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Triunfos de Chantal

Eric, el hermano de Ariane, se instaló en nuestro apartamento hacia mediados de noviembre. Durante la primera semana, apenas le vi. Salía muy temprano por la mañana y no volvía hasta muy tarde por la noche. Al parecer estaba haciendo un doctorado en Letras y había venido a París para consultar no sé qué documentación que se guardaba en varios archivos de la ciudad y en la Biblioteca Nacional de Francia. La biblioteca es un complejo espantoso que han levantado al lado del río, en una antigua zona industrial. Dicen que los edificios tienen forma de libros abiertos, pero a mí me pareció todo de lo más desangelado. Por el espacio que hay entre medias corre un aire criminal, o por lo menos corría la tarde que fui a verla con Ariane. Quise ir sobre todo por probar la línea de metro especial que lleva hasta allí, que tiene unos trenes ultrarrápidos y ultramodernos, sin conductor y sin separación entre los vagones. Es una pasada ver el hueco del tren a todo lo largo, aunque dicen que ha costado un montón de millones. Bien, pues por lo que pude deducir, la mayor parte de las mañanas Eric se levantaba, desayunaba, viajaba en el tren ultrarrápido hasta la Biblioteca Nacional de Francia y allí se pasaba el día entero. El resto de los días hacía lo mismo, pero en alguno de esos archivos donde estaban los demás documentos que tenía que estudiar. Como mucho, en esa primera semana coincidí dos o tres veces con él. Siempre se mostraba simpático, quizá para agradecerme que hubiera convencido a su hermana de que le dejara quedarse, pero a la vez guardaba la distancia, con una timidez que me desconcertaba un poco. No parecía el prototipo de tío cortado: más bien daba la impresión de que prefería pasar desapercibido. Todo lo que yo sabía sobre lo que había ido a hacer allí, por ejemplo, lo había averiguado a través de su hermana. Si le preguntaba a él, y lo hice alguna de esas dos o tres veces que pudimos charlar en los primeros días, se zafaba siempre igual: —Ah, no tiene importancia. Rollos de profesores. Según me contó Ariane, su hermano había trabajado como profesor eventual en un instituto durante medio año, y estaba preparando el doctorado porque eso le ayudaría a tener mejores oportunidades. Para ir a otro instituto, para encontrar un puesto fijo, o vete a saber para qué. Cuando entablabas conversación con él, lo que Eric siempre intentaba, y solía conseguir, era que fueras tú quien le contara cosas a él. A mí me hacía hablarle sobre Getafe, sobre Madrid y sobre España en general. También se mostraba muy interesado por la película y quería que le contáramos detalles del rodaje. A este respecto, Ariane se limitaba a decir: —Es una peli, Eric. Un mundo maravilloso, lleno de emoción y de encanto y de todas esas cosas. La caca que nos salga podrás verla en marzo. A mí eso me hacía sentirme violenta y empezaba a hablarle a Eric de la película sin ton ni son. Ariane me observaba con un gesto impenetrable y él me escuchaba con una tenue sonrisa. Me sentía más bien idiota, hablando y hablando mientras los dos hermanos guardaban aquel silencio, sobre todo cuando me daba cuenta de que estaba explayándome acerca de asuntos sobre los que sabía mucho menos que ella, mientras que él lo único que quería era no tener que asumir el peso de la conversación. A ratos me molestaba esa reserva y a ratos me provocaba una insoportable curiosidad. Tenía constantemente la sensación de que no sabía lo que estaba pensando aquel tío, y de que, contra lo que sucede con lo que piensan la mayoría de los tíos, aquello merecía la pena saberlo. Pero todos mis esfuerzos por traspasar su lejana amabilidad resultaron inútiles. Entre eso y el poco contacto, Eric fue convirtiéndose en una presencia misteriosa que me inquietaba. Si me despertaba de madrugada, sabía que estaba ahí, tumbado en el sofá-cama del salón, y alguna vez me sentía tentada de levantarme a verle dormir. Pero siempre renunciaba a hacerlo, y hasta que volvía a dormirme no dejaba de pensar en él, o lo que era peor, en las pocas conversaciones que habíamos tenido. Entonces me veía a mí, hablando sin parar, y a él escuchando en silencio, y me daba por pensar que su actitud era la de un adulto que tolera educadamente las tonterías que hace o dice una cría, con la que ni por asomo piensa dialogar de igual a igual. Eso me envenenaba, como podéis suponer, y me entraban ganas de tenerlo delante para darle de bofetadas y para convencerle de que estaba equivocado. Lo malo que tiene pensar de noche es que puedes llegar a considerar cualquier locura. Otras veces se imponía en mí la sensatez y me decía que más valía refrenar la imaginación y tener paciencia con nuestro huésped. A fin de cuentas, Eric era un chico agradable, y por aquellos días no andaba sobrada de cosas agradables. Porque entre tanto el rodaje seguía, claro. A fuerza de calamidades y de contratiempos, el equipo se había acostumbrado a trabajar contra la adversidad. Los decorados estaban a tiempo y los exteriores se rodaban como se podía, o se reescribía el guión para hacer dentro escenas que iban fuera. Eso era algo que yo nunca había imaginado. Había creído que hacer la película era filmar lo que estaba escrito en el guión, y que era un pecado gravísimo apartarse de eso. Pero no. El guión era una especie de plastilina con la que se hacían mil diabluras, sobre todo desde que se había ido al garete el plan de rodaje inicial. Muchas de las escenas que yo me había aprendido, con el esfuerzo de memorizarlas y el del francés, cambiaron de arriba abajo. Desaparecieron diálogos, aparecieron otros nuevos. Hubo un momento en que no alcanzaba a entender de qué iba mi personaje. Si estaba enamorada o no del chico, si odiaba o quería a su madre, si seguía siendo amiga de la otra chica o no. Y no es para tomárselo a broma, porque para poder representar a un personaje hay que estar muy mentalizada de lo que piensa y lo que siente. Una cosa, sin embargo, sí que pude percibir con bastante claridad. Los trozos suprimidos eran muchos más y más largos que los añadidos. Mi papel iba adelgazando, al mismo tiempo, curiosamente, que engordaba el de otra persona. A Chantal, como había adivinado Ariane, le escribieron escenas enteras nuevas. En ellas podía despacharse a placer, unas veces sola, y otras, eso era peor, frente al resto de los actores. Recuerdo una escena un poco melodramática en la que la madre del chico enfermo (Chantal) coincidía con las dos chicas (Ariane y yo) en un jardín. En la escena, bastante larga, había de todo, momentos tensos y momentos más calmados, pero tanto unos como otros tenían algo en común: la madre hablaba y hablaba, y las dos chicas escuchaban y sólo abrían la boca para asentir o para decir algo que le serviría a la madre para lucirse después. Era escandaloso, y había que esforzarse mucho para tragarlo, porque no sabéis lo difícil que es estar delante de una cámara escuchando cómo habla otro. Cuando hablas tú te distraes y hasta te relajas. Pero cuando estás ahí como un pasmarote o como un mueble del decorado, es horrible. No sabes qué hacer con las manos, cómo moverte, qué gesto poner. Pues bien, así estábamos Ariane y yo, adornando la escena mientras la gran Chantal se empleaba a gusto, usaba todo su repertorio de mohines y ejercitaba su maravillosa pronunciación francesa y su voz dulce y melodiosa. Después de rodar aquella escena, con las cuatro tomas que hicieron falta para que Chantal se gustara a sí misma (nosotras teníamos que ser demasiado torpes para equivocarnos en lo poco que nos tocaba), Ariane me dijo: —Mira a la vieja bruja. Feliz como una colegiala. Pero bueno, ya que nos hemos convertido en sus damas de honor, mejor que le sirva para algo. —¿Mejor? —protesté. —Si no, seguiría apretándole las tuercas al director —explicó—. Y todavía pueden pedirnos que nos arrodillemos a sus pies. —Te arrodillarás tú. —Si me lo piden, desde luego. Todo esto es una pantomima. Y me importa un pimiento si la película resulta absurda. Por cierto, que me parece que con los últimos cambios está terminando de convertirse en una birria. —Muy tranquila lo dices —me quejé. —Pues claro. Ya he hecho birrias antes. Varias. —Para ti es fácil hablar así. Pero para mí es la primera película. Si sale mal, podría ser también la última. Ariane meneó la cabeza, con una sonrisa perversa. —Oh, no, Sylvie. Harás más, si tú quieres. Naciste con una de esas caras y una de esas miradas que todos estos paranoicos buscan hasta debajo de las piedras. Y además te lo tomas en serio. Te lloverán los papeles. No contesté nada a aquel pronóstico de Ariane. En otro momento me habría parecido que me anunciaba un sueño maravilloso, pero en aquel instante me costaba mucho creer en la dichosa magia del cine. —El que está desconocido es André —dije, cambiando de tema. —¿Desconocido? —Se ha vuelto un borde. Y parece como ido todo el rato. Ariane se echó a reír. —Querrás decir que tú no le conocías así —me corrigió—. André es un borde, aunque a veces se esfuerce por disimularlo. Se cree un genio, y nosotros somos los muñequitos con los que él monta sus tinglados geniales. Le hacemos falta, pero no nos tiene el más mínimo respeto. Y está ido, sí, porque le joroba tener que someterse a los caprichos de Chantal. La película se le ha escapado de las manos definitivamente. Y a los genios no hay nada que les desconcierte más que darse cuenta de que están fracasando. —¿No eres un poco dura? —Ojo con André. Nos quedan diez días de rodaje. Todavía no hemos visto su lado malo, pero mucho me equivoco o nos va a dar tiempo a verlo. Lo decía indiferente, como si no fuera con ella. —Hay algo que me fascina de ti, Ariane. —¿El qué? —Que ni sientes ni padeces. Que todo te trae al fresco. Ariane apartó de mí la mirada y la clavó al frente, en la lejanía de aquel horizonte nublado de París. —Ojalá fuera como tú crees —dijo—. Sólo lo intento. No era verdad. Yo era injusta al acusarla, y ella al proclamar su presunta intención de pasar de todo. Bastaba verla cuando se encendían los focos y André gritaba «acción». No había nadie que se concentrara como ella, nadie que pusiera como ella toda la fuerza, toda la elegancia o todo el humor que le pedía el personaje que estaba representando. Ni siquiera Chantal, por mucha fama y mucha experiencia que tuviera. Y no digamos yo. A medida que todo se había ido pudriendo, me había ido sintiendo más y más torpe, más y más una simple chica mona que sólo podía vivir de su cara bonita y que nunca conseguiría nada como actriz. Cómo sería, que hasta llegué a echar de menos que André me corrigiera. Llegué a pensar que cuando no lo hacía, a pesar de lo mal que yo sentía haber actuado, la única razón era que me daba por imposible, o que como decía Ariane ya daba por destrozada la película. Como si lo único que quisiera era terminar de rodar lo que quedaba y perdernos de vista a las dos, a la película y a mí. Sin embargo, esa sensación me duró poco. Porque en los últimos días de rodaje, tal y como había vaticinado Ariane, que tenía indudables poderes de adivinación, a André se le terminó de agriar el carácter y en gran parte desahogó su cólera conmigo. Le dio por corregirme, vaya que sí, y de qué manera. Así empezó mi calvario, la peor época que recuerdo de mi vida. Fue como si tuviera que pagar toda la consideración que había tenido hasta entonces por ser novata, fotogénica y extranjera. Cada vez que metía la pata, André decía «corten» como si quisiera decir «que la fusilen». Y las instrucciones que me daba para que rectificara lo que hacía mal, eran un suplicio añadido. Hablaba a toda prisa, sin mirarme a la cara nunca, pronunciando la mitad de las palabras y metiendo trozos en francés de los que no entendía casi nada. Eso me obligaba a preguntarle, y entonces era peor. Volvía a explicármelo, todavía más deprisa, con más trozos en francés, comiéndose muchos más sonidos. Y mientras tanto yo tenía que soportar la sonrisita triunfal de Chantal, que siempre andaba por allí disfrutando del espectáculo, tuviera o no tuviera que intervenir ella en la escena que se rodaba. O el regodeo de Sara, la otra española, que era, no podía ocultarlo, la que mejor se lo pasaba viendo cómo el director fustigaba a la niñata consentida. También solían estar por allí Ariane y Valérie, la actriz que representaba a su madre y que desde el principio me había tratado tan bien, pero no sé por qué en esas ocasiones sientes más lo que te hiere que lo que te consuela. La puntilla fue una secuencia que tenía a solas con Michel, el guaperas de la historia, en la que nada menos que teníamos que darnos un beso apasionado. El día que nos tocaba rodarla, desde muy temprano por la mañana, estaba el muy cerdo relamiéndose de gusto. Y por si a mí no me fastidiaba lo bastante la perspectiva, se acercó a saludarme y a restregármelo: —Hola, ma chérie. Hoy es nuestro gran día. Me lo quedé mirando con la mayor cara de asco que soy capaz de poner. —No te entiendo, Michel —dije. —Sí que me entiendes. He estado pensando en la escena toda la noche. La vamos a bordar, ya verás. —Me guiñó un ojo, antes de dirigirse hacia su caravana. Me entraron ganas de devolver. Era una mañana lluviosa, para variar, y de pronto tuve la sensación de que el mundo y mi vida eran tan feos y tan miserables que no había ninguna razón para desear que duraran. Era como cuando te levantas un día que tienes examen de Matemáticas, pero a lo bestia. Me dejé maquillar y arreglar como si me estuvieran preparando para llevarme a la silla eléctrica. Por un lado tenía ganas de salir corriendo, pero por otro sabía que era inútil, que tenía que pasar lo que tenía que pasar y que cuanto antes pasara, mejor. Fui hacia el plato (por suerte aquel día no tocaba mojarse) y allí me reuní con mi adorado Romeo. Estaba precioso, no lo negaré, y eso a pesar de que el maquillaje que a él le ponían intentaba darle aspecto de enfermo, con ojeras y demás. Pero por mi parte le miraba y sentía lo mismo que si me tocara morrearme con Godzilla. Empezamos a rodar. La primera parte no planteaba dificultades. Frases cortas, poner carita de pena y poco más. Es muy difícil llorar bien o reír bien, cuando tienes que fingirlo. Pero hacer cara de preocupación, o de tristeza, o de estar pensativa, es lo más fácil del mundo. Cuando la cosa se empezó a poner tierna, se me hizo más duro: se me secaba la boca, se me trabó la lengua. Ésa fue la primera vez que André ordenó que cortaran. Vuelta al principio, y así tres veces más. A la cuarta, André dijo: —Silvia, estamos intentando hacer una película. ¿Crees que te concentrarás antes de Navidad? No le respondí. Me era muy difícil decir nada. Tenía la garganta como esparto. Me volví a uno de producción y le pedí agua. Me la trajeron. —Está bien —se dirigió André al resto del equipo, mientras yo bebía—. Ahora empezamos desde la mitad. Lo del principio lo aprovechamos. Volvimos a intentarlo. Esta vez la parte complicada llegó en seguida, porque habíamos empezado desde más adelante. Dije mis frases sin equivocarme y tocó lo del beso. Michel se abrazó a mí, de una forma bastante más pegajosa de lo que nos habían indicado, y una décima de segundo después sentí su lengua dentro de mi boca. Sabía a tabaco y a menta. Odio la menta. Me entró una arcada y me lo quité de encima de un empujón. —¡Corten! —vociferó André. Tomé aire a bocanadas. Michel sonreía con cara de inocencia, como diciendo que a él podían registrarle. El director perdió los estribos: —Joder —gritó, en español—. ¿Y ahora qué pasa? —Que me he atragantado —dije. —Vale, maldita sea —se resignó—. Vamos otra vez. Antes de empezar de nuevo, le advertí a Michel en voz baja: —Si vuelves a meter la lengua, te la arranco de un mordisco, la escupo por el váter y tiro de la cadena. —Me gusta tu punto salvaje —repuso—. Pero no te atreves, ya verás. —Atrévete tú a comprobarlo —le desafié. Volvimos a la escena. En el momento del beso, Michel aventuró la punta de la lengua. Cerré los dientes, pero no me dio tiempo a engancharle. El muy cobarde la había retirado, y mis dientes chocaron contra los suyos. —¡Corten! —aulló André, desesperado. Vino hacia nosotros. Caminaba despacio, con la barbilla contra el pecho, mirando un poco esquinado hacia donde yo estaba. Cuando estuvo a nuestra altura, se detuvo a mi lado y preguntó: —¿Qué pasa, Silvia, que nunca habías besado a un chico? Le aguanté la mirada, no pude hacer más. —Yo creía que las españolas eran ardientes —se burló André—. Ahora va a resultar que ni siquiera saben dar un beso. ¿No te parece guapo Michel? Volví a quedarme callada, mirándole. —Respóndeme algo, me cago en todo —gritó. Sentí que las lágrimas asomaban a mis ojos. No quería que cayeran, por nada del mundo quería darle ese gustazo. Pero me sentía tan pisoteada, y tan injustamente, que no pude contenerlas. Resbalaron por mis mejillas y seguí mirándole, sin alterar el gesto. Él no esperaba que le plantara cara. Fueron unos segundos muy largos, y no sé cuántos más habrían transcurrido si no se hubiera acercado alguien a ayudarme. —Deja que la chica descanse un poco —pidió una voz detrás de André. Se trataba de Valérie. Aunque no era más que una actriz secundaria, lo que quería decir que nadie allí le tenía demasiado respeto, hizo lo que ninguno habría osado hacer. Vino y se interpuso entre el director y yo. —¿Quién te da vela en este entierro? —la increpó André. —La vela me la doy yo —respondió Valérie, sin arrugarse—. Me la llevo cinco minutos. Y tú aprovecha para meditar un poco. Y para avergonzarte, suponiendo que todavía te quede un poco de vergüenza. —Eh, Valérie… —empezó a decir André. —Adiós —le cortó mi protectora. Me llevó a la caravana y allí me consoló. Al verme sola con ella dejé que saliera toda la rabia que tenía dentro. Valérie me dijo: —Venga, desahógate. Pero ahora vas a volver, vas a hacer la escena y vas a dejar a ese borrico sin pretextos para meterse contigo. Volví e hice la escena, qué remedio. Michel no intentó nada con la lengua, y cuando acabamos André no ordenó que la repitiéramos. Noté que me observaba con aire culpable, como si se diera cuenta de lo canalla que había sido. Me dio igual. Lo único que quería era perderlo de vista. Esa noche, a las tres de la mañana, me desperté con la boca seca, como la había sentido durante aquella escena repugnante. Me levanté y fui a la cocina a buscar un poco de agua. Me senté ante la mesa, con un vaso y una botella, y me bebí medio litro a sorbos grandes y espaciados. Una figura apareció en el umbral. Era Eric. Tenía todo el pelo revuelto y vestía un skijama rojo. Sus ojos parecían difuminados por una especie de niebla, o podía ser la niebla de los míos. Como Ariane dormía, susurró: —¿Te encuentras bien? Le observé un segundo, un poco aturdida. —No —respondí. —¿Mal del cuerpo o del espíritu? —Del espíritu, supongo. —Si puedo ayudarte en algo… Pensé en la posibilidad. Hablarle de mis problemas, tenerlo un rato escuchando y luego recibir una palmadita de adulto en la espalda. No. La verdad era que no me apetecía demasiado. Así que me escurrí: —No, ya se me pasará. Son tonterías. Eric pareció cerciorarse durante un momento. Después dijo: —Si dejaran de serlo, aquí me tienes. No te prometo que sepa arreglarlo, pero lo intentaría. Te debo una, ya sabes. Hasta mañana. No se quedó ni un segundo más. Desapareció, tan silencioso y discreto como había venido. Esa noche tardé en dormirme, y hasta que el sueño me pudo seguí oyendo sus palabras, aquí me tienes, una y otra vez.

La lluvia de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora