f i f t e e n

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Sábado, 30 de marzo


Quedan ocho días:

Llego a casa de Ellington poco después de las siete y media de la mañana. Estoy a punto de enviarle un mensaje de texto para que salga cuando se abre la puerta. La señora Ratliff aparece en el porche de la entrada con su albornoz color crema y unas mullidas zapatillas rosas de felpa. Me saluda con la mano, y yo le correspondo el gesto.

Ella se dirige hacia mí, y bajo del coche.

-Buenos días.

-¡Buenos días, Rydel! -Se acerca para abrazarme, y yo retrocedo de un salto; no estoy acostumbrada a que la gente quiera tocarme; la mayoría de las personas intenta mantener las distancias conmigo, como si pudiera contagiarles la locura de mi padre.

Sin embargo, la señora Ratliff no sabe nada sobre mi padre y me apretuja todo lo humanamente posible. Llego a oler su dentífrico de menta y oigo lo rápido que le late el corazón. Me libera de su fuerte abrazo, pero deja las manos apoyadas en mis hombros.

-¿Estás emocionada con la acampada?

«¿Acampada?» Ellington le habrá contado que nos vamos de acampada para justificar una ausencia tan larga. Había olvidado que a su madre sí le importa saber adónde va su hijo y qué hace con su tiempo. Yo le he dicho a mi madre que este fin de semana iba a trabajar hasta tarde y que no me esperase despierta; Georgia suele pasar la noche del sábado en casa de alguna amiga. Aunque podría irme una semana de viaje a la Antártida y ningún miembro de mi familia se preocuparía en absoluto por mi ausencia.

-¡Oh, sí! Hace siglos que no voy de acampada -le digo a la señora Ratliff.

Ella me suelta de los hombros y rodea mi coche para echar un vistazo al asiento trasero. En este caso, cuando he dicho «siglos» quería decir «nunca».

Debe de suponer que no tengo ni idea de acampadas porque me pregunta:

-¿Has traído saco de dormir?

-Sí, está en el maletero -miento.

Ellington y yo hemos pensado pasar la noche cerca de la Institución Penitenciaria McGreavy para que no tenga que hacer el trayecto de ida y vuelta el mismo día. Además, quién sabe cuánto tiempo tendré que esperar para ver a mi padre. El plan inicial era dormir en alguna habitación de motel cutre; él dormiría en la cama, y yo, en el suelo. Aunque Ellington se las ha apañado para convertirlo en una acampada. O al menos ha fingido su planificación para que su madre se lo trague.

-Bien, bien. Con este tiempo necesitarán saco de dormir -dice-. En cualquier caso, Ellington está retrasándose un poco. Siempre se le pegan las sábanas. Casi tengo que sacarlo a rastras de la cama. Ahora está en la ducha, debe de faltarle poco. ¿Quieres entrar y desayunar algo?

-Ya he desayunado -vuelvo a mentir, y maldigo a Ellington por no estar listo. Esto es exactamente lo que intentaba evitar. No quiero intimar más con su madre.

-Bueno, está bien. Al menos entra y tómate un café. -Hago una mueca; se ha notado que no me gusta mucho el café-. ¿O una taza de chocolate caliente? No esperes aquí fuera. -Regresa hacia la casa y me hace un gesto con la mano para animarme a seguirla.

Suelto un ligero gruñido y la sigo con la vista clavada en el camino de piedra. En cuanto entramos, me hace tomar asiento a la mesa de la cocina. Llena la tetera de agua y la coloca sobre uno de los dos fogones frontales.

-El agua estará lista dentro de unos segundos.

Asiento con la cabeza como si no hubiera nada en el mundo que me importara más que una taza de chocolate caliente. Echo un vistazo a la cocina de los Ratliff. Las paredes están pintadas de amarillo chillón, y los armarios son de madera de cerezo. Sobre la encimera de color marfil, hay una foto enmarcada de Ellington y Madison. Madison está abrazando a su hermano por el cuello, y Ellington tiene los ojos arrugados, como si estuviera esbozando su sonrisa de medio lado. Agacho la cabeza hacia el suelo embaldosado; no puedo seguir mirando la foto.

MI CORAZÓN EN LOS DÍAS GRISES ✧ RYDELLINGTONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora