Te querré siempre
Cuando Silvia terminó de contarnos su historia, la cafetería estaba a punto de cerrar. La mujer que nos había atendido se acercó para avisarnos. —Dentro de cinco minutos bajo las persianas —dijo. Era sólo para que lo supiéramos. En otro sitio nos lo habrían dicho con cara de cuerno, por habernos pasado allí la tarde a cuenta de un par de tés con jazmín y un chocolate. Pero aquella mujer tenía buen corazón. —En fin —dijo Silvia—. Supongo que os parece un desastre. —No es como yo lo resumiría —dijo Irene, siempre enigmática. —Yo tengo una duda —dije yo. —¿Cuál? —Le dejaste tu teléfono, pero ¿tienes tú el suyo? —Tengo el móvil de Ariane y el número de su familia, en Toulouse. —¿Y si dentro de catorce meses se han cambiado de número? Podía parecer una estupidez, pero aquello se me había quedado dando vueltas en la cabeza. Él le había pedido a ella que le llamase. Y por lo que nos había contado, me temí que ésa era la única posibilidad de que algún día volvieran a verse. Me parecía imposible que la llamara él, después de las razones que le había dado. Pero a Silvia no parecía preocuparla. —Le encontraré —dijo—. Si es que tengo que encontrarle. —Suena como si lo dudaras. Silvia se encogió de hombros. —Quién sabe. Lo que he sacado en limpio de toda esta aventura es que, por muchas ilusiones que tú te hagas, las cosas salen como quieren salir. Contaré los días, y cuando cumpla los dieciocho, le llamaré. Una promesa es una promesa. Pero no me engaño. Para entonces puede que él ya me haya olvidado, o que haya conocido a otra que le guste más. Así es la vida. —También puede que tú le olvides, o que conozcas a otro —dijo Irene. —Conocer a otro, puede —admitió Silvia—. Pero a él no creo que yo pueda olvidarle nunca. Cuando piense en París, o si vuelvo alguna vez, no tendré más remedio que acordarme de mi querido y estrafalario Eric Martínez. A fin de cuentas, él fue lo mejor que me pasó, en medio de la catástrofe. —¿Y el cine? —le pregunté. —No sé —respondió—. Lo que parece bastante improbable es que André siga queriendo convertirme en la nueva estrella del cine europeo. Y aunque quisiera, tampoco iba a contar conmigo. En fin, puede que esta vez haya tenido mala suerte y que algún día me den una oportunidad mejor. Pero de momento no quiero saber nada del cine durante una temporada. Volveré al instituto y me pondré las pilas, porque este año sí que lo llevo crudo. Su comentario nos devolvió, o al menos me devolvió a mí, a la dura realidad de los exámenes, lo que, después de haber estado viajando con la imaginación por las calles de París, se hacía especialmente cuesta arriba. —No te apures —le quitó importancia Irene—. Tampoco hemos visto demasiadas cosas nuevas hasta ahora. —Ojo, que ya sabes que de ésta no puedes fiarte —le advertí yo. —¿Cuándo son los exámenes? —preguntó Silvia. —La semana que viene. —Genial. Pues ya los doy por cargados. Era verdad: estaba de vuelta y había venido para quedarse. Para seguir con la rutina de la que había escapado hacía dos meses, y en la que me parecía imposible volver a verla metida cuando miraba su ropa y su porte de mujer de mundo. Digo bien, mujer, porque su aventura cinematográfica podía haber sido un fracaso, pero para algo le había servido, eso no podía negarlo nadie. Silvia había madurado de pronto, y después de haber oído su historia, nosotras habíamos madurado también. Supongo que la única forma de seguir siendo inocente es arreglárselas para no ver lo injusto y lo canalla que puede llegar a ser el mundo. Silvia había perdido esa inocencia, y nosotras con ella. Ya nada volvería a ser igual. Ya nunca volveríamos a desear algo sin sospechar, al menos por un instante, que quizá no conviniera conseguirlo. «Ten cuidado con lo que sueñas, porque se puede convertir en realidad». Irene encontró esa frase, quién si no, y es una buena forma de describir nuestra actitud a partir de aquel día. Supongo que es una pena, que habría sido mejor detener el tiempo y seguir creyendo que los sueños pueden ser perfectos e indestructibles. Pero el tiempo jamás se detiene. Me entristecía, por supuesto, que a Silvia no le hubiera salido todo a pedir de boca, no sólo porque fuera mi amiga, sino porque había peleado y se había sacrificado y había merecido mejor suerte. Pero ya que las cosas habían rodado así, me alegraba que estuviéramos otra vez juntas. A las tres nos alegraba; también a Irene, aunque fuera menos efusiva, y a la propia Silvia, que mientras bajábamos por las rampas mecánicas, se volvió y dijo: —Aparte de todo el rollo, también me gustaría que supierais que os he echado mucho de menos. De verdad. —Y viceversa —dije yo. —Aunque no te perdonaremos nunca que dejaras de escribir —puntualizó Irene—. Llegamos a pensar que se te había subido a la cabeza, después de toda aquella gaita de la magia y de los Campos Elíseos. —Algo debió subírseme —reconoció Silvia—. Pero mira cómo he bajado. Irene se quedó pensativa. Sin apartar la vista del frente, dijo: —No te preocupes. Volverás a subir. Y la próxima vez será la buena. —¿Cómo lo sabes? —Lo sé —aseguró—. Yo puedo ver las cosas. —Vaya, ¿ahora eres bruja? —Siempre he sido bruja, idiota —se burló Irene. La vuelta de Silvia fue durante algunos días la gran noticia. Y pronto empezó a circular aderezada de comentarios. Aunque ni ella ni nosotras le dimos a nadie mayores detalles, en seguida trascendió que en lo que quedaba de curso no volvería a irse, según les había dicho a los profesores para tratar de organizar la recuperación de las clases que había perdido. De eso algunos dedujeron que las cosas no habían ido del todo bien, y la propia negativa de Silvia a dar muchas explicaciones se convirtió en un argumento para ellos. La estrella volvía a ir a clase, con su carpeta, y tomaba apuntes, y se la podía ver en el hipermercado o comprando el pan. O no había sido para tanto, se decían los maliciosos, o el tiro había salido por la culata. Con el paso de los días, aquella aura portentosa que había adquirido Silvia ante los ojos de los demás, cuando se había sabido que iba a protagonizar una película, se fue difuminando. Además, ni siquiera volvía a salir en periódicos o en revistas, ni venían ya los de la tele a entrevistarla, como había sucedido tres meses atrás. Los profesores ya no la trataban con tanta deferencia como antes de que se fuera. La sacaban a hacer ejercicios a la pizarra, como a cualquier otro, y le ponían mala nota cuando no atinaba a resolverlos. Incluso Gonzalo, que así pulverizó para siempre las escasas posibilidades que alguna vez hubiera podido tener con Silvia, se comportaba ahora con una especie de suficiencia. Como si pensara que tras rozar el cielo y volver a caer a tierra, ella volvía a estar a tiro, o lo estaba más que nunca. En cuanto a los demás, los vecinos, los compañeros del instituto, todos los que tres meses antes revoloteaban a su alrededor, ahora casi parecían rehuirla. —Témpora si fuerint nubila, solus eris —recordaba su latinajo Irene, y añadía con cara de asco—: Menuda pandilla. Silvia lo encajaba todo y procuraba acostumbrarse con la máxima resignación posible a su nueva condición de estrella caída. Además, no era verdad que estuviera sola. Nos tenía a nosotras, por supuesto, pero también a alguien para quien, sucediera lo que sucediera, siempre seguiría siendo una estrella. Alguien que celebró como nadie su regreso: el hámster. Una tarde, cuando volvíamos del instituto, nos encontramos con él, que venía del colegio. Iba con su facha habitual, con un zapato desabrochado, el anorak abierto y la mochila arrastrando por la acera. Me agaché a recomponerlo un poco, más que nada por evitarle a mi madre el disgusto de verlo llegar así. Mientras yo le metía los faldones de la camisa y le abrochaba, él no paraba de mirar a Silvia, tan embobado como Arnold Schwarzenegger en ésa película en la que hace de hermano gemelo de Danny de Vito. —Un día vas a coger frío, Adolfo —le dijo Silvia. —No puedo coger frío, si me miran tus ojos —saltó el hámster. —Está bien, Adolfo —atajé aquel alarde poético—. Anda, tira para casa y tómate un Colacao, a ver si te despejas. Estaba tan atontado que me obedeció sin rechistar. Echó a andar por delante de nosotras, volviendo una y otra vez la cabeza, eso sí. —Venga, Adoooolfo —le regañé—. Qué cruz de crío. De pronto, el hámster se paró, con lo que en pocos segundos volvimos a alcanzarle. Esta vez ya no le dije nada; me limité a empujarle y señalarle el camino del portal. Pero el hámster se resistió. Volviéndose a Silvia, dijo: —¿Puedo hacerte una pregunta? —Eso ya es una pregunta, ¿no? —Bueno, otra. Sin que me oiga ésta —y me señaló. —Está bien —dijo Silvia, tras cruzar una mirada conmigo—. Pero después te vas a casa, que tu madre te está esperando. Se apartó con ella y le murmuró algo al oído. Silvia se echó a reír y dijo: —No de momento, que yo sepa. Luego el hámster pasó junto a nosotras como una exhalación, camino de casa. Se reía como un conejo, pero iba rojo como un tomate. —No quiero ni saber lo que te ha preguntado —le dije a Silvia. —Tu hermano es un cielo. Lástima que tardara tanto en nacer —dijo ella. —Bueno, desembucha, que yo sí quiero saberlo —protestó Irene. —Me ha preguntado —explicó Silvia— si no va a salir en ninguna revista un póster mío en bañador. —Mira tú, el enano —dijo Irene. Yo preferí no decir nada. Bastante problema es tener un hermano mitómano como para andar hablando de ello. No quería ni pensar cómo reaccionaría cuando Silvia se echara un novio. A mi hermano, aunque sea una bestialidad decirlo, no le pareció del todo mal que John-John Kennedy se estrellara con su avioneta. ¿Por qué? Por haber salido con Daryl Hannah. Pero lo quisiera o no, también al hámster se le vendrían algún día abajo sus sueños infantiles, y tendría que arreglárselas para vivir entre sus escombros, como le sucede a todo el mundo. Mucho me temo que la ilusión, la fe, o como se la quiera llamar, es el arte de seguir adelante mientras el tiempo nos va llenando las manos de hermosas esperanzas rotas. Pase lo que pase, el truco está en seguir creyendo siempre. Porque hay esperanzas que se cumplen, aunque nada salga nunca como lo habíamos soñado. Supongo que éste es el mejor resumen que puedo hacer de mi lectura de aquel libro del que Silvia nos había hablado, El gran Meaulnes. Irene y yo lo sacamos por tumo de la biblioteca del centro cívico. Primero ella, naturalmente, que bastante le hería el orgullo que Silvia le descubriera un libro del que ni había oído hablar, y luego yo, que ya sé que hay miles de libros importantes que no he leído, pero no me angustio por eso. Al principio me costó meterme: me parecía una historia bastante aburrida de niños semisalvajes en una vieja escuela rural. Pero como nos había dicho Silvia, de pronto el relato se llenaba de misterio, y a partir de ahí no podías dejarlo hasta descubrir el secreto que se desvelaba en las últimas páginas. Para entonces les habías cogido tal afecto a los personajes que te alegrabas y sufrías con ellos. Un detalle en el que me fijé sobre todo, sería por el momento en que lo leí, fue que al comienzo del libro los dos personajes principales, Meaulnes y Seurel, son apenas unos niños. Y al final, después de todas las aventuras y desengaños que les toca vivir, se han convertido en dos hombres. Es curioso que una casi no se da cuenta de cómo sucede esa transformación, pero sucede, y ninguno de los dos puede pararla. Exactamente igual nos había pasado a nosotras. Y así es como le pasa a todo el mundo, me imagino. Sabíamos tan poco del hombre que había escrito el libro, que estuvimos navegando por Internet para tratar de averiguar algo más. Encontramos muchos datos, por ejemplo que era teniente cuando lo mataron, en la guerra, y que Alain-Fournier era una especie de seudónimo literario. Su verdadero nombre era Henri-Alban Fournier. Pero lo más interesante era la historia de amor platónico que había tenido con aquella Yvonne de Quiévrecourt que le había inspirado el personaje de Yvonne de Galais en la novela. Según pudimos saber, a la verdadera Yvonne la descubrió el escritor paseando frente al Grand-Palais de París, cuando sólo tenía dieciocho años. Quedó fascinado al instante y la siguió sin que ella le viera. Diez días después, volvió a encontrarla y volvió a seguirla. Pero esta vez se decidió a abordarla, y mantuvo con ella una larga y extraña conversación. De qué hablaron, no lo decía en ninguna parte. Desde ese momento Alain-Fournier cayó rendidamente enamorado de Yvonne y trató por todos los medios de reencontrarse con ella. Pero no volvió a verla hasta mucho después, cuando ella ya estaba casada y tenía dos hijos. Aquel amor imposible, que siempre recordaría como el sueño perdido de su juventud, le había inspirado todo lo que había escrito, empezando por El gran Meaulnes. Tampoco pudimos saber de qué hablaron Alain-Fournier e Yvonne cuando volvieron a verse, ella ya casada y él desesperado de poderla conseguir. Lo cierto es que al año siguiente estallaba la Primera Guerra Mundial y a Alain-Fournier lo llamaban a filas. Y un mes después de incorporarse estaba muerto. Aunque no leí en ningún sitio nada que me permita asegurarlo, tengo la impresión de que no le importó demasiado que lo mataran. Quién sabe si no la buscó, la muerte, por haberse enamorado de un ideal que sabía que nunca estaría a su alcance. Hay un pasaje del libro en el que Yvonne de Galais habla de la felicidad. Me lo copié, porque me parece que Alain-Fournier puso allí la clave de la amargura que había consumido su vida, como una advertencia para que nadie cometiera el mismo error que él. También me parece que tiene algo que ver con la historia que yo estoy contando. Dice Yvonne de Galais: Además enseñaría a los muchachos a ser juiciosos de una manera que yo sé. No despertaría en ellos ganas de correr el mundo, como hará usted sin duda, señor Seurel, cuando sea usted maestro. Yo les enseñaría a encontrar la felicidad que está cerca de ellos y que no lo parece. Cuando lo leí, confieso que creí que Yvonne era una cobarde, y que el gran Meaulnes y su amigo Seurel, con su lealtad a sus sueños insensatos, eran mucho mejores que ella. Pero después de conocer la historia del pobre Henri-Alban Fournier, que era quien le había puesto esas palabras en los labios a Yvonne de Galais, y quien había vivido y muerto enamorado de la otra Yvonne, me entraron algunas dudas. Ahora pienso que ni Meaulnes ni Yvonne tienen toda la razón, y que los dos tienen una parte. Quizá por eso, un día de aquel diciembre, cuando me encontré con mi vecino Roberto en el portal, me dirigí a él y le pregunté a bocajarro: —Oye, Roberto, ¿tú no me querías invitar al cine? Roberto se quedó parado en seco, como si acabara de recibir un balazo. Era buena señal, yo me temía que me saliera con el rollo raro que me había colocado la última vez que habíamos trabado conversación. —Te, te invité al cine —dijo, aturdido—. Pero si no recuerdo mal, tú… —No hablemos del pasado —le corté—. ¿Qué película se te ocurre? —No sé, así de sopetón… —La vida viene como viene. Te doy hasta el sábado para elegirla. Segunda sesión. Cada uno paga su entrada, pero luego puedes invitarme a algo. Le miré, desafiante. Estaba tan gracioso, con los ojos desorbitados. —Vale, sí —dijo, con un hilo de voz. A veces me da por pensar que aquel día terminó definitivamente mi adolescencia. El sábado siguiente Roberto y yo fuimos al cine a ver Toy Story 2, y aunque en un principio su elección me pareció una mala señal, porque sus gustos coincidían con los del hámster, después de verla tuve que reconocer que me había dejado cegar por mis prejuicios. Luego fuimos a tomar algo, y luego… Pero ésa es otra historia, y no pinta nada aquí. Hay una imagen en mi memoria que también tiene que ver con esto del fin de la adolescencia y que tal vez resulta mucho más apropiada para cerrar mi libro. La veo como si fuera una película. La escena sucede en la casa de Irene, una tarde de aquel diciembre. Afuera ya está oscuro. Los padres de Irene están de viaje y hemos decidido refugiamos allí después de comprobar que en el parque de Castilla-La Mancha hace demasiado frío. Irene está sentada en el suelo, Silvia sobre la cama de Irene y yo recostada contra la puerta. En el suelo está, vacía, la botella de sidra que nos hemos bebido para recordar el juramento de amistad que hicimos un par de meses atrás. Las tres estamos calladas, mientras suena un disco de The Cure. Recuerdo perfectamente la canción, Lovesong. Empieza la letra: Whenever I am alone with you You make mefeel like I am home again… «Cada vez que estoy a solas contigo, me haces sentir de nuevo en casa». Lo repiten varias veces, haciendo versiones del final: «Cada vez que estoy a solas contigo, me haces sentir que soy de nuevo joven… Cada vez que estoy a solas contigo, me haces sentir que soy de nuevo libre…». El ritmo es un poco obsesivo, como en todas las canciones de The Cure, pero ésta es quizá la más melodiosa y la más romántica de todas. Dice el estribillo: However far away
I will always love you. Irene, que es la que tiene mejor nivel de inglés, asegura que la traducción más correcta sería: «Aunque esté lejos, te querré siempre». Las tres lo escuchamos, pero cada una lo siente a su manera. No me atrevería a decir en qué piensa Irene. A veces tengo la sensación de que sólo conozco lo que hay en la superficie de su pensamiento y que el fondo ni siquiera ella misma lo conoce bien. Con Silvia me atrevo algo más. Sé que hay alguien en quien piensa, alguien que podría ser ese tú del que la canción habla todo el rato. Puedo ver en su gesto que se está acordando de él. Y desea temerosa que pase el tiempo, y que cuando le llame, él esté todavía ahí. En cuanto a mí, siento muchas cosas a la vez. Siento que la canción habla de esta pequeña ciudad donde las tres vivimos y a la que Silvia ha vuelto, después de su aventura parisina. Siento que habla de nuestras ilusiones juveniles, las que a partir de ahora ya no podremos tener como antes, y echaremos de menos. Y siento que habla de nosotras, que siempre, pase lo que pase, guardaremos el recuerdo de lo que hemos vivido juntas y el tesoro de nuestra amistad, como un refugio contra las tormentas. Porque va a llovemos encima, ya lo sé. No tengo más que mirar los ojos de Silvia, que antes eran verdosos y ahora tiran a grises. De tanto mirarla, han cogido para siempre su color. El color de la lluvia de París.Fin
