que volver a levantarse a las seis de la mañana igual. Naturalmente, no estamos todos trabajando todo el tiempo, salvo André y los cámaras y los técnicos, que gastan ya los pobres unas ojeras hasta los pies. Los actores nos vamos alternando, en función de la secuencia que toca rodar. Si tú no apareces en ella simplemente miras, lo que tampoco os creáis que siempre resulta relajado. Por ejemplo, ayer tuvieron que hacer treinta y tantas tomas de una secuencia en la que salían Ariane y Valérie, la señora tan simpática de la que os hablaba en la primera carta. Por alguna razón, a André no le gustaba cómo lo hacía ninguna de las dos. Ariane, según él, parecía todo el rato ausente, y Valérie, también según le reprochaba una y otra vez, no daba el tono dramático de la situación. Ariane hizo las treinta y tantas repeticiones sin inmutarse, pero Valérie al final ya no daba pie con bola, y los que la estábamos viendo lo pasamos tan mal como ella. André terminó poniéndose muy nervioso, aunque para decirlo todo debo contaros también que cuando por fin salió la maldita secuencia se acercó a Valérie, le acarició la mejilla y le dio las gracias por el esfuerzo. La verdad es que a la pobre le hacía falta, porque estaba a punto de llorar. Por lo que a mí me toca, no me está yendo nada mal. He hecho ya cinco secuencias, y la verdad es que puedo estar bastante satisfecha de mi trabajo. La primera que hice con Ariane salió espectacular, a la primera. Volvimos a rodarla por precaución, pero según André, la primera toma ya valía. La segunda que hicimos las dos nos llevó sólo tres tomas, que tampoco son demasiadas, y las dos que he hecho con mi madre en la ficción, Sara (la otra española), nos salieron a la cuarta o a la quinta. Ella estaba un poco tensa, pero se ve que es una buena profesional y también, dicho sea de paso, que ha tomado nota de las broncas que le echó André durante los ensayos. Lo más difícil hasta ahora ha sido una secuencia larga en la que estábamos Ariane, Chantal y yo. Tuvimos que hacerla diez veces, y al menos tres o cuatro me las cargué yo, porque se me atascaba una palabra del diálogo, hésitation, que es una manera enrevesada que tienen los franceses para decir lo que nosotros decimos con la palabra duda. Ariane, como en ella es habitual, repetía una y otra vez su trozo sin alterarse, pero Chantal, y eso que se supone que es la actriz más curtida de todas, se puso a rezongar desde la tercera repetición. Cuando lo hablan deprisa no es mucho lo que cojo del francés, pero distinguí que decía: —Ah, la petite lourde espagnole! Que quiere decir algo así como «la española lerdita» o la «lerda españolita», no lo tengo muy claro. En todo caso, ningún piropo, como podéis apreciar. La tercera vez que lo dijo estuve a punto de responderle algo, pero pensé que aquí soy forastera y que ella es una gloria del cine francés y preferí callarme. Aunque os juro que si sigue provocándome va a encontrarse con algo. Una es considerada y procura llevarse bien con los demás, pero tampoco es cosa de aguantarle a todo el mundo todas las gracias. De todas formas, no es difícil comprender que Chantal se haya convertido en una persona insufrible, si lleva ya cuarenta rodajes como éste y una pila de años siendo estrella de la pantalla. Es algo espectacular cómo te tratan. Mejor que a una reina. Yo tengo una caravana para mí sola, que me sirve para cambiarme y también para descansar en los ratos muertos. Tengo una nevera propia, con toda clase de bebidas, y comida, y televisión, y hasta un aparato de música que no os podéis imaginar. La gente toca a la puerta antes de entrar y pide permiso a mademoiselle Sognosa, que es como me llaman los del equipo. La ropa me la hacen a medida y si hay algo que no termina de quedar perfecto se la llevan y la rehacen. Pero lo que más me gusta es que me maquillen: todas las mañanas, o antes de una secuencia concreta, me abandono en el sillón y me dejo hacer. Las maquilladoras tienen unas manos portentosas, y el masaje que te dan en la cara, especialmente en los párpados, es un placer celestial. A veces me quedo traspuesta en la sesión de maquillaje, hasta el punto de que tengo que hacer esfuerzos para despertarme después y recordar el trozo de papel que me toca decir. En resumen, aquí es todo como en el rodaje de los anuncios o el de las dos películas en las que participé en España, pero a lo bestia. Tan a lo bestia que resulta, en el fondo, muy distinto. No había tenido nunca hasta ahora, tan clara y tan rotunda, la sensación de ser una estrella. En los anuncios, como en las sesiones fotográficas, sientes que eres el centro, pero sólo mientras te están apuntando con la cámara. Y ni siquiera todo ese rato, porque hay fotógrafos que te manejan como si fueras un muñeco: tuerce así la cabeza, ponte ahí, muévete allá, etcétera. En los otros trabajos que había hecho, siempre me sentía un poco como la niña vistosa que queda bien en la foto y poco más. Pero aquí es completamente diferente. Aquí eres la protagonista absoluta, y todos se preocupan de que estés a gusto, todo te lo ponen en bandeja, todo te lo piden con consideración. Ves que ellos están agobiados, que les está costando sangre y sudores, pero nunca dejan de llevarte a ti en palmitas. Tengo a ratos la sensación de que es injusto, de que no debería haber una raya como la que hay entre ellos y yo: a un lado, donde están ellos, el trabajo y el sufrimiento, y al otro, donde me toca estar a mí, todo facilidades y atenciones. Y encima a mí me pagan mucho mejor. Ellos trabajan como burros, y yo sólo pongo mi cara bonita y recito unas frases en francés, que nunca son demasiado largas. Tres líneas, todo lo más. Hay momentos, en el mullido asiento de mi caravana de estrella, en los que me siento culpable por eso. ¿Qué he hecho yo para merecer toda esta suerte? Y también a veces me da un poco de miedo. ¿Puede durar una suerte tan escandalosa? ¿Puede ser, siquiera? ¿Dónde está el fallo? Anteanoche, al llegar a casa, estuve hablando de todo esto con Ariane. Me da un poco de prevención hacerlo, porque sé que ella tiene mucho más conocimiento de causa que yo, pero también que siempre que puede escoge la manera más sanguinaria de verlo todo. Sin embargo, sería por el cansancio de la jornada, estuvo relativamente moderada en sus juicios. —No tienes que pedirle perdón a nadie —me dijo—. Si a ellos les dieran la oportunidad que tú tienes, se aprovecharían. Y si fueras tú la que las pasara canutas, la mayoría de ellos ni te vería sufrir. No te digo todos, siempre hay gente con corazón por ahí, de acuerdo: pero sí la mayoría. Fíjate en los demás actores. ¿Cuántos crees tú que se preocupan por lo que padecen los del equipo? ¿A cuántos ves que los traten con un poco de amabilidad siquiera? En lo único que piensan es en el tamaño que tendrán en el cartel de la película las letras con las que pongan su nombre. He visto a gente pelearse como chacales por eso. Pero tú no tienes que preocuparte. Tu nombre irá en letras gordas. Y el mío también. Así que hala, a disfrutarlo. A veces las ideas de Ariane son estrafalarias, pero otras veces están cargadas de sentido común. Me pareció que éste era el caso, o preferí verlo así porque lo que me decía calmaba mis remordimientos. Sin embargo, Ariane tiene la virtud de no resultar nunca del todo tranquilizadora. Antes de acostamos, acordándose de lo que habíamos hablado, me soltó: —Sobre lo de antes, sólo te doy un consejo, si te sirve: nunca dejes que este circo te convierta en una arpía egoísta como Chantal. Si no es sano estar atormentándote todo el rato, tampoco lo es vivir convencida de que el resto de la humanidad tiene que besarte los pies. Esa mujer, ahí donde la ves, es una desgraciada. Es verdad que tú y yo y ella hemos tenido suerte, pero también es verdad que la suerte puede estropearse. Y esa idiota, con toda su fama y todo su dinero, se la ha estropeado hasta el fondo. —No hacía falta que me advirtieras —protesté—. Chantal me cae como una patada en la boca. No se me había ocurrido imitarla. —No creas que siempre te vas a dar cuenta de todo. A veces la suerte se te rompe y no sabes cómo ha sido. Te lo digo yo, que algo sé del asunto. Y me enseñó el tajo de una de sus muñecas. Luego tuve una pesadilla con eso, por cierto. Vivir con Ariane es algo muy interesante, no me cabe ninguna duda, pero también presenta sus inconvenientes…
