Sueños que se derrumban
El día siguiente era sábado y no había rodaje, así que aproveché para dormir hasta las doce y tratar de recuperar el sueño que había perdido. Cuando me desperté y fui a la cocina a desayunar, me encontré con una Ariane fresca y sonriente y una sorpresa. O mejor dicho, dos. Sobre la mesa me aguardaban dos regalos. Uno aparatoso y otro mucho más sencillo. El aparatoso era un inmenso ramo de flores, con un sobre prendido al celofán que tenía alrededor. El otro era un paquete envuelto en papel de unos grandes almacenes. Por la forma, parecía un libro. —¿Y esto? —pregunté. —Tú sabrás —respondió Ariane—. Los dos son para ti. Uno sé quién te lo manda, porque lo trajo en persona esta mañana. El otro, no tengo ni idea. —Me dejas intrigada. —Bueno, mira la tarjeta que habrá dentro del sobre y abre el paquete. Así saldrás de dudas. ¿Por cuál empiezas? Empecé por el ramo. Era un ramo precioso, enorme, que debía de haber costado un dineral. En París las flores son carísimas. Abrí el sobre y, en efecto, encontré una tarjeta en el interior. Decía: «Espero que puedas perdonarme por portarme como un imbécil. Por herirte, a ti que eres lo único que hace que en estos días haya alguna luz». Y venía firmada: «André». —¿Lo ha traído él? —pregunté a Ariane. —No sé quién es él —repuso Ariane, con un gesto malicioso—. No fisgo en la correspondencia ajena. Pero no. Eso lo trajo un repartidor. Guardé la tarjeta en el sobre y cogí el paquete. No era muy difícil abrirlo, porque sólo tenía una tira de celo pegada en el lado por el que se cerraba. Como ya había imaginado, se trataba de un libro. El título era, escrito, Le Grand Meaulnes, que viene a pronunciarse algo así como Le Gran Moln. Y el autor era un tal Alain-Fournier. Estaba en francés, lo que significaba que quien me lo regalaba tenía demasiada confianza en mi dominio de ese idioma. Busqué el comienzo, para ver cómo me resultaba de difícil la primera frase. Decía así: «Il arriva chez nous un dimanche de novembre…». O lo que es lo mismo: «Llegó a nuestra casa un domingo de noviembre…». Me acordé de alguien que había llegado a nuestro apartamento, también, un domingo de noviembre. Y cuando vi, unas páginas más atrás, que el libro traía una dedicatoria, supe quién la firmaba antes de leerla. Era muy corta: «Esto es lo mejor que conozco contra los males del espíritu. Eric». —Qué detalle —dije. —Una cosa puedo jurarte —aseguró Ariane—. Es su libro favorito. —¿Tú lo has leído? —pregunté. —A ver. Por fuerza. Si no lo leo, todavía me estaría persiguiendo. —¿Y? —No está mal. Meneé la cabeza. —Como siempre, Ariane, tu opinión es de lo más entusiasta. —Es un libro, nada más. Tiene su mérito, sí. La historia es interesante y el personaje de Meaulnes también, hay que reconocerlo. Si me guardas el secreto, creo que mi hermano siempre ha querido parecerse a él. Me quedé mirando durante unos instantes las flores de André. Eran bonitas, desde luego, y lo que había escrito en la tarjeta demostraba cierta nobleza de sentimientos por su parte. Por lo menos se daba cuenta de que había obrado mal y tenía la decencia de pedir disculpas. Sin embargo, aquel suntuoso ramo de flores, comparado con lo que prometía el libro, me pareció un armatoste sin ningún valor. Las flores eran sólo flores, pero en aquellas páginas, si había que creer a Ariane, estaba la clave de lo que el escurridizo Eric era o quería ser. Tu libro favorito, pensé, es una especie de pista sobre lo que te importa y sobre lo que buscas en la vida. Me angustiaba un poco que estuviera en francés, por lo que pudiera escapárseme. Y deseaba ponerme a leerlo cuanto antes, para empezar a saber. Aquí tengo que confesaros algo que seguramente ya habréis adivinado. A medida que pasaban los días, me iba dando cuenta de que Eric me gustaba. No un poco, como me habían podido gustar otros, sino mucho. Y no porque fuera guapo, aunque no estaba mal, sino por la manera de comportarse, esa serenidad con que te hablaba y te miraba, esa forma de quedarse siempre en la sombra y de guardarse lo que pensaba y lo que hacía, como si no tuviera nunca intención de impresionar. Por un lado me fastidiaba, porque siempre me dejaba con las ganas de averiguar más, pero al mismo tiempo me atraía. Me gustaba también cómo se me había acercado aquella madrugada en la cocina: su ofrecimiento para ayudarme, sin tratar de entrometerse. Pero lo que más me desarmaba de él, en el fondo, era otra cosa. Siempre he sabido cómo gustar a los chicos, cuando me lo propongo. En realidad, lo he conseguido hasta cuando no quería atraerlos, incluso sin hacer nada. Supongo, bueno, es algo más que un suponer, que había intentado que Eric también se sintiera atraído por mí. Y hasta ese momento, no daba la impresión de que hubiera tenido el menor éxito. Me trataba con deferencia, podía incluso preocuparse por mí, pero como lo habría hecho con cualquier otra niña desvalida. Y no era eso, precisamente, lo que yo quería parecerle. Por eso, no os extrañará que aquel sábado le dijera a Ariane que no me apetecía salir y lo dedicara casi entero a leer aquel libro, Le Grand Meaulnes, que en español se llamaría El gran Meaulnes. Me senté en el mejor sillón, me puse el diccionario al lado para buscar las palabras que no entendiera y me sumergí en la lectura. Sabéis que no soy excesivamente aficionada a leer. Pero el libro me envolvió desde el principio en su halo misterioso y romántico, y aunque estuviera escrito en aquella lengua que no era la mía y que tenía que descifrar a veces como un acertijo, no pude soltarlo hasta que lo terminé. No sé muy bien cómo explicarlo: mi corazón comprendía la historia y los sentimientos de aquellos personajes más allá de lo que mi cerebro entendía el francés. Desde el principio supe que Meaulnes tenía un secreto que explicaba su desconcertante comportamiento, y no pude parar hasta descubrirlo, como hace el narrador, al final de la novela. El libro cuenta la historia de dos chicos, François Seurel, el narrador, y su amigo Augustin Meaulnes, a quien todos llaman el gran Meaulnes, porque es más alto que los demás chicos y por su espíritu aventurero y fantástico. Al principio del libro, Meaulnes es un estudiante que viene de fuera a alojarse en casa de François, que es hijo del maestro del pueblo. Allí traban amistad. François es un chico tímido, un poco acomplejado por una cojera que le dejó una enfermedad. Meaulnes es impulsivo y generoso, aunque más bien reservado. Sin embargo, con François toma en seguida confianza, y los dos hacen frente común contra los demás chicos del pueblo. La historia que cuenta la novela gira alrededor de una aventura fabulosa que vive Meaulnes un día que se pierde en el campo y llega a una casa donde se está celebrando una extraña fiesta. Hay gente disfrazada, niños y mayores, música y un gran banquete. Todo es en honor del hijo de los dueños, Frantz de Calais, que va a casarse con una chica de otro pueblo. Meaulnes se siente fascinado por aquel ambiente mágico, y sobre todo por una hermosa joven, Yvonne de Galais, la hermana del novio. Pero la fiesta acaba mal. El novio llega solo, porque la chica que iba a casarse con él ha cambiado de opinión. La fiesta se deshace apresuradamente y Meaulnes vuelve a casa en el carro de unos invitados. Con las prisas y el cansancio, no se fija en el camino, y cuando llega al pueblo se da cuenta de que no sabe cómo regresar a la casa donde vive Yvonne, la chica que le ha robado el corazón. Durante mucho tiempo, la obsesión de Meaulnes es encontrar el camino hacia la casa perdida. Mira mapas, explora los alrededores, pero no consigue dar con ella. Al cabo de los meses, le llegan noticias de que Yvonne se ha mudado a París y decide ir a buscarla. Ése es el momento en que se separa de su camarada François, y como él es quien cuenta la historia, dice que al ver cómo se va el gran Meaulnes siente que con él se va su adolescencia. Ya se acabaron los juegos que compartieron, incluida aquella búsqueda febril de la casa inaccesible, aquella aventura y aquel sueño que él había vivido junto a su amigo, ayudándole en sus pesquisas. Meaulnes no consigue encontrar a Yvonne en París, y por las cartas que le manda a François, éste nota que se hunde más y más en la depresión. Pero ahí no acaba la historia. Un día, algún tiempo más tarde, cuando ya ha dejado de ser un niño, es el propio François quien encuentra a Yvonne. Consigue que ella y su amigo se reúnan. Ella le recuerda a él y corresponde a su amor, pero sorprendentemente el gran Meaulnes no parece feliz y sólo piensa en marcharse… Pero bueno, no os voy a contar la historia entera. Al final se comprende por qué Meaulnes no puede ser feliz con Yvonne, y es un secreto que tiene que ver con el resto de la historia. El libro acaba de una forma muy triste, pero a pesar de eso mi sensación al cerrarlo no fue de tristeza. La historia era tan sugerente y tan emocionante que te hacía sentirte bien, aunque no todo les saliera como una hubiera querido a sus protagonistas. Además, llegas a averiguar que el comportamiento de Meaulnes, que visto desde fuera podría parecer a veces malvado y cruel, es todo lo contrarío. Cuando descubres su secreto ves que obra así por generosidad, porque ha puesto tanta fe en su sueño de juventud que no puede consentir ser feliz mientras haya otros que formaron parte de ese sueño y que son desgraciados. Me gustaba eso, me gustaba que alguien se sacrificara de esa forma aunque nadie supiera por qué, aceptando que todos le considerasen un canalla cuando no lo era en absoluto. Me gustaba ese personaje de Meaulnes que hacía lo que creía que tenía que hacer y que ponía en ello toda el alma, sin pedirle ayuda a nadie. Y hubo momentos de la historia, cuando Meaulnes busca a Yvonne en París, bajo la lluvia, o cuando visita a un personaje que vive en una calleja de cerca de Notre-Dame, en los que me era imposible no sentirme muy cerca de él, en las mismas calles por las que yo había paseado mi felicidad al principio y mi desengaño después. Tal vez por eso me atrapó el libro: porque era como si me contaran mi propia historia. Sin duda, Eric había acertado con el regalo. Leer aquella novela fue una medicina contra mi mal de espíritu. También la historia de Meaulnes era la historia de una decepción, de cómo un sueño se venía abajo: lo mismo que me estaba pasando a mí con París y con el cine. Pero aquel escritor, aquel Alain-Fournier, conseguía que el relato de algo así no fuera oscuro y deprimente, sino esperanzador. Os he dicho que el final es triste, y es cierto. Pero a Meaulnes le queda una ilusión para el futuro. Y eso le hace a una pensar que cuando los sueños se derrumban, no se acaba todo. Que siempre quedan muchas cosas que merecen la pena y que se pueden salvar. Muchas cosas que a lo mejor estaban ahí desde antes y que valen tanto o más que los sueños perdidos. No podía saber si Eric me había regalado el libro creyendo que yo llegaría a esa conclusión, o si le había salido la jugada de carambola. Tampoco sabía si pretendía algo o no, la verdad. Lo que sí sabía era algo más sobre él. Nada definitivo, nada que estuviera muy claro o que pudiera explicar con palabras, pero algo. Sabía que teníamos mucho en común, porque aquél también era ahora mi libro favorito. Sabía que sus silencios eran como los del gran Meaulnes, y que también se resignaba a que los demás se imaginaran de él lo que no era. Por eso no le importaba parecer indiferente, o distante, cuando era, en realidad, atento y cariñoso. Bueno, esto último no lo sabía, pero quise creerlo. ' Cuando terminé el libro debían ser más allá de las siete y media. Ya había anochecido y afuera, en la plaza de la Madeleine, llovía a cántaros. Como de costumbre. Ariane no había vuelto y su hermano tampoco. Yo estaba sentada junto a la luz, no demasiado fuerte, de una lámpara de mesa. Seguía absorta en el libro y en todo lo que me sugería sobre Eric, cuando de repente, sacudiéndome como un terremoto, sonó el teléfono. Me abalancé a cogerlo con el corazón latiéndome a mil por hora. Era André: —Hola, Silvia. ¿Recibiste las flores? Me costó recordar a qué flores se refería, incluso me costó reconocer aquella voz y darme cuenta de quién era el dueño. Volvieron a mi mente un montón de recuerdos que habría preferido mantener alejados: la película, Chantal, las broncas, todo lo que iba a ser y no había sido. —Sí —dije, todavía aturdida. —Espero que seas capaz de perdonarme. —¿Qué? —Perdonarme —insistió—. Por lo estúpido que fui ayer. No me apetecía nada aquella conversación. No tenía la cabeza en eso, ni veía por qué debía consolarle yo a él. Pero traté de ser amable: —Estabas nervioso. No importa. —Entonces, ¿me perdonas? —casi suplicó. Me molestó su actitud. Yo no quería decirlo, no tenía ninguna gana de pronunciar esas palabras que él deseaba escuchar: «Sí, te perdono». —No pasa nada —respondí. Hubo un breve silencio. Pero no me lo pidió otra vez. —Tengo una idea —dijo de pronto. —¿Cómo? —Una idea. Paso a buscarte dentro de una hora y te llevo a cenar. Quisiera contarte un par de cosas que creo que debes saber. Su voz sonaba muy animada, como si aquel ostentoso ramo de flores y la llamada hubieran borrado todo lo que había sucedido la víspera y yo debiera sentirme la chica más feliz del mundo por recibir una vez más la invitación del gran André para salir a cenar en un restaurante caro de París. A mí el plan me tentaba tanto como dejarme aporrear la cabeza con un bate de béisbol. Ni siquiera esas confidencias que me anunciaba lograban aumentar mi escaso interés. Pero no reaccioné con la energía suficiente. —Verás, esto… —dudé. —Nada. No admito excusas. Dentro de una hora. Y colgó. Con lo que me colocaba ante una difícil tesitura. Una hora después André estaría llamando al timbre. Tendría que decirle que se volviera por donde había venido, o podía marcharme yo antes de que llegara, para ahorrarme aquella embarazosa situación. Seguramente debería haber hecho eso, largarme, aunque hiciera una noche de perros. Pero por alguna razón no me atreví. Maldiciéndome a mí misma, me vestí y esperé a que viniera. Procuraba convencerme de que aquello era lo correcto. Si alguien quería explicarse, tampoco había que negarse a escucharle. Todo el mundo puede equivocarse, y todo el mundo tiene derecho a rectificar, me decía. Por otra parte, André seguía siendo el director de la película en la que yo trabajaba, y tampoco era cosa de tratarle a patadas ahora que venía arrepentido y deseando justificarse ante mí. Estuve dando vueltas a todas estas razones y a muchas más, pero ninguna terminó de convencerme. Por encima de todo tenía la sensación de que dejarme invitar a esa cena era un error y de que iba a lamentarlo. Lo que no sospechaba era hasta qué punto. André llegó a la hora prometida. Se había puesto muy elegante y me acompañó todo solícito hasta su impresionante Mercedes deportivo. Era un coche precioso, no voy a decir que no, pero cuando me abrió la puerta y la sostuvo para que yo entrase, lo hice silenciosa y sin ninguna gana. En el camino hacia el restaurante, André no dejó de hablar ni un solo momento. No recuerdo de qué. Del tráfico, del sitio donde íbamos a cenar, de todos los accesorios que tenía el coche. Qué sé yo. Ni siquiera le escuchaba. Me acordaba de un momento del libro, cuando el gran Meaulnes, que no ha podido encontrar a su amada Yvonne, sale por desesperación con una chica a la que no quiere, Valentine. Pero aquello era diferente. Yo iba sentada en aquel Mercedes contra mi voluntad, y lo único que deseaba era que el tiempo pasara rápido para volver a casa, donde podría volver a ver a Eric. Era aquel pelmazo insufrible el que lo estropeaba todo. En cada semáforo ante el que nos parábamos tenía que hacer esfuerzos sobrehumanos para no abrir la puerta y bajarme sin más del maldito Mercedes. La primera parte de la cena, que esta vez era en un restaurante menos lujoso que las otras, aunque más acogedor, siguió en la misma línea. Él hablando y hablando de asuntos sin importancia, y yo soportándolo a duras penas. Procuré entretenerme con la comida, tan rara y tan deliciosa como sólo puede serlo en París, pero tampoco tenía mucha hambre. En fin, que allí estaba, sufriendo mansamente, cuando André cambió de tono, dejó de parlotear sobre tonterías y mirándome a los ojos, me dijo: —Te debo una explicación, Silvia. Sostuve su mirada, pero no abrí la boca. —Es sobre lo que ha pasado estas últimas semanas —continuó—. Es difícil para mí hablarte de esto. Te habrás dado cuenta de que hemos tenido que cambiar mucho la película. Quiero que sepas que el primero que está dolido por eso soy yo. Siento que han arruinado mi proyecto. Lo que yo tenía en la cabeza era muy distinto. Era una historia para ti, Silvia. Tanto oírle decir mi nombre me mosqueaba. ¿Qué esperaba, que me emocionara con aquella confesión? Seguí sin inmutarme. —Pero la vida —añadió— y el cine, y toda la mierda que hay alrededor, si me permites la palabra, a veces te quitan todo de las manos. Tengo una montaña de compromisos, obligaciones, contratos con gente que no entiende nada más que de dinero y de plazos y de beneficios. Gente a la que no le importa el cine, sino ganar todo lo que pueda. Y eso me obliga a aceptar lo que por mi propio gusto no aceptaría. Así es el negocio, ma chérie. Si aquella cena hubiera sido dos o tres semanas antes, el truco podía haberle funcionado, y me habría dado muchísima pena. Pero André me había hecho daño, y eso no me había dejado más remedio que endurecerme frente a él. Sus lloriqueos resbalaban sobre mi corazón como la lluvia sobre un bloque de pedernal. Le observé, callada como una tumba. —Lo de Chantal, por ejemplo —dijo—. Si ahora pudiera volver atrás, lo último que haría sería contratarla. La despeñaría por un acantilado, la empujaría al paso de un autobús —se rió de su propio chiste, aunque yo no le vi la gracia—. Es una mujer abominable, una actriz rancia y empalagosa. Pero tiene amigos, influencias, demasiados ases en la manga. No me queda otra solución que concederle todos los disparates que me exige. —Pues sí que es un mal rollo —me limité a opinar. —¿Un mal qué? —Rollo. Que tienes mala suerte, vamos. A André se le iluminó la cara. —Sólo de momento —aseguró—. De eso quería hablarte. Esta película ya es historia. Vendrá bien, para darte a conocer, pero yo estoy pensando en las próximas. Ésas las prepararemos mejor, aprenderemos de todos los errores que hemos cometido aquí. No habrá una Chantal que nos lo estropee. A renglón seguido, André se lanzó a contarme un sinfín de maravillas sobre los nuevos papeles que tenía para mí, sobre todas las películas en las que iba a ser por supuesto la protagonista, etcétera. Quería que olvidase lo pasado como se olvida una pesadilla y que me quedara en París. Ésa era su propuesta. Esperaba que los pequeños roces que habíamos tenido no influyeran en mi decisión. Y hablando de roces, su mano tocó distraídamente la mía. Mientras la apartaba, le dije que tenía que pensarlo. Y aproveché el momento para bostezar y sugerir que ya era un poco tarde. André me llevó de vuelta a casa cargado de optimismo. Debía de suponer que todo estaba resuelto, que su magnífica puesta en escena había apabullado a la niña tonta y que a partir de ahí todo iría de perlas. Y cuando paró el coche delante del portal y quitó el contacto, se le fue la mano. Al principio no entendí. Le vi volverse, alargar el brazo, pero no pude reaccionar antes de que me cogiera por el cuello y susurrara: —Silvia… Entonces me revolví, furiosa, y le grité: —Déjame. Pero no me soltó. Me cogió más fuerte y dijo: —Tranquila, mujer. —Que me dejes —volví a gritar, ya histérica. En ese momento se abrió violentamente una puerta. Su puerta. Una mano se aferró a su solapa y tiró de André. Reconocí la voz cuando dijo: —Sal de ahí, imbécil.
