s i x t e e n

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Sábado, 30 de marzo


Quedan ocho días:

Aparco delante de la zona de acampada. Si es que se le puede llamar así. A mí me parece más bien un aparcamiento cubierto de barro. No soy una experta en campamentos, pero diría que esto es lo más básico que hay. Los únicos servicios disponibles son una zona de hogueras -llenas de ceniza y con troncos a medio quemar-, un gran roble y un cubo de basura metálico oxidado.

Ellington baja del coche y rodea el vehículo para ir al maletero y sacar la tienda. En la distancia distingo una orilla rocosa; el agua del río lame los cantos rodados. A lo mejor esto no está tan mal. A lo mejor nos da tiempo de hablar. A lo mejor encuentro las palabras para explicar qué me está pasando.

Saco la mochila del asiento trasero y sigo a Ellington hacia el sitio donde vamos a montar la tienda.

Cuando Ellington baja la cremallera de la bolsa de la tienda, veo que ha escondido dentro dos botellas de vino.

-Qué elegante -digo.

-El vino tinto puede beberse caliente. La cerveza caliente es asquerosa. He tomado una decisión ejecutiva.

-Podrías haber metido la cerveza en la nevera. -Paso por alto que está hablándome como si fuera una ingenua que no ha bebido nunca alcohol. Aunque, para ser sincera: soy una ingenua que nunca ha bebido alcohol. A menos que cuente el par de sorbos que me dio Steve de su cerveza cuando tenía unos once años, y mi madre y él celebraban una barbacoa en el patio trasero de casa con unos

amigos.

-Sí, claro, pero ha sido mi madre la que ha llenado la nevera. Se habría dado cuenta.

-Las podrías haber metido luego.

-Dios, ¿de verdad te gusta tanto la cerveza? Puedo ir al pueblo a por unas latas.

Me meto las manos en los bolsillos de los vaqueros negros y me alejo caminando en dirección al río.

-No. Así está bien. Era para fastidiarte un poco.

Saca la tienda de la bolsa y la manosea. Un par de veces pienso en ofrecerle ayuda, pero no sé nada sobre tiendas de campaña. Oigo que blasfema entre dientes y decido acercarme hasta el agua dando un paseo.

-¡Vuelvo enseguida! -le digo gritando, y él no responde.

Desciendo por el otro lado de la colina. Me resbalan las zapatillas sobre la hierba húmeda. A medida que me acerco al río, diviso un muelle vacío. No hay nadie por aquí. Se ven sedales rotos flotando en el agua, e intento imaginar el lugar lleno de gente, familias que ríen y ávidos pescadores.

No parece un espacio que suela estar abarrotado. Parece un rincón pensado para estar solo. Oigo trinar a algunos pájaros y el rugido de un motor fuera borda en la distancia, pero un tintineo me retumba en la cabeza. Me tapo los oídos con las manos y tarareo en voz baja. La Misa en si menor de Bach es lo único que oigo con claridad.

Me apoyo en la barandilla de madera astillada y una ráfaga de viento agita la superficie del agua y unas gotas me salpican la cara. Algunas veces pienso que el viento tiene manos, que tiene dedos. Otras veces me pregunto si podría alargar una mano y atraparlo. Si el viento me atrapara... Si llenara el espacio que me queda entre los dedos, si me llevara consigo... Me pregunto si Ellington piensa cosas así, si alguien más piensa cosas así.

Me vuelvo para mirar atrás y no distingo la zona de acampada. Retomo la observación del agua. El fondo rocoso de la orilla del río está cubierto de algas limosas y anzuelos oxidados. Sé que, si saltara, solo acabaría mojada y sucia. No acabaría muerta.

MI CORAZÓN EN LOS DÍAS GRISES ✧ RYDELLINGTONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora