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Jueves, 14 de marzo


Quedan veinticuatro días:

No tengo coche propio, pero sí uno que me dejan usar para ir al trabajo. El viejo Ford Taurus huele a comida pasada y tiene la tapicería rota, pero el motor sigue resollando, y a mí me basta con eso. Steve se lo compró a un colega suyo hace un par de años. Será el coche de Georgia cuando cumpla los dieciséis. La buena noticia es que yo ya no estaré por aquí para tener que compartirlo con ella.

Salgo del aparcamiento de TMC, giro a la izquierda y me dirijo hacia la carretera 136. El asfalto está lleno de baches y boquetes. Aquí nadie quiere pagar impuestos para su reparación. Es una verdadera pena, porque podría ser un trayecto muy bonito, ya que recorre la orilla del río. No es que el río Ohio sea precisamente algo de lo que presumir. Es pantanoso y está contaminado y mancillado por una horrible historia. Sin embargo, no importa que los ríos tengan un aspecto asqueroso, contienen cierta magia porque están en movimiento. Los ríos nunca se detienen.

Cuando acababa de ocurrir lo de mi padre, me imaginaba flotando en las aguas del río Ohio. Fantaseaba con construir una barca y dejarme llevar a la deriva, corriente abajo, hasta la confluencia del Ohio con el Mississippi. Allí me acogía una agradable familia. Solía imaginarlos como una pareja sin hijos que estaría feliz de tener a una adolescente en casa. No sabrían quién era mi padre ni qué había hecho. Me querrían y me harían olvidar la sensación horrible que me oprimía.

Jamás construí la barca. Y ahora sé que nadie conseguirá hacerme olvidar esa sensación horrible

Mientras voy conduciendo por la 136, pienso en que esta carretera conecta Langston con Willis.

Me conecta con Robot Congelado, sea quien sea. Es imposible saber en qué punto Langston pasa a ser Willis; lo único que los separa es este tramo de carretera en mal estado, bordeada por el río pantanoso por un lado y por un prado de hierba silvestre por el otro. Tanto Langston como Willis son puebluchos pequeños, llenos de viejas casas destartaladas, bancos de madera podrida y oxidados monumentos conmemorativos de la Guerra Civil estadounidense. Ambos tienen gasolinera, y el año pasado se armó un auténtico revuelo cuando abrieron un Wal-Mart en Langston. Ambos pueblos se publicitan como lugares encantadores con la intención de que los viajeros hagan parada allí y se tomen un refresco en la vieja cafetería de la calle principal o se saquen una foto junto a la enorme fuente de bronce construida delante del ayuntamiento. Sin embargo, nadie visita jamás ni Langston ni Willis de forma intencionada. Son lugares de paso, no localidades turísticas.

Cuando por fin localizo el puesto de cerveza casera, lo veo bastante abarrotado. El instituto de Langston no jugaba partido esta tarde, pero a lo mejor el de Willis sí. Dejo el coche en el aparcamiento de gravilla y me quedo sentada en el asiento delantero durante unos minutos. Inspiro con fuerza un par de veces y me tiro del cuello de la camiseta a rayas. Tengo el corazón desbocado; siento unos nervios más típicos de la primera cita. No es que haya ido nunca a una primera cita, a menos que cuente una reunión de primero en el centro comercial, en la que mi acompañante comió demasiados Cheetos y me dejó la camiseta nueva llena de miguillas naranjas porque no paraba de frotarse en ella.

Aunque no debería estar nerviosa. Está claro que el chico con el que he quedado es un ingenuo, como yo. Ambos nos necesitamos. Me echo un vistazo rápido en el espejo y me siento como una imbécil por preocuparme de mi aspecto. No me presento al puesto de novia de Robot Congelado.

Alguien da un golpecito en la ventanilla, y me sobresalto. Doy un suspiro y me quedo con el pecho pegado al volante. Veo a un chico más o menos de mi edad mirándome. Lleva una gorra roja.

Se inclina y vuelve a dar unos golpecitos en la ventanilla.

La bajo.

-¿Eres RYD3L0908?

MI CORAZÓN EN LOS DÍAS GRISES ✧ RYDELLINGTONDonde viven las historias. Descúbrelo ahora