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Amigas hasta la muerte

Llegó octubre. Siempre sucede, para bien y para mal. Lo mismo cuando esperas algo que deseas, como cuando tienes previsto algo que preferirías que no viniera nunca. Al final los días pasan y de ellos no queda más que una estela de humo que se desvanece en el aire. Y llega el momento, esperado o temido. Por un lado se diría que la gente sólo vive para esperar, y por otro que nos engañamos con esa costumbre de mirar siempre hacia el futuro. Porque lo bueno, cuando viene, se acaba rápidamente. Y lo malo, por más que nos resistamos, siempre acaba por ocurrir. Pero no quiero ponerme deprimente, que es como Irene, con su mordacidad habitual, califica esta faceta mía, porque estoy contando una historia y las historias no se cuentan, por cierto, para deprimir a quien tiene la cortesía de escucharlas. El caso es que transcurrieron las semanas y casi sin damos cuenta nos encontramos en la víspera de la partida de Silvia. Todos los preparativos estaban ya ultimados. Viajaría sola, irían a recogerla al aeropuerto, en París, y la llevarían al apartamento donde iba a vivir, en el centro de la ciudad, junto a una plaza que llamaban de la Madeleine. El apartamento iba a compartirlo con otra actriz, la que hacía de la otra chica en la película. Por lo que había podido saber, su compañera se llamaba Ariane y era francesa, pero no había nacido en París, sino en una ciudad más al sur, Toulouse. —Creen que nos entenderemos bien —nos contaba Silvia—. Tiene sólo dos años más que nosotras y resulta que habla español. Por lo visto, Toulouse es, dentro de Francia, de lo más parecido a España. Aquella chica, Ariane, ya tenía cierta experiencia cinematográfica, y en el dossier que les habían enviado a los padres de Silvia los de la productora venían algunas imágenes de anteriores películas suyas. Era una chica morena, de pelo corto, pecosa. Tenía los ojos verdes y en cuestión de belleza no desmerecía para nada de Silvia. En aquellas fotografías, además, miraba a la cámara con una intensidad increíble. Daba la sensación de ser una de esas personas que guardan dentro mucho más de lo que exteriorizan. Y también de haber vivido algo más de lo que era normal para su edad. No sé si los que lean estas páginas me entenderán, pero mis sentimientos al ver la cara de aquella chica con la que iba a vivir Silvia, con quien compartiría día y noche y probablemente llegaría a entablar alguna amistad, no eran de excesiva simpatía hacia ella. Nunca he pretendido que quien fuera amiga mía no lo fuera de ninguna otra persona, pero el caso de Silvia, como el de Irene, era bastante especial. Las tres habíamos vivido muchas experiencias juntas, y el vínculo que había entre nosotras era una especie de hermandad que nos defendía y nos distinguía del resto del mundo. Cuando nadie más entendiera lo que una de las tres pudiera hacer, las otras dos si lo entenderían. Cuando nadie más quisiera ayudar a alguna de nosotras, siempre estarían las otras dos dispuestas a dejarse el alma. Nuestra amistad era absoluta, como dicen que nunca pueden serlo las amistades entre mujeres. Ni siquiera podía romperla un percance amoroso. Nunca había sucedido que dos de nosotras se hubieran encaprichado del mismo chico, y si algo así hubiera sucedido, la segunda habría renunciado, o habrían renunciado las dos. Se me dirá que con esos antecedentes no había nada que temer. Que Silvia podía irse a París y hacer nuevas amigas, sin que nuestro trío viera debilitada su vieja fraternidad. Pero por muchas pruebas que hubiéramos pasado, había una que no habíamos pasado nunca: siempre, desde que nos conocíamos, habíamos vivido en la misma calle, y habíamos estado en la misma clase y llevado más o menos la misma vida. Y esa proximidad era lo que Silvia iba a dejar de tener de golpe, al tiempo que se iba a vivir con personas extrañas. Con aquella extraña de ojos verdes y mirada inquietante. De todos modos, el que peor lo llevaba era el hámster. A medida que se acercaba el día fatídico, se le veía más apagado y meditabundo. Cuando me lo tropezaba por el pasillo, que recorría arriba y abajo como un penitente, me daba tanta lástima que intentaba animarle: —Vamos, hombre, que tampoco es el fin del mundo. Hay tres mil millones de mujeres más. Alguna sucumbirá ante tus encantos. En una de ésas, el hámster se me quedó mirando y dijo, ofendido: —A mí no me vale cualquier cosa. —Vaya con Adolfo Valentino —me mofé—. Si te pones así, más vale que sepas que tampoco estás en condiciones de exigir mucho. Hoy día no se llevan los galanes de uno veinticinco, por si creías lo contrario. —Algún día te sacaré tres cabezas, y entonces verás —me amenazó. —¿Qué es lo que veré? —Cuando me apetezca te cogeré como una muñeca, te levantaré del suelo y no te soltaré hasta que me lo pidas por favor. —Ése es el problema de todos los chicos —me burlé—. Al final, siempre tenéis el mismo ídolo. El bueno de Conan el Bárbaro. Criaturas. —Ríete, pero el tiempo corre en tu contra. —Y en la tuya, mocoso, ¿o qué te crees? —No voy a discutir contigo —repuso, encogiéndose de hombros—. Eres una superior y no te enteras de nada. —¿Y de qué hay que enterarse? —De que tienes un hermano imaginativo, inteligente y sensible. El prototipo del hombre del siglo veintiuno. Aquella respuesta me olió a chamusquina. —Oye, Adolfo, ¿qué has estado leyendo? —pregunté. —Mis lecturas son asunto mío —dijo, escurriéndose como una anguila—. Y por cierto, no hace falta que me consueles. El hombre del siglo veintiuno es también un amante generoso y sabe enfrentar los contratiempos. —¿Un amante generoso? —repetí, descacharrándome. —No digo más —concluyó, antes de meterse en su habitación—. A buen entendedor, pocas palabras bastan. —¿Pero tú sabes lo que es un amante? —grité por encima de su portazo. Con aquella información, fui a sugerirle a mi madre que quizá fuera conveniente impedir que el hámster tuviera acceso a las revistas femeninas que entraban en casa. Por lo que pudiera comprometerle y comprometernos. Mi madre se echó a reír y dijo que lo intentaría, sin mucha fe. Espoleado por su curiosidad, que era insaciable, el muy ladino se las arreglaba para examinar cualquier material que le interesara, por mucho que se lo escondieran. Me pareció que mi madre no se hacía cargo del peligro, pero a fin de cuentas era su responsabilidad. Si el día de mañana el hámster tenía alguna clase de trastorno, a ella iba a tocarle resolver la papeleta. La última tarde fue gris, no muy fría, pero ya tampoco tan tibia como las tardes anteriores. Soplaba un poco de viento, el suficiente como para que no fuera demasiado agradable estar en la calle. Circunstancia ésta que nos vino bien, porque pudimos encontrar un rincón en el parque, cerca de lo más alto, donde disfrutar de cierta intimidad. Habíamos quedado para despedirnos, y fue Irene la que tuvo la idea de comprar unas botellas de sidra. Para celebrar el éxito de Silvia y para brindar por los viejos tiempos, dijo. Y quizá para ahogar un poco en burbujas la pena de separarnos, pensé yo. El cajero del hipermercado se nos quedó mirando, mientras dudaba si dejar que nos lleváramos las dos botellas o no. En eso, Irene, que siempre ha sido la más echada para adelante de las tres, le guiñó un ojo y le dijo: —No es ginebra, tío. Mi amiga se va a París y eso no pasa todos los días. Seguro que no quieres jorobar una inocente celebración. El cajero la observó, cogió la primera botella y, mientras la pasaba por el escáner, le respondió, zalamero: —Todo lo contrario. Y si me invitáis, tampoco digo que no. —Gracias por la comprensión, macizote —repuso Irene, una vez que tuvimos la mercancía en nuestro poder—. Lástima que ésta sea una fiesta privada. Otro día lo mismo te dejamos que vengas. Quién sabe. —Me lo apunto —dijo el cajero, un feo pelirrojo de unos veinte años. —Muy hábil, pero un día vas a tener un disgusto —le murmuré al oído a Irene, cuando hubimos salvado el obstáculo. —Bah —respondió ella, en voz alta—. Hay que acostumbrarse a manejarlos, ya que no puedes prescindir de ellos. Es como un deporte. —Un deporte de riesgo —subrayó Silvia.
—Como todos —aseguró Irene, con aire de experta. Al contrario que la mayoría de las empollonas, ella era una consumada gimnasta. Una vez en el parque, sentadas sobre la hierba, Irene quitó el aluminio y el alambre de la primera botella y después de aflojarlo y agitar un poco disparó el tapón a quince metros. La espuma salió y rebosó y resbaló borboteando sobre la botella y la mano que la sujetaba. —Por Silvia Zornozing, la nueva megastar del celuloide —brindó Irene, antes de aplicar el morro al gollete y echarse un buen trago. —Pásala, anda, que vas a dejarla seca —protestó Silvia. Bebimos por turnos, las tres de la misma botella, como debía ser. No había nada que pudiéramos contagiamos que no hubiéramos debido contagiamos ya. Lo pensé y me pareció que ésa era una buena definición de una amistad como la nuestra. Una amistad hecha de compartirlo siempre todo, lo bueno y lo malo, y que sólo podríamos traicionar si dejábamos fuera de algo que a una de las tres le importara a alguna de las otras dos. Vaciamos la botella en pocos minutos. Aunque ninguna de las tres era especialmente alcohólica (no solíamos tomar nada más que alguna cerveza esporádica), aquella tarde parecía que buscáramos emborrachamos. Salvo Irene, que se había estrenado con cuatro años, zumbándose en un descuido de sus padres un vaso de una potente sangría que la había derribado de forma fulminante, ninguna sabía lo que era estar borracha. Tampoco nos había resultado nunca muy apetecible, por las memeces y las vomiteras que veíamos protagonizar a quienes abusaban del frasco. Pero apenas liquidamos la primera Irene abrió la segunda, y nadie le pidió que esperase. Bebimos en silencio, una detrás de otra, hasta que no quedó nada. La tarde caía ya cuando depositamos la botella vacía junto a la otra. La cabeza nos flotaba y en el estómago bullía el gas de toda la sidra que habíamos tragado, como un calor reconfortante. No estaba mal, pero supuse que si hubiéramos comprado una tercera botella lo habríamos estropeado todo. Era mejor así: quedarse un poco cortas y mantener el control de la situación. Desde el lugar donde nos encontrábamos, veíamos los adosados del barrio Norte y más allá de ellos, sobresaliendo apenas, los tejados de los últimos edificios de Getafe, antes de la raya donde empezaba Madrid. A nuestra derecha, sólo árboles. A nuestra izquierda, las nubes se iban tiñendo de un color entre rosa y morado. Nos recostamos sobre el terraplén cubierto de césped. —¿Sabéis de qué tengo ganas ahora, por encima de todo? —dijo Irene. —No —picó Silvia. —De mear. —Pues tú misma —sugerí. —No, mi impulsiva señorita Laura Gómez —respondió Irene, con retintín—. Una ha recibido una educación y sabe aguantarse y esperar el lugar y el momento propicio para quedar en paz con su vejiga. —No hay nadie —dije, sin hacer caso de su discurso. —No me entiendes —se quejó Irene—. No me importa que me vean. Es un ejercicio de endurecimiento. —A nosotras no tienes que demostrarnos nada —terció Silvia—. Ya te tenemos bastante calada, a estas alturas. —Y que lo digas —asentí, sin poder contener la risa. Silvia también se rió y, al cabo de unos segundos de resistirse a duras penas, Irene se unió a nosotras. Reímos las tres, hasta que nos dolió la tripa, por nada en especial. Sólo porque estábamos allí, tumbadas en la hierba, y porque éramos amigas y nos gustaba estar juntas. Sólo por eso. Cuando se nos gastó aquella risa floja nos quedamos otra vez serias y calladas. No sé lo que estaban pensando mis amigas, pero sí puedo decir lo que estaba pensando yo. Pensaba que aquélla podía ser la última tarde de la vida que habíamos conocido hasta entonces. Que a partir del día siguiente empezaba una vida diferente, y que no estaba segura de que fuera a ser mejor, al menos para mí. Eso era lo que yo pensaba, y tal vez Irene anduviera cavilando algo semejante, porque cuando quiso romper el silencio, dijo: —Bueno, compañeras. Fijaos bien y grabadlo todo en vuestra memoria. Dentro de muchos años, cuando seamos viejas y gordas y estemos casadas con unos imbéciles pendientes todo el día del fútbol, podremos decir al menos que estuvimos aquí y que la vida era maravillosa. —Jobar, Irene, a veces no sé si es bueno leer tanto —bromeó Silvia—. Mira que te has vuelto ácida, de un tiempo a esta parte. —No, no es bueno leer tanto —opinó Irene—. Lo bueno es tener lo que tú tienes. Con eso y un poco de astucia, al menos una de las tres podrá salvarse. Sólo te aconsejo que tengas cuidado con todos esos tipos de película. Al final lo que hay tras la fachada no es muy distinto de lo del resto, cuando no es peor, y todos acaban echando panza y volviéndose unos egoístas. —Bien me lo pones —suspiró Silvia—. No hay salida, según tú. —Sí que la hay —afirmó Irene, gravemente—. Úsalos para lo que te sirvan, pero nunca te enredes con ninguno. Una chica como tú tiene la ventaja de que puede permitírselo, así que relájate y disfruta. —Vale ya, Irene —intervine. Me daba que todas aquellas alusiones a las ventajas que tenía Silvia no eran todo lo cariñosas que debieran. Más bien parecía que Irene, acaso por la sidra, le echaba algo en cara. —¿Qué pasa? —se quejó Irene. —Que es la última tarde que tenemos —dije—. Y que deberíamos comportamos como se espera de tres buenas amigas, ¿no crees? —¿Y qué he dicho yo de malo? —Nada, Irene, tú me entiendes. Irene se incorporó. —No, no te entiendo. ¿Insinúas que estoy borracha o qué? —No he dicho eso. —Estoy tan despejada como nunca —siguió—. Tan despejada que casi me siento clarividente. Por eso veo lo que esta tía tiene por delante. Y como la quiero, a esta tía, que es mi amiga del alma y se merece lo mejor, procuro decirle lo que creo de corazón que puede ayudarla. Parecía evidente que a Irene no le había sentado muy bien la sidra. Silvia también se dio cuenta y le dijo, conciliadora: —Está bien. No pasa nada, mujer. —Sí pasa —se revolvió Irene, exaltada—. Pasa que nadie puede estropearte esto, Silvia. Pasa que tienes que ir allí, a París, y hacer esa maldita película y demostrarles a todos de lo que eres capaz. Y luego seguir adelante y convertirte en la actriz más famosa de España. Tienes que triunfar por nosotras, por las tres, por este barrio y por esta ciudad de la que nadie se acuerda nunca. Tú nos representas, Silvia, y tú vas a decirles a todos que aquí estamos y que merecemos un respeto. Como me llamo Irene que lo vas a hacer, y nadie nos va a amargar la fiesta. Esto es lo que quería decirte, que te comas el mundo, y que nosotras estaremos orgullosas de verlo. —Claro, Irene, eso ya lo sabe —intenté calmarla, cogiéndola por el brazo. Irene no me apartó la mano, como yo temía. Se quedó cabizbaja y de pronto empezó a llorar. En cualquier otra podía haber sido una reacción más o menos corriente. Pero ver llorar a Irene fue, tanto para Silvia como para mí, una impresión increíble. Nunca, ni en los momentos más duros y amargos que le habíamos visto pasar, había derramado Irene una sola lágrima. Y ahora le corrían dos regueros brillantes, uno por cada mejilla. —Perdonad, no sé qué me pasa esta tarde —se disculpó—. Lo que está claro es que si no sabes, no debes beber. Observé a Irene, tratando de comprender su inusual comportamiento. No podía ser sólo la bebida, que tampoco era tan fuerte y que a mí, que no estaba habituada a tomarla, no me impedía razonar ni darme cuenta de las cosas. Medité sobre las palabras que ella había pronunciado, y de pronto se me ocurrió esta idea: en cierto modo, Irene podía sentirse destronada por Silvia. Hasta el momento en que ésta se había transformado en una estrella, Irene había sido, en su condición de estudiante imbatible, quien de las tres más saboreaba las mieles del éxito. Nunca he estado en esa situación, pero supongo que ser objeto de admiración por parte de todos es algo que te afecta, sobre todo cuando se acaba y es otro quien se convierte en el centro de atención; otro, u otra, con quien no puedes competir. Pero después de pensarlo, me pareció que era injusta con Irene. Sabía de ella lo suficiente como para negarme a explicar de aquella forma su actitud. Debía de pasarle como a mí, que sentía que su mundo se tambaleaba con la marcha de Silvia, aunque a lo mejor, como Irene era más complicada que yo, había en su cabeza otras cosas en las que yo no caía y que la alteraban más. En todo caso, nada de esto estaba lo bastante claro en mi pensamiento, así que acabé por decir: —Me temo que todas hemos bebido más de la cuenta. Por lo que se ve, beber no sirve para alegrarte mucho, cuando estás triste. Durante un rato, ninguna dijo nada más. Anochecía y las luces de los coches que venían por la avenida iluminaban con ráfagas intermitentes la rotonda próxima. También se encendían las ventanas de los bloques, y al fondo se iba formando poco a poco en el cielo el resplandor difuso de Madrid. Irene se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano y Silvia permaneció erguida, dándonos aquel perfil impecable que a menudo le buscaban los fotógrafos de los anuncios. Finalmente, fue ella, Silvia, la que habló: —No os creáis, también yo estoy triste, aunque por otro lado esté contenta. Y tengo miedo por lo que se me avecina, a vosotras os lo puedo confesar. No sé si soy tan capaz de comerme el mundo como dices, Irene. Irene no respondió nada. Yo tampoco. Silvia continuó: —Lo que sí sé es que he tenido suerte. Que las tres hemos tenido suerte, y que nadie puede quitárnosla si nosotras no queremos. Tenemos la suerte de habernos conocido y de estar juntas, para esto y para lo que venga. Aunque ahora nos toque separamos. Con París y sin París, lo mismo si nos va bien como si no, siempre seremos amigas. Tenéis que prometérmelo. —Primero tienes que prometerlo tú, que eres quien se marcha —observó Irene, con una media sonrisa. —Lo prometo —dijo Silvia—. Siempre amigas. Hasta la muerte. —Hasta la muerte —aceptó Irene, sonriendo del todo. —Hasta la muerte —repetí yo. —Y por lo menos una vez al año, estemos donde estemos, vendremos aquí a brindar por nuestra amistad —propuso Silvia. —Te tomamos la palabra —avisó Irene. En eso quedamos. Todavía estuvimos un rato en el parque, pero no hablamos mucho más. Al día siguiente Silvia se fue, como estaba previsto.

La lluvia de ParísDonde viven las historias. Descúbrelo ahora