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Un tajo en la muñeca

París, 25 de octubre Queridas ambas:

La vida sigue por aquí bastante ajetreada. Me llegó vuestra primera carta y me hizo mucha ilusión poder leer noticias de allí. Ahora que ya llevo aquí más de dos semanas empiezo a darme cuenta de lo que significa estar lejos. A veces me sorprendo pensando extasiada en cosas de Getafe y de España que nunca pensé que me importaran tanto. Por ejemplo, el otro día me entraron unas ganas bárbaras de tomarme una ración de oreja a la plancha. La oreja nunca me ha entusiasmado, pero de pronto, al percatarme de que aquí no hay manera de tomarla, se me antojó como un manjar de dioses. Esto es lo de menos, naturalmente. Sobre todo os añoro a vosotras, a mi familia y también el idioma, aunque para eso al menos tengo a Ariane. Esto de sentirte fuera de tu lugar es terrible. Hasta recuerdo con cariño los estúpidos concursos que ponen allí en la tele. Algunas noches convenzo a Ariane para que me deje sintonizar el canal internacional de la televisión española. Tiene una programación espeluznante, sobre todo esos concursos, pero me deja verlos sin protestar ni ejercitar su ironía siempre afilada con ellos. Nota que me sirven para compensar la nostalgia, y hasta se esfuerza por aparentar que le interesan para practicar su castellano. Me deja patidifusa lo que me contáis del zopenco de Gonzalo. Me había quedado en la memoria una imagen más o menos entrañable de él, pero definitivamente es un caso perdido. Lo único que lamento es que al final conseguirá engatusar a alguna despistada y que la pobre tendrá que soportarlo. ¿Os lo imagináis con cincuenta años, peinándose cuidadosamente los tres pelos teñidos para taparse la calva, metiendo tripa y creyéndose todavía el rey del mambo? Oh, Dios, es demasiado deprimente. Quedan tres días para empezar el rodaje y la actividad es bastante febril. Los ensayos que hacemos ahora son sesiones de un montón de horas, y todos acabamos tan cansados que hasta André, que siempre lo lleva todo controlado y parece tener una reserva inagotable de paciencia, termina por estallar. Por fortuna, nunca conmigo. A los cuatro actores principales (lo que incluye también a Ariane, Michel y Chantal) nos trata con una delicadeza a prueba de bombas. Hoy, por ejemplo, la que le ha sacado de quicio es Sara, la otra española. La verdad es que se la veía todo el rato distraída y que se ha equivocado varias veces. En una de ésas, André, sin poder aguantarse más, le ha pedido a voces que se fuera a pasear bajo la lluvia durante media hora y que le hiciera el favor de regresar con la cabeza limpia. Y si no, que también regresara, pero a Madrid. Luego se ha vuelto hacia mí con una sonrisa forzada, no sé si para evitar que creyera que se metía con Sara por ser madrileña, como yo. En ese momento no he sabido qué hacer ni decir, y mucho menos cuando he visto los ojos de Sara clavados en mí como si quisieran atravesarme. Una vez que ella se ha ido, me he acordado de todas las escenas en las que tiene que hacer que es mi amante madre, y he pensado para mis adentros que esto del cine es un montaje bien complicado. Lo mismo me pasa con Chantal, que normalmente me mira como si yo oliera a podrido, pero que cuando le toca ensayar una secuencia en la que tiene que decirme que le gustaría que yo me casara con su hijo, es capaz de mirarme como si tuviera delante a alguien por quien sintiera veneración. De lo que no cabe duda es de que todos, incluido el presuntuoso de Michel, son unos actores formidables, capaces de fingir cualquier cosa que se les pida. A su lado yo me siento una pardilla integral. Lo único que hago es actuar como yo actuaría en las situaciones que se plantean en el guión. Pero bueno, eso es lo que me dice André que debo hacer, y parece que está contento con mi trabajo. Apenas me corrige, no como a Ariane. A ella, aunque la respeta y casi la teme, siempre le pide que mejore tal o cual detalle. Y la pica: —Tienes que exigirte más. Tú lo sabes hacer mejor todavía. Ariane no le dice ni que sí ni que no a nada, pero vuelve a intentarlo y es verdad, cada vez lo hace un poco mejor. Es como si entre ellos hubiera una comunicación sin palabras que los demás no podemos captar. No sé si os estaré aburriendo con todos estos asuntos, pero lo cierto es que el trabajo me tiene un poco agobiada últimamente. Para colmo de dificultad, desde hace un par de días estoy ensayando mi papel en francés y eso me exige doble esfuerzo. Por la mañana, el ensayo con los demás, y por la tarde, repaso de todas las frases con Odile, la profesora. Algunas me obliga a repetirlas cincuenta veces, porque hago sonar al final de una palabra una consonante que no suena o porque la entonación no es la que debería ser. Yo le pongo mi mejor voluntad, pero a veces me bloqueo y no hay manera. Entonces Odile empieza a rascarse la nariz alrededor del piercing, lo que intuyo que significa que está nerviosa y que le gustaría pegarme un grito. Pero no puede hacerlo, porque yo soy la protagonista de la película y si no me sale la frase no va a ser culpa mía sino suya. Entonces me esfuerzo en escucharla con toda mi atención y en conseguir la pronunciación más perfecta. Si Odile pudiera gritarme o echarme la culpa, supongo que alguna de estas tardes habría mandado el francés y las frases y la pronunciación a la mierda. Pero sé que con el dinero que le dan por enseñarme paga la buhardilla donde vive y que hay meses que se las ve negras para llegar a cubrir sus gastos. Si al final consigo aprender a decir las dichosas frases como Dios manda, se lo tendré que agradecer para siempre a Odile y a sus apuros económicos. De quien me estoy haciendo cada vez más amiga es de mi compañera de apartamento. Pese a su lengua venenosa, su mente insondable y su escepticismo corrosivo frente a todo lo que la rodea, es una tía estupenda y una colega de primera. En la intendencia doméstica nos entendemos maravillosamente. Tenemos el apartamento como un san Luis y sin necesidad de que ninguna se agobie lo más mínimo. Ninguna se escaquea nunca de nada, tampoco. En cuanto a Ariane, además de limpia, es tan ordenada que casi llega a resultar un poco maniática. También es una virtuosa cocinando. Si algún día terminamos a tiempo, sale a comprar algo en las tiendas que todavía están abiertas y prepara recetas de su abuela, de su madre, o simplemente otras que busca en libros o revistas y que ella ha variado a su gusto. Algunas me las enseña, y mientras te está dando las explicaciones parece otra persona, por el mimo que pone en sus manejos culinarios. Quizá, se me ha ocurrido pensar, está entonces más cerca de su verdadera personalidad que cuando se esfuerza por parecer una cínica implacable. A pesar de todo, sigue dando muestras de su carácter. Desde hace una semana salgo todas las mañanas a correr con ella. Lo hace pase lo que pase, lo mismo si el día está soportable como si llueve a cántaros. Cuando le pregunté de dónde sacaba esa fuerza de voluntad, me respondió: —Tengo una ligera tendencia a echar culo, como todas las mujeres de mi familia. Así que cuido la dieta y me lo castigo corriendo. No es porque me guste correr, que más bien lo odio. Pero en este negocio en el que estamos una culona dura menos que un helado en una barbacoa. Fue entonces cuando le propuse salir a correr con ella. —¿Por qué? ¿Tú también tienes tendencia? —me preguntó. —No —le contesté. —¿Eres masoquista, entonces? —Tampoco. Pero creo que nunca está de más hacer ejercicio. —Qué ideas más curiosas tienes —opinó, como si yo estuviera loca. Aunque pueda parecer lo contrario, a Ariane no le importaba que saliera a correr con ella. Incluso me dijo que si me empeñaba en ir a ella le venía bien, porque así al menos tenía alguien con quien hablar y se le hacía menos largo. Lo que no me dijo fue el recorrido que se había impuesto, una barbaridad que por poco me revienta la primera mañana. Desde donde vivimos bajamos hasta las Tullerías, que son unos jardines que se extienden desde la plaza de la Concordia, donde está el obelisco, hasta el Louvre. Recorrimos las Tullerías hasta el final, rodeamos el museo y volvimos. En total, unos cinco kilómetros. Yo llegué con el hígado fuera y ella tan fresca, charlando por los codos. Ahora empiezan a quitárseme las agujetas y ya voy siendo capaz de hacer el circuito sin terminar al borde del colapso. Pero sólo a condición de ir muy concentrada en la respiración y no responder a nada de lo que ella me dice. Tampoco parece Ariane contar con que lo haga. Al margen de la fatiga, es una bonita carrera, y un privilegio poder hacerla todas las mañanas. Sobre todo cuando no llueve. Los jardines son espléndidos y a esa hora hay muy poca gente. La mitad del tiempo vas corriendo hacia el Louvre. Los edificios que lo componen los han restaurado hace poco y resultan impresionantes bajo el cielo gris de París. En la explanada que tiene en el centro hay una gran pirámide de cristal que se llena de destellos con la primera luz de la mañana. A la vuelta corremos hacia el obelisco, con la torre Eiffel al fondo a la izquierda, recortando su puntiaguda silueta sobre el horizonte. Es un espectáculo majestuoso. Me parece que las ciudades no tienen mejor momento que ése, poco después del amanecer, cuando empiezan a desperezarse, pero todavía no les ha dado tiempo a ponerse el rostro atareado que enseñan durante la jornada. Por lo menos, la imagen que ahora prefiero de París es la que encuentro cada mañana durante mi carrera con Ariane. Incluso ella, siempre reacia a dejarse admirar por nada, va mirando a izquierda y derecha con una delectación que no puede disimular. El otro día se vio obligada a reconocerlo. A la vuelta nos desviamos hacia la izquierda y salimos de los jardines para correr por la ribera del río. Ariane no apartaba la vista de la corriente. —Este maldito río tiene algo que no tiene el de mi ciudad —dijo—. Será por el cauce que le han hecho para domesticarlo. O por los puentes. Es verdad que los puentes sobre el Sena llaman la atención. Sobre todo a mí me gustan tres: uno que llaman Pont de l’Alma (acentuando la segunda a, Almá), otro que llaman Pont Neuf (o puente nuevo, aunque tiene una pila de siglos), y el que más, el Pont des Arts, que es de madera y sólo pueden cruzarlo los peatones. El fin de semana pasado pude verlos todos por primera vez con cierto detenimiento. El sábado hizo más o menos buen tiempo y Ariane propuso que fuéramos a dar una vuelta juntas. Nos pegamos una buena caminata, hasta las dos islas que hay en medio del río, la de San Luis y la de la Cité. Fuimos a ver la catedral de Notre-Dame, que yo quería visitar, y a sugerencia de Ariane otra iglesia de la que no había oído hablar nunca, la Sainte Chapelle. Notre-Dame no está mal, aunque ya la has visto en fotografías y películas y apenas te sorprende. Pero la otra, la Sainte Chapelle, aunque es mucho más pequeña, casi te quita el aliento. Tiene unas vidrieras de colores en las paredes que le dan al interior una atmósfera encantada. La gente se ve obligada a hablar bajando la voz, lo que no pasa en la catedral. Ariane, al ver el impacto que me causaba, me susurró al oído: —Esto es lo más antiguo y lo mejor de París. Casi todo lo de alrededor es pura ostentación. Por culpa del pirado de Napoleón y de sus delirios de grandeza, que este país nunca se ha quitado del todo de encima. —Este país es tu país —le recordé. —No —respondió—. Yo no tengo más país que el que siento aquí dentro —se puso la mano sobre el pecho—. Y mi país no tiene bandera, ni himno, ni héroes, ni fronteras. Tiene el color de esos cristales y la luz del sol, y llega hasta cualquier sitio al que voy y acoge a cualquier persona que me gusta. Sin ir más lejos, tú estás empezando a formar parte de él. Lo dijo así, sin más, y sin que le cambiara la expresión del rostro. Supongo que ése es el tipo de cosas que yo me pensaría mucho antes de decir, si es que alguna vez se me ocurren. Pero Ariane no. Es como si se tuviera prohibido aceptar los remilgos y las inhibiciones que tenemos las demás personas. Parece que su principal empeño en la vida es ser singular, no dejarse meter en el saco junto a otros y seguir siempre su propio camino, aunque sea sola, aunque nadie le tenga simpatía jamás. Tampoco parece buscarla, ni buscaba la mía, seguramente, cuando me dijo aquello.
Pienso en lo que acabo de escribiros y en algo que hablamos ella y yo, la misma tarde del sábado, y me entra la duda de si esa sensación que da, de estar preparada para vivir sin ayuda de nadie, es tan verdadera como intenta hacer ver con su comportamiento. Al menos, nuestra conversación de esa tarde me obliga a sospechar que no siempre ha sido así. En el camino de regreso desde la Sainte Chapelle, nos detuvimos precisamente en el Pont des Arts. La temperatura era agradable, no demasiado fría, y en el puente había bastante animación: músicos, vendedores de baratijas, algún mimo y grupos de gente sentada apaciblemente sobre el suelo de tablas. Tan cansadas estábamos, después de la paliza de andar que nos habíamos dado, que cuando Ariane propuso que nos sentáramos allí mismo, acepté al instante. Buscamos un lugar retirado, junto a una de las barandillas laterales del puente. Durante un rato, las dos estuvimos calladas, viendo pasar el agua bajo nosotras. Caía la tarde y resultaba relajante quedarse absorta en la corriente que no paraba de fluir. Estar sentada allí, en el suelo, sobre aquella madera antigua y cálida, era como una especie de compensación por la actividad frenética de la semana, los ensayos interminables, mis sudores con el francés, los nervios de todos. Cerca de donde estábamos nosotras alguien tocaba una suave melodía al violín. —Si volviera a nacer, me gustaría saber tocar ese trasto —dijo Ariane. —Todavía puedes aprender —sugerí. —No, ya no. Tienes que estudiarlo desde muy pequeña, para que tus dedos y tu cerebro crezcan acostumbrándose al instrumento. Si no, sólo puedes hacer como que lo tocas. Pero los verdaderos violinistas se ríen de ti. Hay cosas en la vida que no tienen vuelta de hoja. Tienen que ver con lo que eres y con lo que ya no vas a poder ser. Y hay que resignarse. —Me extraña que digas eso —observé—. No me pareces muy resignada. —¿Ah, no? Pues sí que lo soy. Me resigno a trabajar en el cine, por ejemplo, y a vivir aquí, aunque preferiría estar en otra parte. —Cualquiera que te oyera pensaría que no hablas en serio. Trabajar en el cine es la ilusión de mucha gente. Y en mi barrio estaban todos alucinados por la suerte que tenía yo al venirme a vivir a París. —Qué se le va a hacer —suspiró Ariane—. La vida está así de mal repartida. A mí el cine no me hace ninguna ilusión. Y París, menos aún. Sentí que era el instante justo de hacerle la pregunta que días atrás, ante un comentario semejante, me había guardado por prudencia. Tenía curiosidad y no sabía cuánto tardaría en presentarse una oportunidad tan a propósito como la que ahora se me brindaba. Así que me lancé: —¿Y por qué haces cine, entonces? Ariane no contestó en seguida. Clavó en mí una de sus miradas intensas y profundas, como si buscara averiguar si le preguntaba aquello por puro chismorreo o por verdadero interés. Debió de parecerle lo segundo: —Hago cine porque es lo que puedo hacer. Dicen que soy guapa y que la cámara me quiere. Yo no he pedido nacer así, pero así soy. Y ya que la cámara me quiere, como ellos dicen, pues me dejo querer. Es lo más fácil. Antes me empeñaba en hacer las cosas difíciles y no me servía para mucho. Siendo actriz, al menos no tengo que pensar en qué ocupar el tiempo. Ni siquiera en lo que tengo que hacer o decir. Me lo dan escrito en un papel, y yo me ajusto a lo que allí pone y a cambio me dan más dinero del que le dan a la mayoría de las personas que conozco. Para qué complicarse. Sus palabras me hicieron reflexionar. Y dudé durante unos segundos, pero finalmente me atreví a decirle lo que me cruzaba por la cabeza: —Es un poco triste pensar así con dieciocho años. Ariane dibujó con los labios una sonrisa amarga. —Puede ser. Tampoco eliges tú que lo que piensas sea triste o alegre. Te toca y hay que arreglarse con ello. —Pero siempre hay que aspirar a más —protesté. —A qué. —Qué sé yo, a ser más feliz. —Claro. Tú aspiras a ser más feliz con el cine, tal vez. Pues si es así —advirtió—, te recomiendo que te andes con mucho cuidado. Este mundo tan deslumbrante está lleno de trampas. Y en cuanto a mí, ¿quién te dice que no soy feliz? Soy muy feliz, porque estoy viva, porque hoy hace buen tiempo y porque la tarde se ha puesto preciosa y estoy aquí sentada mirándola contigo, que me caes bien. No por el cine. Qué es el cine. No esperaba que yo respondiera a aquella última pregunta. Bien poco podía enseñarle yo a ella al respecto, por otra parte. Mientras Ariane hablaba, gesticulando mucho con las manos, me había fijado en algo que tenía en una muñeca. Se había echado hacia atrás la manga, dejando al descubierto lo que me pareció una especie de cicatriz, bastante aparatosa. No pude evitar que los ojos se me fueran una y otra vez a ella, y Ariane terminó dándose cuenta de la atención que yo le dedicaba a su antebrazo. —¿Qué miras? ¿Esto? —preguntó, divertida, alzando la muñeca a la altura de mis ojos. Acto seguido me mostró la otra muñeca y mientras sostenía ambas en alto, casi juntas, añadió—: Tengo dos. Tenía, en efecto, dos cicatrices, una en cada muñeca. —¿Qué te pasó? —dije. —No me pasó nada —respondió, sin perder la sonrisa—. Me las hice yo misma, con una cuchilla, cuando tenía trece años. A esa edad ya había rodado cinco películas y todos me envidiaban, pero mi vida me parecía insoportable. Salvé el pellejo, de milagro, y desde entonces soy una vieja. No supe qué podía replicar a eso. ¿Qué habríais replicado vosotras? Debió de descomponérseme bastante el gesto, y Ariane lo vio: —Eh, no pongas esa cara fúnebre. No se lo recomiendo a nadie, porque el susto que te llevas es morrocotudo, pero hacerse vieja de golpe tiene sus ventajas. Desde entonces, desde que vi cómo la sangre se me escapaba, sé lo que vale estar viva. Y con eso me basta. Cada mañana que me despierto y cada noche que me acuesto doy las gracias, porque he estado muerta y ahora no lo estoy. Cuando me siento mal, me miro el tajo de la muñeca y recuerdo lo que es estar mal de verdad. Y me animo en seguida. Pude quedarme allí, pero salí y aquí estoy. Ahora creo que llevar un tajo en la muñeca es como llevar un amuleto. O sea, que yo llevo dos. Ellos me ayudan a soportar el suplicio del cine. A ser feliz siempre, como te decía. —Mira que eres rara —murmuré, sin poder contenerme. —Tampoco te preocupes tanto, mujer. Aquello pasó. Te aseguro que no me encontrarás en la bañera con el agua teñida de rojo. —Cómo puedes decir eso —me quejé, sobrecogida. —Todo puede decirse. Pero no todo se puede hacer. Yo ya no podría. Y menos para darte un soponcio a ti, que eres una buena compañera. Y se rió. En fin, ésta es la chica con la que vivo, y os lo cuento con todos estos detalles para que me comprendáis cuando os digo que es extraña, pero que a pesar de todo me cae bien y creo que puede llegar a ser una buena amiga. No entiendo su filosofía de la vida y creo que no quiero entenderla, ni mucho menos compartirla, pero no es lo peor que podría haberme tocado. Podría haber sido alguien como Chantal, que no me dirigiera la palabra. Imaginaos qué infierno vivir con alguien así. El caso es que estoy hecha polvo, pero sigo ilusionada, y juraría que Ariane también lo está, por mucho que despotrique. Creo que vamos a hacer una buena película. No os entretengo más. Espero que sigáis bien. Un beso para las dos de vuestra amiga que os quiere siempre.

La lluvia de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora